4.6.15

Memoria de Castelo

En el Verdugo, 1991
Castelo, murió por segunda vez el viernes pasado, 29 de mayo, el mismo día y el mismo mes que Juan Ramón Jiménez, pero cincuenta y ocho años después. El 16 de febrero estaba uno en el Gran Café de Cáceres en compañía de Y., mi hija Leticia y su novio cuando recibí un mensaje de Carlos Medrano donde anunciaba el inminente deceso de nuestro amigo. Los médicos daban la batalla por perdida, venía a decir. Por fallo multiorgánico. Aquella misma tarde, en casa (para entonces ya había hablado con otros amigos: Lama, Bernal, Zambrano, con los que he compartido las oscuras noticias sobre la enfermedad de Castelo), hice algo que aprendí de él, un hombre con un gran sentido del deber, de la responsabilidad, y un profundo amor por los detalles. Por amistad, y no sin dolor, como me sucedió con Fernando Pérez y con Ángel Campos (a los que siempre tengo en la memoria), escribí una necrológica para su querido diario HOY. La misma que apareció en el periódico el día de su muerte y de la que Juan Domingo Fernández, cómplice necesario, acaso el que mejor ha entrevistado al de Granja, sólo quitó una palabra del principio: "precipitadamente". Ya no servía. Su agonía ha sido lenta, muy lenta.
Mientras estaba en esa triste tarea, Jesús García Calero, jefe del Área de Cultura de ABC, me pidió un artículo sobre su poesía. Si aún había un atisbo de esperanza, la llamada de Calero despejaba toda duda. Sí, me confirmó, se muere. De ahí que uno afirme que la de mayo ha sido la segunda muerte de Castelo, la definitiva. Sobrevivió, nadie sabe cómo, a aquella fatídica fecha, pero al final ha tenido, ay, que rendirse; muy a su pesar, me consta. 
Ha sido muy discreto con sus padecimientos y en el último año sólo hablamos largo y tendido una vez. Tenía esa charla, bien lo sé, un tono amargo de despedida, aunque su voz tronara según costumbre y las risas y las bromas no faltaran. Creí que íbamos a vernos en Madrid, en la librería Rafael Alberti, por lo de la presentación de Tánger, pero no pudo ser. Disculpó su asistencia por escrito, una carta (reproducida al final de esta evocación) que me trajo en mano otro de los amigos que han estado con él hasta su último aliento: Carlos García Mera, hijo de Lucía Mera. 
Aunque ya había leído sus poemas, conocí a Castelo en 1982 y en Badajoz. En el II Congreso de Escritores Extremeños. Abandonaba un salón del hotel Zurbarán (donde tantas veces hemos coincidido a lo largo de los años), cuando le salimos al paso Y. y yo, con un libro suyo en las manos, Memorial de ausencias, para que nos lo dedicara. Nunca dejamos de tratarnos y, como con tantos, fue algo más que amigo. Compartimos aventuras como jurados de premios (el Ciudad de Badajoz, el Carolina Coronado, los Extremadura a la Creación...), en la Asociación de Escritores Extremeños (estuvo en la directiva que presidí), en la fundación del Centro Unesco de Extremadura (del que fui secretario y él, hasta ahora, presidente) y en mil y un encuentros que tenían por causa la defensa de la literatura escrita por extremeños y en Extremadura, su gran pasión. No le costaba venir de Madrid, siquiera fuera unas horas, para asistir a tal o cual reunión, lectura o lo que fuera. La de horas que habrá pasado en la carretera que separa -no para él- Extremadura y la capital de España, donde, por cierto, pocas veces nos vimos. 
Siempre estuvo a mi lado. Siempre lo sentí cerca. Me ayudó con los libros, porque era generoso, y hasta se empeñó en que colaborara en ABC, en los buenos tiempos de mi admirado José Antonio Zarzalejos, y, mucho después, me apoyó, cómo no, para que realizara la crítica de poesía en ABC Cultural, algo que, de no haber caído enfermo, por revueltas que estuvieran las aguas, no hubiera consentido que dejara.
Fue un maestro. De la poesía (cómo me gustó Cuaderno del verano y cómo fue ganando como poeta, aunque tal vez su mejor libro acabe siendo el que ha dejado: La sentencia, y que será, por desgracia, póstumo) y de la vida. O de las dos cosas a la vez. De él aprendió uno muchas cosas. Una de ellas, que me hace especial gracia, es la lección del voto por unanimidad en los jurados literarios: nunca debe hacerse; así siempre queda la opción de decirle al amigo o conocido que pierde, lo que suele suceder, que tú le votaste. Hasta el final.
Uno de los momentos más bonitos que compartimos, muchos por suerte, fue cuando me tocó hacer el elogio de su persona y de su obra en la entrega del premio de los libreros de Cáceres, un homenaje que se celebró en una de las ediciones de la Feria del Libro de Cánovas.
Dejando a un lado la muerte de amigos muy queridos, uno de los momentos más duros que compartí con él, en lo personal y en lo literario (Ángel Campos también estaba allí), fue cuando la concejala de cultura de turno del Ayuntamiento de Badajoz me echó del jurado, apenas fallado el premio que lleva el nombre de esa ciudad, el mismo que me permitió publicar mi primer libro. Y eso porque uno había criticado en la prensa la política cultural (un decir) de su partido. No sólo comprendió mi decisión de marcharme, sino que, como el resto de miembros de los dos jurados, el de narrativa y el de poesía, dimitió por solidaridad conmigo. A pesar de las presiones. No me faltó su comprensión y su ayuda cuando los otros, con modales parecidos (políticos, al fin y al cabo), prescindieron abruptamente de mis servicios en la Editora Regional.
Apasionantes fueron las horas que compartimos, teléfono mediante, por culpa del famoso "caso Montoya", el fotógrafo. Aquella infame campaña montada por Martín Tamayo y Floriano (que llamaba con insistencia a ABC, como su jefe por aquel entonces, el ínclito Acebes) para desprestigiar a la Editora Regional, a la Junta y al consejero de Cultura y candidato a la alcaldía de Badajoz, Paco Muñoz; buen amigo, por cierto, de Castelo.
Generosidad fue acudir, por amor al arte, al colegio público de Galisteo (me lo recuerda Néstor Hervás) a hablar con los chavales de poesía. Generosidad venirse de Madrid a presentar en Plasencia Una oculta razón (véase la fotografía que ilustra esta semblanza) y ni siquiera consintió que le invitáramos a cenar. Aquí estuvo otra vez con su maestro y mentor Pedro de Lorenzo, quien al saludarme dijo aquello de que con el nombre y apellido que tenía lo de ser poeta me sería más fácil.
En momentos de debilidad he echado de menos algún padrino, de esos que gastan la mayor parte de mis compañeros de afición y que tan magros beneficios les han reportado o les reportan. Castelo ha sido para mí lo más parecido a uno. Me lo recordaba cada vez que me veía don Antonio Martín Majadas, mi viejo profesor. No me atrevo, como Prada, a llamarlo padre putativo, pero, desde que desapareciera el mío, en esa alta estima lo he tenido. Alta estima que he compartido con mi hijo, por ejemplo, que conoció a Castelo en Guadalupe y no ha dejado desde entonces de sentirlo como alguien de la familia. (Algo contribuyó, cabe añadir, que el poeta de Granja le diera al muchachino 50 euros de propina cuando nos despedimos. Eso y las morcillas de la Puebla no se le van a olvidar nunca.)
Porque nadie es perfecto, uno ni de lejos, no me perdonaré nunca, y menos ahora, no haber hecho lo imposible para asistir a la lectura de su discurso de ingreso en la Real Academia de Extremadura, donde no se olvidó de la poesía y de los jóvenes que entonces la escribíamos en Extremadura. Jóvenes, por cierto, que le tuvimos, primero, como referente, uno de los pocos de los que en esta tierra irredenta podíamos echar mano, y más tarde, como un compañero de fatigas más. Ninguno de esos jóvenes, por cierto, alguno ya muerto, ha sido digno de entrar en esa docta casa; ni un solo poeta extremeño de mi generación, la que nos puso en el mapa literario español. Ahora que se ha ido, se notará aún más lo necesario que era, lo bien que la representaba y lo prescindible y anacrónico que resulta la mayor parte del elenco de la vetusta institución trujillana a la que por estos lares tantos respetaban gracias a él y, me temo, casi sólo a él.
Ya he contado alguna vez que cuando compartíamos mesa (con o sin mantel) me gustaba sentarme a su lado. Por la amena conversación, un arte que dominaba, que él mantenía sin por eso acapararla; pero, sobre todo en verano, porque sacaba el abanico y con su vuelo nos refrescaba. Perdí uno que me regaló, pequeño y azul marino, lo que ahora siento todavía más.
Su palabra favorita, la que tal vez más usaba, era "espléndido". Eso servía para tu último libro, para un artículo tuyo que había leído o para tal o cual actividad que habías organizado. "Niño" era su forma más cercana de dirigirse a ti. En mi caso, fue uno de los pocos que me llamaba, de vez en cuando, Alvarito.
Leo evocaciones del citado Prada, de Burgos, de Lillo y, la verdad, muestran a un Castelo que yo no conocí. O sólo en parte. Lo de Llop es otra cosa. (Cuenta que cuando descolgaba el teléfono oía: "Hoombree, Hosé Cal.lo". En mi caso era un sonoro ¡Eeeh!", y sabías de inmediato que era Castelo.) Aquí, fuera del respeto de una nota necrológica (que debe hablar del finado y no del que la firma), he hablado del amigo al que traté. Al que tanto quise, que forma, junto a los mencionados Fernando Pérez y Ángel Campos, una tríada de extremeños grandes que uno ha tenido la suerte de conocer y a los que la muerte nos arrebató, qué cruel, a destiempo.
Al final, y termino, no fui a su entierro. ¿Para qué? Lo importante, en vida. No me disuadió el calor o la distancia. Tampoco estuve en el responso trujillano en la Real Academia de Extremadura, sólo para los miembros de ese selecto club. Aquí paz y después gloria. Después de ver el informativo de Canal Extremadura del pasado domingo, creo que hice bien. Qué pintaba uno allí. La tristeza y las lágrimas, en casa. Para el acto social estaban otros. Amigos, sí, pero también prohombres, políticos (como su amigo Ibarra), autoridades... Monago, por ejemplo, que jamás le ha citado en vida (que uno sepa), el mismo que durante su reciente campaña de pitiminí recitaba al rancio de Chamizo. O el presidente de los cronistas locales, que resumió la rica vida literaria de este hombre con una patética frase de académico... de Argamasilla: "Fue un poeta como la copa de un pino". Ay, querido amigo, tanto bregar para que al final venga el retórico y la joda.

Su última carta