Elsa López, con una larga lista de libros a sus espaldas, que ejerció la docencia en institutos de enseñanza media, dirigió la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores, ganó premios como el Ciudad de Melilla y el Ciudad de Córdoba y fundó Ediciones La Palma, que aún dirige, nace en Fernando Poo (Guinea Ecuatorial) en 1943 y en 1947 se traslada con su familia a la Isla de La Palma que es donde está fechado este libro. Si lo menciono es porque poco tiene que ver el clima, digamos, de Viaje a la nada (Hiperión) con el de esas cálidas tierras del Sur. Es al Norte, precisamente, donde viaja la protagonista de estos versos, hasta Kirkenes y Tromso, "este París del Norte", en Noruega, la segunda ciudad más grande de Laponia. Antes de entrar en materia, en la sobrecubierta del libro leemos: “Escribo sobre lo que carezco o poseo en medidas distintas a mis deseos y por eso escribo del amor, de otros países, de otras culturas, de paisajes y seres imposibles. Creo en el lenguaje para comunicarme con el mundo. Siempre he creído en las palabras como una vía de conocimiento o de transformación. Cuando era joven escribía sobre la vida, opinaba sobre el ser o la esencia de las cosas. Ahora me detengo en otras cosas. Escribo sobre animales que me producen asombro y sobre piedras que recojo en las playas o en los desiertos por donde paso. Y también escribo sobre la muerte o la pérdida. Sin dolor.” Si copio estas palabras es porque me parecen atinadas y pertinentes y arrojan luz a la lectura de esta obra planteada como diario. Como diario de viaje, claro. De hecho, la mayor parte de los poemas llevan debajo el lugar, la fecha y la hora en que fueron compuestos. Intercalados entre ellos, López incluye anotaciones en prosa, editadas en cursiva, que dejan aún más patente su impronta diarística. El libro, en fin, está ilustrado por Irma Álvarez-Laviada, lo que le aporta un aire distinto.
Los poemas, breves, secos y certeros, despojados de cualquier tipo de alarde lingüístico y efectivos en todos los sentidos, acorde a la intención y a las connotaciones frías y blancas del paisaje que recrean, dan cuenta de ese viaje "hacia las heladas islas del norte". Un viaje, no haría falta decirlo, doble: exterior e interior: a Noruega y a sí misma: "Sobre la blanca sábana / el cuerpo desnudo de una mujer. / El cuerpo triste de una mujer / sobre las blancas sábanas. // 16 de febrero 3.30 de la madrugada".
La nieve, los aeropuertos ("que son todos iguales"), el desierto blanco, el océano, la luz ("Tanta luz para nadie"), los barcos y, sobre todo, la muerte, el silencio, el vacío y la nada son los elementos sobre los que López levanta su reflexión o su canto, "siempre al acecho del frío". A uno, salvando todas las distancias, le ha recordado, y lo digo como elogio, otra lectura: Principio y fin de la nieve, de Yves Bonnefoy, que tan bien tradujo Jesús Munárriz para la colección que acoge este libro.
Sin pretensiones filosóficas, en el peor sentido, ni falso patetismo, la autora logra crear la adecuada atmósfera gris de la inquietud ("Y siempre en mí ese frío"), el preciso y desasosegante estado de ánimo de alguien que gira en torno a la nada; de alguien, un náufrago, que escribe: "¡Tan inocente el mar en su hermosura! / ¡Tan cruel la nada!" Una nada que encierra la alegría, "la negación del mundo", el cansancio, la tristeza, que es "aire muerto"... Una nada que espera y que lleva a más nada y al silencio. Ese silencio "que llevamos dentro".
Nunca la nada, "oscura y silenciosa", me había parecido tan cierta, tan serena, tan humana. Qué gran viaje.
Los poemas, breves, secos y certeros, despojados de cualquier tipo de alarde lingüístico y efectivos en todos los sentidos, acorde a la intención y a las connotaciones frías y blancas del paisaje que recrean, dan cuenta de ese viaje "hacia las heladas islas del norte". Un viaje, no haría falta decirlo, doble: exterior e interior: a Noruega y a sí misma: "Sobre la blanca sábana / el cuerpo desnudo de una mujer. / El cuerpo triste de una mujer / sobre las blancas sábanas. // 16 de febrero 3.30 de la madrugada".
La nieve, los aeropuertos ("que son todos iguales"), el desierto blanco, el océano, la luz ("Tanta luz para nadie"), los barcos y, sobre todo, la muerte, el silencio, el vacío y la nada son los elementos sobre los que López levanta su reflexión o su canto, "siempre al acecho del frío". A uno, salvando todas las distancias, le ha recordado, y lo digo como elogio, otra lectura: Principio y fin de la nieve, de Yves Bonnefoy, que tan bien tradujo Jesús Munárriz para la colección que acoge este libro.
Sin pretensiones filosóficas, en el peor sentido, ni falso patetismo, la autora logra crear la adecuada atmósfera gris de la inquietud ("Y siempre en mí ese frío"), el preciso y desasosegante estado de ánimo de alguien que gira en torno a la nada; de alguien, un náufrago, que escribe: "¡Tan inocente el mar en su hermosura! / ¡Tan cruel la nada!" Una nada que encierra la alegría, "la negación del mundo", el cansancio, la tristeza, que es "aire muerto"... Una nada que espera y que lleva a más nada y al silencio. Ese silencio "que llevamos dentro".
Nunca la nada, "oscura y silenciosa", me había parecido tan cierta, tan serena, tan humana. Qué gran viaje.