24.1.14

Monólogos del jardín

He aquí un libro singular de esos que a uno le gustan tanto y que, en consecuencia, he recibido con alborozada sorpresa. Monólogos del jardín (Huerga y Fierro, colección Versión celeste-Signos) es su bonito título y su autor, Ángel L. Prieto de Paula, profesor de la Universidad de Alicante, estudioso de la literatura española, traductor (de Lucrecio, por ejemplo) y, sobre todo, uno de los críticos de poesía (aunque no sólo) más respetados de un país donde la crítica responsable tanto escasea. Lo digo sin empacho, siquiera sea porque, si mal no recuerdo, nunca se ha ocupado de un libro mío, por más que tuviera a bien incluirme en una de las antologías con más solidez y criterio de las últimas décadas, Las moradas del verbo. Poetas españoles de la democracia (Calambur).
En la obra que hoy nos ocupa, de esmerada edición, reúne algunos artículos que fue publicando en el suplemento de Artes y Letras del diario Información de Alicante. Da cuenta de "lecturas que hacía por placer y hasta por capricho" y, por eso, dice haber dejado fuera las de poesía, lo que no significa que las referencias a ésta abunden.
"Hablaba -añade en la introducción- de esto y aquello conmigo mismo, que no es la peor manera de interesar al otro". Su pretensión, en suma, "integrar lo leído y lo vivido, lo antiguo y reciente, lo canónico y lo conversado en barras de bares o en paseos vespertinos". 
El libro iba a titularse Monólogos del páramo, pero como homenaje a los filósofos del jardín epicúreo, por su "actitud de vida", terminó por llamarse de otro modo. 
Ya se dijo que la poesía es tema omnipresente y, con ella, la "estirpe irritable de los poetas", seres vanidosos donde los haya (quién se atreve a negarlo), aquejados de solemnidad y engolamiento, pululan por estas inteligentes y amenas páginas como Pedro por su casa: JRJ (en su faceta más humana, la que permite a PdeP acuñar el verbo "juanramonear"), Gamoneda, Valente, Colinas, D'Ors, Claudio Rodríguez, Ángel González, David Leo, Gerardo Diego, Aníbal Núñez ("voy viniendo"), Carlos Sahagún, Oliván y Fombellida, Cumbreño... Menudean las divertidas anécdotas al respecto.
Se habla, cómo no, de premios, antologías (propias y ajenas, ínsulas e ínfulas) y de la vida literaria; de "viajes y ruinas" (a pesar de que él se considera un hombre sedentario y de rutinas); de teología (a propósito de González de Cardedal) y de pedagogía; de la universidad, el "curriculear", Bolonia (con mención a Miguel Ángel Lama) y otras académicas perversiones; de la juventud e infancia perdidas; de la vida retirada en provincias; de los pájaros (y de su asesor ornitológico, Antonio Cabrera); de la justicia literaria (a veces); del tabaco (como fumador que era o es); de los abajo firmantes y los presuntos intelectuales comprometidos; de los eternos convalecientes juanramonianos (el propio JR o Aleixandre); del toreo de José Tomás y de los blogs, estos "confesionarios".
El tono personal, tan alejado del que gasta en sus reseñas; la ironía, sabiamente dosificada; el humor, tan oportuno (léase "El curioso impertinente" o su encuentro nocturno con Pepe Ledesma: "¡Coño!, tú eras Prieto de Paula, ¿no?"); la voluntad de estilo, por sobrio que parezca (de alguien, diría, con sentido común), dan al libro un carácter que va mucho más allá del que presuponemos a una simple reunión de columnas. 
Encontramos endecasílabos (ah, ese secreto pasado de poeta): "La vida es una tarde de domingo"; hallazgos: "Vivir es ver llover", "Leopardi, cuya tristeza me proporciona tanta dicha", "Sigo creyendo que la patria de los libros es la intemperie"; aforismos o sentencias: "La fe en nuestro tiempo se resume en un axioma: no hay nada en que creer.", "Cualquiera de nosotros ha conocido a un hombre dedicado a defenderse de la desgracia futura.", "Me gustaría pensar que la corrección es un preámbulo del acierto", "Más vale no rebatir al necio."... Son sólo ejemplos. 
Destacaría muchas más cosas, pero me conformo con señalar artículos como "Epístola moral a Andrés", donde alude a su "vocación literaria" y a la tentación de dejar la crítica "de urgencia": "Al cabo, prefiero leer a Emily Dickinson a escribir sobre Robayna."; "Mariposas en la cabeza", donde se hace eco de la muerte del poeta venezolano Eugenio Montejo con unas palabras que hago mías: "Amo a este autor por la intensidad y maestría de sus poemas difíciles de escribir y fáciles de leer..."; "¿Qué fue de Sabino Ordás?" donde evoca al grupo Claraboya y la lucha de sus componentes: Aparicio, Mateo y Merino, "marxistas de secano" (Carnero dixit), contra el desembarco novísimo; "Vida en provincias" y el ya citado "De viajes y ruinas" (a partir de cierta edad, se viaja "para confirmar lo que se sabe", "Para diario, prefiero la costumbre"); "Notas a pie de página"; "La gata y los libros"; "La sonrisa y la boca"; "Misericordia" (uno de los mejores), "Herratas" (he creído localizar una muy graciosa en la página 114; "autora (sic) boreal")...
Coincido con él en la manía por las "infancias ajenas", tan prescindibles casi siempre en las memorias (y digo "casi" porque aún estoy deslumbrado con la que narra Kathleen Raine en Adiós, prados felices), aunque la suya, que acabó con su marcha a un internado salmantino, quedé perfectamente contada en "Una vida de estreno".
Dice, en fin, PdeP que ha descubierto "dos rasgos de la edad venerable": "regresar al lugar donde nací" (la nunca nombrada villa de Ledesma, a orillas del Tormes) y "releer los libros que me hicieron feliz". A uno le gustaría que eso no le impidiera seguir escribiendo monólogos. Hemos disfrutado mucho con las reflexiones de este "pobre filósofo de jardín", como se llama a sí mismo; las de un estoico en su "escualida juventud" que devino epicúreo en su "oronda madurez". No deja de ser "un espacio de silencio" en medio del ruido. Será que a uno también le gusta "el trato con personas que no dan voces".