En 2015, Elías Moro (Madrid, 1959, pero afincado desde su juventud en la
romana ciudad de Mérida), ha dado dos títulos a la imprenta. Un libro de poemas
y otro de aforismos. Porque creo que, ante todo, Moro se considera poeta, como
cualquiera que escriba o haya escrito versos, empezaré por Hay un rastro,
que cierra con la letra Z la colección Luna
de Poniente, de la editorial emeritense De la luna
libros. No se podía haber
elegido un mejor colofón. Lo sabemos ahora, claro, después de leer el libro de
uno de los codirectores de esa muestra canónica de la poesía escrita por
autores (vivos) extremeños o vinculados a Extremadura de la que uno, ya que lo
menciono, ha tenido ocasión de hacer balance en su blog.
Elías Moro no ha sido un autor prolífico. Tampoco temprano. Ni siquiera
como poeta. Empezó a publicar tarde (si no tenemos en cuenta Contrabando,
una plaquette que apareció en la colección La Centena –de la Editora Regional de
Extremadura– dirigida por Antonio Gómez, en 1987), para lo que es usual, y, ya
digo, con lentitud. Uno, no me importa confesarlo, que le invitó a publicar en
la citada Editora una antología de sus versos, estaba esperando de él un libro
así. ¿Cómo? Una obra sólida, fraguada, digna de la dedicación, el rigor y las
lecturas que le caracterizan. Sin que lo anterior desmerezca, al revés, este
libro da la verdadera medida que el poeta es. O eso creo.
Con la guerra, el dolor y el miedo al fondo, Moro construye un intenso,
emocionante poema fragmentado (sin títulos ni puntos) en el que se insertan,
además, otros poemas que lo complementan. "Hay un rastro", "Tiro
de gracia", "Derrota y hambre" y "Los muertos hablan"
serían partes de ese poema único al tiempo que múltiple donde la guerra,
protagonista de estos versos, orienta una reflexión sobre la verdad y la
mentira, la memoria y el olvido, la muerte y la vida, por precaria y frágil que
resulte. La unidad viene dada, sobre todo por el tono, el mayor acierto del
libro, y, sí, por la temática bélica que recorre ese rastro. "Interludio
animal" ("Cuervos", "Moscardas", "Gusanos")
y "Trilogía de los trenes tristes" (donde estaría el germen de la obra,
tres poemas dedicados a otros tantos europeos derrotados: Hrabal, Zweig y Levi)
completan o arman del todo este memorial del sufrimiento que pone voz a quienes
ya la perdieron (y están, por ejemplo, en las cunetas) o nunca pudieron
alzarla; lo que deja fuera, claro, a los tres escritores citados. Y todo en un
tiempo sin fechas que se sitúa en lugares indeterminados donde personas
anónimas luchan por sobrevivir. En guerras mundiales o civiles. El vocabulario,
que se ajusta a la perfección a lo cantado, logra trasladar al lector una
determinada atmósfera intempestiva; a mi modo de ver, otro de los aciertos
de Hay un rastro.
En medio del campo de batalla, entre la desolación y la mugre, perdedores,
exiliados, supervivientes, hambrientos, perdidos, suicidas, muertos (en vida o
ya definitivos), "hombres que ya no son nada, / hombres que ya no son
nadie". Mientras, "En los casinos de pueblo, / en las salas de
banderas, / en negociados ministeriales, / en embajadas y palacios, / en
cerradas sacristías, // se brinda por el nuevo orden".
Elías Moro, que es como escribe y escribe como es, traza este rastro con
nobles palabras de piedad. No hay ensañamiento. Tampoco regodeo. No digamos
afán de venganza. Su mirada es tan implacable como limpia. Tan serena como
testifical. De estos versos salimos más humanos. Tras reconocer, con el poeta,
que "no hay dignidad en el silencio / si es para el olvido". O que,
so pena de estar muertos, no debemos acostumbrarnos al dolor.
Muy cercano a la pulsión del verso, el aforismo, ese híbrido entre el
pensamiento y el impromptu, entre lo meditado y lo epifánico, se ha convertido,
de un tiempo a esta parte, en un género, me atrevería a decir, à la mode. Elías Moro, que conste, no es
un recién llegado ni, en consecuencia, alguien que se aproveche de ese viento
de cola que a tantos parece empujar no sabemos bien dónde. En 2011 publicó 99 morerías, que es como él denomina,
con gracia, a los aforismos o greguerías. Morerías,
por cierto, que ha seguido practicando con frecuencia en su blog, El juego de la taba, y en distintas
revistas; Estación Poesía, por
ejemplo.
Ahora, de la mano de la que viene siendo su editorial habitual, La Isla de
Siltolá, y en una nueva colección dedicada a esta línea literaria y filosófica,
presenta Algo que perder. Aforismos (o
así). Más de 140 páginas de sentencias dan para mucho. Sin perder de vista,
eso sí, como señala con perspicacia Miguel Ángel Lama en la contracubierta, que
la de Moro es una trayectoria “tendente a lo conciso, en la que los trozos más
largos pueden descomponerse en trozos. Brevedad y agudeza. Concisión e
incisión, de superficie y de hondura. De pensamiento”.
Al fin y al cabo, y porque vivimos en nuestro tiempo lo queramos o no, Moro
adopta la forma del fragmento, santo y seña de modernidades y posmodernidades,
piedra angular de una forma de proceder poco importa en qué género, ya sea el
poético (con el que siempre lindan los fogonazos moronianos) o no.
Una de las características de su manera de proceder es el humor,
indisociable de su carácter y, al cabo, de su escritura. En algunas ocasiones
se le ha afeado que el aforismo diera en chiste, un peligro que a uno, como
lector, me incomoda y que, por suerte, ha desaparecido en esta entrega. Sí, porque
el humor es algo muy serio y el chiste no pertenece casi nunca a esa categoría.
No al menos en su vertiente literaria, que es la que nos interesa.
Otro tanto se puede decir de la mera ocurrencia, que acecha en cualquier
intento de este tipo. La línea aquí es muy delgada, más aún que en el caso
anterior, y Moro ha logrado evitarla, lo que ha de ponderarse también. Creo, en
suma, lo que no es poco, que ha salvado ambos escollos.
¿Además? Frases limpias, afiladas como cuchillos, que cortan la realidad y sus
múltiples facetas. La vida en pleno. Con toda la riqueza de detalles que no le
pasan desapercibido a un hombre que vive a la intemperie con todos sus sentidos
en tensión. Un hombre, cabe añadir, íntegro, de ahí que el trasfondo moral de
sus adagios está colmado de humanismo, compasión y dignidad. Frases paradójicas
que dan cuenta de las contradicciones de cualquier existencia.
Aforismos que se deslizan delante de nuestros ojos, a través del
pensamiento, y que vienen de la perplejidad y del asombro, como la poesía. Más
en el caso de Moro, una persona que ha conseguido, a pesar de los pesares de la
edad, permanecer en la verdadera inocencia de la infancia.
Más sensato que volatinero (sin que por ello deje de permitirse algún que
otro juego de palabras), la melancolía es otro ingrediente fundamental de este
puñado de aforismos que uno lee y vuelve a leer con la sensación de que merecen
ser asimilados y comprendidos. Por triste que resulte a ratos.
Con estos dos libros, Elías Moro confirma su condición de escritor
concienzudo y capaz. Poco a poco, sin estridencias, ha ido levantando un sólido
edificio de sonido y sentido que sus lectores hemos hecho, gracias a él,
habitable. Un pequeño gran mundo.
NOTA: Esta reseña ha sido publicada en la revista Nayagua, de la Fundación José Hierro, en su número 23.