Poetas y poemas. El canon de la poesía, del prestigioso crítico y catedrático de Yale Harold Bloom (Nueva York, 1930) es uno de los volúmenes (nunca mejor dicho) que forma parte de la Bloom Literary Criticism, que en España viene publicando la ejemplar y osada editorial Páginas de Espuma.
El traductor (y algo más) de este precioso librote (cuya cubierta aplaudo) es el poeta Antonio Rivero Taravillo. Aunque todo el trabajo sobre la prosa sea suyo, para los abundantes ejemplos de poemas o fragmentos de poemas ha utilizado traducciones ajenas si éstas ya existían previamente en español, lo que se indica en una nota a pie de página, e incluso inéditas, como en el caso de Robert Frost del que publica versos pertenecientes a la edición inédita de su poesía completa a cargo de Andrés Catalán (para Linteo). Los nombres de esos traductores aparecen citados en el práctico índice onomástico.
No, no he leído la imponente obra entera, aunque sí bastante más de la mitad de los enjundiosos artículos de los cincuenta y seis poetas estudiados. Todos los del XX. Vates del ámbito de la literatura inglesa en gran parte, como es obvio. Además, hay poetas italianos (abre con Petrarca), franceses, rusos, irlandeses, canadienses (se cierra con Anne Carson)... El plural a veces sobra. De nuestra lengua, dos hispanos: Pablo Neruda y Octavio Paz, y ningún español, ni Lorca siquiera. Bueno, también faltan Yeats, Lowell ("debo de ser el único disidente de nuestro país", se justifica Bloom), Hughes, Larkin, o Hardy. Tampoco Pessoa, Rilke, Borges, Szymborska, Tranströmer, Montale y muchos más.
La "Introducción" es deliciosa y en ella Bloom se declara un enamorado de la poesía desde los cinco años. Debe mucho de ese amor a la memoria. Porque los memoriza, confiesa que aún es capaz de declamar buena parte de los poemas que admira. Y que en momentos de tribulación o de grave enfermedad le aportaron consuelo. Recitados en voz alta o en voz baja, para sí mismo, a modo de salmodia. Este discípulo de Northrop Frye (se distanciaron cuando Bloom publicó La angustia de la influencia) cree que la función de la poesía, además de ayudarnos a vivir nuestras vidas, como afirmaba Wallace Stevens (omnipresente en el libro: "yo soy de la escuela de Wallace Stevens"), sirve para "aprender a soportar la mortalidad". "La poesía -escribe- no puede sanar la violencia organizada de la sociedad, pero puede realizar la tarea de sanar al yo".
Doy por hecho que Bloom es un crítico responsable y solvente ("la crítica es tanto una serie de metáforas para los actos de amar lo que hemos leído como para los actos de la lectura en sí"), por más que abunden sus detractores (lo de la Escuela del Resentimiento, como él los denomina). Y por su amplio conocimiento de la poesía, un gran comparatista,
De lo leído, uno colige eso. Basta degustar, por ejemplo, el agudo texto dedicado al citado Stevens (uno nunca había reparado en la influencia de Walt Whitman en el exquisito autor de Las auroras de otoño). Y a Seamus Heaney, Elizabeth Bishop, Marianne Moore (donde disecciona su poema "Matrimonios", su Tierra baldía, que augura sobrevivirá al de Eliot), Robert Graves ("un buen poeta menor pese a su genio"), Frost ("Rivaliza con Wallace Stevens por el puesto de gran poeta americano de este siglo", declara, y destaca su independencia de Whitman: "Es hijo de Emerson"), Carson (sólo equiparable, por su eminencia, a John Asbhery y Geoffrey Hill, de la que dice que "no se parece a nadie vivo", cita como sus precursoras a dos Emily: Brontë y Dickinson y la denomina "poeta de lo Sublime", por longiniana) o Ashbery. De éste manifiesta que "desciende directamente de Stevens", que es "el más legítimo de los hijos de Stevens", que fue su "maestro". Aunque su padre poético sea Stevens, precisa en otro lugar de su extenso y poco complaciente estudio, "el mayor antepasado de Ashbery es Whitman" y puntualiza que esa "vena whitmaniana de Stevens" es "la que halló Ashbery". Concluye: "el verdadero precursor de Ashbery es el padre compuesto Whitman-Stevens" y se fija, además, en una de las obsesiones favoritas del autor de Autorretrato en espejo convexo: "la idea de transparencia".
La mayor parte de las veces elogia (lo que suele ir aparejado a la extensión del artículo) y otras censura. Dos simples ejemplos: Hill ("el poeta británico más fuerte de cuantos viven") y Walcott, del que duda que tenga una voz propia.
Tampoco Berryman (uno de los textos más sustanciosos del conjunto), pongo por caso, sale bien parado. Ni W. C. Williams ni Cummings, del que denuncia su "flagrante sentimentalidad".
También, para contrarrestar y por culpa, cree uno, de su menor conocimiento de otros panoramas distintos del de la lírica en lengua inglesa, me ha parecido flojo el dedicado a Paz. Será, supongo, una excepción.
Me ha gustado que el don de la oportunidad (el que Taravillo, el traductor, sea biógrafo de Cernuda; "el maravilloso poeta español de lo Sublime", según Bloom) haya permitido corregir al maestro para precisar que el sevillano no "murió por su propia mano en México", como se afirma en la página 619, sino de un infarto (puede que inducido).
Del contagioso fervor de Bloom por la poesía (que nos anima a leer y a releer a sus poetas canónicos) da cuenta este libro exigente que, sólo por eso, debería ser disfrutado por cualquier letraherido y, cómo no, por los simples cultivadores del género y por los estudiosos, ya sean críticos o profesores.
El traductor (y algo más) de este precioso librote (cuya cubierta aplaudo) es el poeta Antonio Rivero Taravillo. Aunque todo el trabajo sobre la prosa sea suyo, para los abundantes ejemplos de poemas o fragmentos de poemas ha utilizado traducciones ajenas si éstas ya existían previamente en español, lo que se indica en una nota a pie de página, e incluso inéditas, como en el caso de Robert Frost del que publica versos pertenecientes a la edición inédita de su poesía completa a cargo de Andrés Catalán (para Linteo). Los nombres de esos traductores aparecen citados en el práctico índice onomástico.
No, no he leído la imponente obra entera, aunque sí bastante más de la mitad de los enjundiosos artículos de los cincuenta y seis poetas estudiados. Todos los del XX. Vates del ámbito de la literatura inglesa en gran parte, como es obvio. Además, hay poetas italianos (abre con Petrarca), franceses, rusos, irlandeses, canadienses (se cierra con Anne Carson)... El plural a veces sobra. De nuestra lengua, dos hispanos: Pablo Neruda y Octavio Paz, y ningún español, ni Lorca siquiera. Bueno, también faltan Yeats, Lowell ("debo de ser el único disidente de nuestro país", se justifica Bloom), Hughes, Larkin, o Hardy. Tampoco Pessoa, Rilke, Borges, Szymborska, Tranströmer, Montale y muchos más.
La "Introducción" es deliciosa y en ella Bloom se declara un enamorado de la poesía desde los cinco años. Debe mucho de ese amor a la memoria. Porque los memoriza, confiesa que aún es capaz de declamar buena parte de los poemas que admira. Y que en momentos de tribulación o de grave enfermedad le aportaron consuelo. Recitados en voz alta o en voz baja, para sí mismo, a modo de salmodia. Este discípulo de Northrop Frye (se distanciaron cuando Bloom publicó La angustia de la influencia) cree que la función de la poesía, además de ayudarnos a vivir nuestras vidas, como afirmaba Wallace Stevens (omnipresente en el libro: "yo soy de la escuela de Wallace Stevens"), sirve para "aprender a soportar la mortalidad". "La poesía -escribe- no puede sanar la violencia organizada de la sociedad, pero puede realizar la tarea de sanar al yo".
Doy por hecho que Bloom es un crítico responsable y solvente ("la crítica es tanto una serie de metáforas para los actos de amar lo que hemos leído como para los actos de la lectura en sí"), por más que abunden sus detractores (lo de la Escuela del Resentimiento, como él los denomina). Y por su amplio conocimiento de la poesía, un gran comparatista,
De lo leído, uno colige eso. Basta degustar, por ejemplo, el agudo texto dedicado al citado Stevens (uno nunca había reparado en la influencia de Walt Whitman en el exquisito autor de Las auroras de otoño). Y a Seamus Heaney, Elizabeth Bishop, Marianne Moore (donde disecciona su poema "Matrimonios", su Tierra baldía, que augura sobrevivirá al de Eliot), Robert Graves ("un buen poeta menor pese a su genio"), Frost ("Rivaliza con Wallace Stevens por el puesto de gran poeta americano de este siglo", declara, y destaca su independencia de Whitman: "Es hijo de Emerson"), Carson (sólo equiparable, por su eminencia, a John Asbhery y Geoffrey Hill, de la que dice que "no se parece a nadie vivo", cita como sus precursoras a dos Emily: Brontë y Dickinson y la denomina "poeta de lo Sublime", por longiniana) o Ashbery. De éste manifiesta que "desciende directamente de Stevens", que es "el más legítimo de los hijos de Stevens", que fue su "maestro". Aunque su padre poético sea Stevens, precisa en otro lugar de su extenso y poco complaciente estudio, "el mayor antepasado de Ashbery es Whitman" y puntualiza que esa "vena whitmaniana de Stevens" es "la que halló Ashbery". Concluye: "el verdadero precursor de Ashbery es el padre compuesto Whitman-Stevens" y se fija, además, en una de las obsesiones favoritas del autor de Autorretrato en espejo convexo: "la idea de transparencia".
La mayor parte de las veces elogia (lo que suele ir aparejado a la extensión del artículo) y otras censura. Dos simples ejemplos: Hill ("el poeta británico más fuerte de cuantos viven") y Walcott, del que duda que tenga una voz propia.
Tampoco Berryman (uno de los textos más sustanciosos del conjunto), pongo por caso, sale bien parado. Ni W. C. Williams ni Cummings, del que denuncia su "flagrante sentimentalidad".
También, para contrarrestar y por culpa, cree uno, de su menor conocimiento de otros panoramas distintos del de la lírica en lengua inglesa, me ha parecido flojo el dedicado a Paz. Será, supongo, una excepción.
Me ha gustado que el don de la oportunidad (el que Taravillo, el traductor, sea biógrafo de Cernuda; "el maravilloso poeta español de lo Sublime", según Bloom) haya permitido corregir al maestro para precisar que el sevillano no "murió por su propia mano en México", como se afirma en la página 619, sino de un infarto (puede que inducido).
Del contagioso fervor de Bloom por la poesía (que nos anima a leer y a releer a sus poetas canónicos) da cuenta este libro exigente que, sólo por eso, debería ser disfrutado por cualquier letraherido y, cómo no, por los simples cultivadores del género y por los estudiosos, ya sean críticos o profesores.