Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954) reunió en Cielos segados sus tres primeros libros de poesía; no obstante, para los lectores, debuta en el panorama con Los hombres intermitentes al que han seguido, también en Hiperión, La nota rota, Retrato de un hilo y este conjunto unitario de prosas breves que no dejan de ser poemas en prosa.
En la contracubierta, Fernando Aramburu, acaso su mejor lector, alude al “delicado dibujo de sus paisajes personales, combinando las notas de evocación, directamente autobiográficas, con esa especial destreza suya para la creación de imágenes y símbolos, con notable presencia de seres integrantes de su orquesta de afectos: familiares ya desaparecidos, artistas, tipos curiosos, personas que encarnan alguna suerte de valor estético o moral, o que por una u otra razón dejaron en el escritor, en el poeta, una lección de vida”.
Ya en el
primer poema, digamos, “Visitantes”, Irazoki nos ofrece una definición certera
de la poesía que es, además, una declaración de intenciones: “la poesía no es
una delicadeza decorativa, sino una intensidad de la mirada que despierta a la
conciencia”. Condensada en apenas tres líneas, una poética que es, asimismo, un
tratado moral, aspecto inevitable de su escritura. Pronto, la defensa de la
luminosidad frente al hermetismo, de la alegría frente a la tristeza, de la
gratitud frente al malditismo. Así, en “Portal 1”, donde en un tono reflexivo
(propio del crítico que es) defiende la manera de decir de un “modelo”: Eloy Sánchez
Rosillo, que desde la lucidez resalta la existencia.
Veinte
años lleva Irazoki en París y a su oficina portátil dedica “Portal 2”, a esa
mesa larga de madera exótica con historia íntima que más que un mueble es una
enseñanza. Los objetos, cabe precisar, son protagonistas fundamentales aquí:
las tejas asesinas, los libros, la tabla rota, las escudillas de estaño.
Con un
aire misterioso, que linda con lo mágico y hasta lo surrealista, donde las
metáforas respiran con la debida naturalidad y no como artefactos literarios,
donde la imaginación se abre paso con el adecuado sigilo y no con el alarde de
la pirotecnia verbal, Irazoki construye para nosotros una casa habitable de la
que nos sentimos de inmediato afortunados huéspedes. Nos muestra sus habitaciones.
La del cine (de cuando Wells rueda en Lesaka Campanadas de medianoche), la del diccionario robado, la del
calzado de su madre, la del equilibrio del padre, la del tío que enloqueció por
amor, la del último verano de su hermana (“Me acompañó para que yo supiera
estar solo”), las de su pequeño país y la de Madrid, las del citado Aramburu,
Leopoldo Mª Panero, Pablo Antoñana y Ramiro Pinilla, la de los rusos: los
Mandelstam y Ajmátova, la del alma,
la conciencia, la piedad y otras virtudes laicas, la de los forasteros (“han
construido lo mejor que transmito”), la de la muerte. Y, sobre todo, las de la
música: “las personas que se alejaron de mi vida forman la orquesta”. Sí, éste
es un “edificio sonoro” sostenido por pilares que fundan “la casa sonora que soy”.
Y ahí: Narayan, Parker, Desprez, Machaut, Pérotin, Mozart, Aweke, Traoré… Y
ritmos callejeros (léase “Música incinerada”), jazz (Holiday, Monk), cantos
selváticos y rurales. Y el ruiseñor (“Conciertos”).
Personas
y cosas permiten a este “coleccionista de asombros” erigir, desde la memoria,
una sólida morada de palabras fundada en la precisión, la lentitud, la
claridad, la delicadeza, la emoción, la sugerencia y la sensibilidad. En la
minuciosa elección del lenguaje, esmeradamente cincelado, según Aramburu (otro
expatriado), donde se conjuga a la perfección el tono lírico con la veta
narrativa.
Para uno,
Irazoki evoca ese concepto vasco del hombre “de verdad”. Si algo rezuma Orquesta de desaparecidos es honestidad
a raudales. Coherencia. Literaria y ética. Lección de alguien al que le
gustaría que “sobre mi muerte se plantase el árbol de la discreción”.
Nota: Esta reseña se publicó el día 30 de octubre en El Cultural.