© Nicanor Gil |
La razón la
tengo clara. Desde chico, uno ha sido propenso al mareó, poco importaba el tipo
de vehículo. Sin remedio. Por eso pospuse durante años la visita al remoto
monasterio de las Villuercas. En casa, siempre se hablaba de la carretera que
conducía a la Puebla con temor, por las numerosas curvas que tenía. Por eso
sólo fui cuando pude conducir. Mi primera visita fue al volante de mi mini amarillo, apenas obtuve el
preceptivo carnet. Recuerdo otra, más tardía, también en compañía de Yolanda
y junto al poeta Felipe Núñez y su
mujer, Ada. Una Semana Santa de principio de los ochenta. Después he vuelto,
claro, porque el lugar, una vez conocido, atrae a cualquiera con un poder que
muchos viajeros han experimentado.
Ya le hubiera
gustado ir hasta allí andando, en peregrinación, como hicieron en su día desde
Plasencia, aunque no todos llegaran, el novelista Gonzalo Hidalgo Bayal y unos
amigos.
Que el acceso
sea complicado (poco importa por dónde vayas, si por la carretera que viene de
Trujillo, a través de Madroñera, Zorita, Logrosán y Cañamero, o desde
Navalmoral de la Mata, por Peraleda, Bohonal y Castañar de Ibor), no impide que
merezca la pena llevar a cabo el camino. Todo lo contrario. Uno ha realizado
los dos itinerarios y, ya digo, no sabría decir cuál de los dos es más
enrevesado y peligroso, pero tampoco, trazados aparte, sabría precisar qué
paisajes son más bonitos y dónde disfruta más el peregrino con la visión de
panoramas dignos de la justa fama que tiene esta tierra en lo que a ese asunto
natural se refiere.
Una vez allí, y
antes de visitar el monumento central de Guadalupe, el monasterio, como
reconoce en su viaje por Extremadura el escritor Ramón Carnicer, antes, decía,
está, ya se mencionó, la Puebla, que no deja de ser un sitio lleno de tipismo
por donde pasear nunca está de más, ya sea en busca de tal o cual rincón, de
este o aquel detalle arquitectónico, por el gusto de comprar la artesanía, los
recuerdos o los dulces típicos o, en fin, para degustar, entre otros manjares,
la famosa morcilla, tan elogiada por estos contornos; embutido tradicional también conocido como morcilla de sangre, morcilla de lustre o morcilla de berzas.
Desde fuera,
levantándose sobre la aplanada superficie de la Puebla y Villa, la mole del
Real Monasterio impone. Más cuando se ha visto desde arriba, si se llega por
los Ibores. Como no soy experto en arte, coincido con la mayoría en mis gustos
sobre el recinto. Admiro, en consecuencia, su claustro mudéjar, donde se alza,
entre jardines, el templete, decorado con los apreciados azulejos (otro
elemento inseparable de Guadalupe), y la sacristía, en la que cuelgan los
bellísimos cuadro de uno de mis pintores favoritos, si no el que más, Zurbarán,
extremeño de Fuente de Cantos.
Por encima de
lo meramente arquitectónico o artístico, Guadalupe es América. Realidad y
símbolo de la empresa americana, sí. La que llevaron a cabo, sobre todo, los
extremeños del descubrimiento, la conquista y la colonización; hitos, sin duda,
en cualquiera de sus versiones, de la historia de España y, claro está, de la
de aquel continente. Desde entonces no hemos dejado los extremeños de mirar
hacia esa proyección ultramarina que tanto tiene que ver con nuestra forma de
ver y de construir el mundo. Sensibilidad y pensamiento que han encontrado
quienes han atravesado el océano para refundirse, no pocas veces, con sus
propias, casi idénticas raíces. Lo de aquí allá y viceversa, podría decirse.
Se me ocurre,
en fin, que una buena manera de adentrarse en ese sitio es a través de Guadalupe. Guía Histórica Ilustrada, de Nicanor Gil González, hijo del lugar, que lleva, además, un prólogo del citado Gonzalo Hidalgo (Ediciones del Ambroz).
Si aterrizamos
en lo más concreto, creo que fue una excelente idea celebrar el Día de esta
región coincidiendo con el de la patrona de la Comunidad Autónoma. Símbolo,
acabo de explicar, de una forma de sentir y de ser. De lo particular a lo
universal. Y ya que aludo a lo religioso, no estaría de más volver a
reivindicar que Guadalupe y lo que representa pasé a formar parte de una
diócesis extremeña y no siga perteneciendo a la archidiócesis de Toledo.
Hace unos años,
en 2006, coincidimos allí un grupo de escritores para celebrar una reunión
literaria con motivo del Año Jubilar. Fruto de esas jornadas, el libro Encuentro en Guadalupe donde aparecen textos de Javier Alcaíns, Ángel Campos Pámpano, Daniel Casado, José María Cumbreño, Inma Chacón, José Manuel Díez, Santos Domínguez, Antonio María Flórez, Diego González, Gonzalo Hidalgo Bayal, Hilario Jiménez, Javier Pérez Walias, Serafín Portillo, Antonio Reseco, Javier Rodríguez Marcos, Antonio Sáez Delgado, Ada Salas, Basilio Sánchez, María Rosa Vicente, José Antonio Zambrano y Santiago Castelo. Ilustran el volumen fotografías de Modesto Galán, Toni Gudiel y Vicente Novillo.
Al mencionado Castelo, que tanto ha hecho por la promoción guadalupana y por la reivindicación que acabo de señalar, debo unir otro nombre para mí inseparable de Guadalupe, el del periodista Teresiano Rodríguez Núñez, que fuera director del diario Hoy, abanderado de la misma causa extremeñista para ese enclave tan popular como religioso.
Al mencionado Castelo, que tanto ha hecho por la promoción guadalupana y por la reivindicación que acabo de señalar, debo unir otro nombre para mí inseparable de Guadalupe, el del periodista Teresiano Rodríguez Núñez, que fuera director del diario Hoy, abanderado de la misma causa extremeñista para ese enclave tan popular como religioso.
Este texto ha sido publicado en el libro Guadalupe. Sentimiento y conciencia. Departamento Editorial de la Diputación de Badajoz, 2015.