25.2.19

Contra las inclemencias del siroco

Gonzalo Hidalgo Bayal publica por primera vez en la revista Clarín. En su número 139, que inaugura su vigésimo cuarto año de vida. Y lo hace con este "ejercicio de lectura" de El cuarto del siroco. Palabras mayores. Gracias. 

I. Íncipit. Treinta y tres años después de la aparición de su primer libro (y treinta y tres son los años de una generación), Álvaro Valverde ha consolidado una trayectoria que, si nos atenemos solo a su manifestación poética, tras los títulos de sobra conocidos —Territorio (1985), Las aguas detenidas (1989), Una oculta razón (1991), A debida distancia (1993), Ensayando círculos (1995), Mecánica terrestre (2002), Desde fuera (2008), Plasencias (2013) y Más allá, Tánger (2014)—, en números redondos y al margen de varias separatas dispersas, hace de El cuarto del siroco su libro número diez, un libro, pues, sobresaliente. Pero, pese a que el tiempo y el otoño nos condenan a la memoria, si he recordado ahora la aparición de Territorio ha sido por un motivo estrictamente estructural. En las notas de lectura que tomé entonces he podido comprobar que me atuve a consideraciones meramente orgánicas: el libro tiene tantas secciones, la primera expone la teoría poética del autor, la segunda identifica el territorio (el paraíso, los jardines) con la poesía —el célebre verso fundacional: «Hagamos de este lugar un territorio»— y así sucesivamente. De ahí que, en el proceso de despojamiento que AV ha ido proponiéndose y alcanzando, de este último libro pueda decir él mismo en las notas finales: «Tal vez sea éste mi libro menos unitario. De hecho, la ordenación es, en general, cronológica». Quiere esto decir que de los dos elementos que integran el sintagma «libro de poemas» (lo que muchos poetas se empeñan en llamar «poemario») AV ha optado por dar preferencia al segundo elemento —«poemas»— y confiar el primero —«libros»— a los azares de la cronología: ha subordinado, pues, la voluntad estructural de la obra a la verdadera sustancia del sintagma, que, insisto, es «poemas». Confieso que (salvo en algunas ocasiones evidentes, a menudo por el predominio de cierta línea narrativa, algo que bien podría decirse de Más allá, Tánger) yo leo los poemas de un libro como tales poemas, como poemas singulares, no leo la unicidad de un libro de poemas, no atiendo a los designios de su composición. Y esto, en el caso de AV, es una forma de liberación, un predominio del poema singular y autónomo sobre el consenso editorial en lo que a la articulación del material poético se refiere, sobre la modalidad estructural del libro uniformado, desdeñando la pretensión de que cada poema reciba una suerte de plusvalía o de suplemento poético de los poemas que tiene alrededor. Es como si dijera: «Dejémonos de jerigonzas y sudokus, y vayamos a lo verdaderamente importante». Recuerdo a este propósito que hace muchos años, aunque tal vez no treinta y tres, ambos aplaudimos las palabras de un poeta cuyo primer mandamiento poético establecía que cada poema habría de contener una idea indemne y, puesto que estábamos de acuerdo en eso, estará de más decir que ese ha sido propósito y objetivo de AV desde siempre y que ahora tiene además reflejo en El cuarto del siroco: cada poema se representa a sí mismo y es un todo en sí mismo. No extrañará, por tanto, que el propio AV insista en esa idea y subraye su determinación: «Como Vinyoli, /me he propuesto escribir / poemas concretos», dice en un poema, y lo justifica del siguiente modo: «Yo también envejezco / y como él necesito / realidades, no humo».

II. Poética. De modo que frente a la estructura orgánica o unitaria del libro aquí encontramos, distribuidos más o menos cronológicamente, los temas habituales de su poesía (habituales, porque el poeta estará encadenado siempre a unos cuantos temas perdurables en torno a los cuales dará vueltas una y otra vez, enriqueciendo la mirada, redefiniendo su sentido, añadiendo las sabidurías de la edad), temas como la propia poesía, los lugares recurrentes, los personajes de la experiencia personal e intelectual, la consolación de los libros, la sucesión del tiempo, la reflexión sobre la muerte o la pluralidad semántica del agua. Pues, a propósito de los poemas que dan cuenta de su concepción de la poesía (como el que acabo de citar sobre los «poemas concretos» y la necesidad de «realidades, no humo»), cabe recordar la vieja imagen que AV ha empleado en más de una ocasión para expresar su idea de una poesía a un tiempo clara y profunda, honda y transparente, sencilla e insondable. «Imaginemos el agua fría y cristalina de una de esas gargantas que bajan de las sierras», escribía en 2004, «de ésas que nos permiten ver con nitidez su fondo de guijarros. Ahora bien, si intentamos coger uno, comprobamos con estupor que nuestro ojo ha sido incapaz de calibrar la profundidad real que en esas aguas separa el fondo de la superficie. Lo que parecía estar cerca no lo está tanto. Así, lo que nos mojamos al coger el canto rodado no es la mano, ni la muñeca, ni el antebrazo, ni el codo, sino el hombro y más incluso. Esta metáfora acuática es un ideal transferible a la poesía. Leemos un poema que nos parece transparente y, no obstante, sentimos el vértigo de lo que no sabemos explicar». Pues bien, también ahora, en El cuarto del siroco, resume esa misma idea y, al margen, sospecho, de la cronología, la antepone como pórtico al resto del libro en un poema titulado «A modo de poética»: «Como el agua, / que la mano atraviesa confiada / y nunca, sin embargo, toca fondo». En la búsqueda de esa sencillez, ajeno a las tentaciones de la poesía hermética y oscura, que es la que se presta a «elucubraciones», a «asedios (…) teóricos, abstrusos» (y subrayo que ya en Territorio se levantaba la voz contra «el torpe asedio, el fingido gesto, / la erudición sabida»), la imagen del agua tiene también aquí nueva dimensión, algo así como si a la poética del agua se añadiera una poética de la sed. Por eso, leemos, «La poesía / (…) hoy se me antoja / tan sencilla / como el gesto de alguien / que da un vaso de agua / a quien padece sed». Es decir, la pura naturaleza elemental del agua, entendiendo «elemental» en toda su extensión, la que va desde su más inmediata sencillez hasta las averiguaciones de los presocráticos.
  
III. Endecasílabos. Pero el objetivo de la sencillez y la voluntad de evitar el humo y atenerse a las realidades de los poemas concretos no son ninguna novedad. Ya en 2004, en el mismo texto que acabo de citar, escribía AV: «Sin dejar de adoptar el tono grave y contenido que caracteriza mi forma de proceder (nada barroco), entiendo que mi poesía se ha aligerado para bien». Lo que sí creo ahora es que ese aligeramiento y esa concreción han llevado a AV a cierto despojamiento, a un bien entendido minimalismo formal, a una eliminación de lo superfluo que tiene menos de juanramoniano (aunque hay algún homenaje al poeta de Moguer) que de machadiano, pues casi estoy por decir que los años le han vuelto machadiano, moralmente machadiano, si es que no lo era en rigor desde el principio. Digamos que al despojamiento estético del primero se antepone el sentido ético del segundo. Y ello hace que haya muchos poemas breves, incluso muy breves, y que, con pocas excepciones (hay incluso algunos poemas en prosa, en prosa rítmica, aclaro, porque AV es incapaz de escapar a la musicalidad de la sintaxis poética), tienda a versos cortos, más arte menor que mayor, tal vez por una suerte de depuración tipográfica, o de minimización textual, lo que también le lleva a practicar lo que no sé si llamar deconstrucción o estilización del verso endecasílabo. He aquí un ejemplo: el tercer poema de la serie «Cinco poemas de amor» dice «Nuestro amor, / bien lo sabes, / no es perfecto; / ni maldita / la falta que nos hace». Cinco versos con cadencia de anapesto (breve, breve, larga). Pero, en realidad, también, métricamente, dos perfectos endecasílabos: «Nuestro amor, bien lo sabes, no es perfecto; / ni maldita la falta que nos hace» (diré que no he elegido este tercer poema solo por azar, sino por el vigor oral del dístico, pero el procedimiento abunda, como puede comprobar quien esté acostumbrado a teclear métricas).

IV. Usuario. El título del libro viene explicado doblemente: en una nota previa en prosa y en un poema posterior. «En las casas patricias sicilianas», dice la nota, «había una habitación donde las familias nobles se guarecían mientras soplaba el temible siroco». «Un refugio», añade, «que uno interpreta también como metáfora de la poesía. Y de la vida, que es lo mismo». Y a mayor hondura, en el poema, que tiene el mismo título que el libro, leemos: «un lugar recogido, a modo de refugio, / en el que cobijarse / del triste pensamiento de la muerte». A mí siempre me ha resultado convincente la teoría de Rafael Sánchez Ferlosio sobre lo que llama «definición de la lírica a partir de su modo de empleo»: «La lírica llega a cumplirse de veras como tal únicamente cuando (…) el usuario (…) se subroga en el ‘yo’ de la letra como emisor y personaje, es decir, se hace él mismo tal primera persona que habla por sí y de sí, y cuando, correlativamente, en el ‘tú’ de la letra, si es que lo hay, ese yo de la voz que canta o lee pone un tú suyo privativo y personal. No hay, pues, en la lírica, propiamente un receptor, sino un usuario: el genuino y singular modo de empleo que la distingue y la define consiste en que cuando yo leo un poema no soy uno que escucha, sino uno que dice». Así pues, según Ferlosio, el lector de poesía lírica se caracterizaría por la subrogación, es decir, porque quien lee y siente la poesía que lee lo que hace es suplantar al yo poético con el propio yo personal, sentir como propias las palabras del poeta (algo, por otra parte, que tal vez ahora ocurra más abiertamente con las letras de la música pop). Pues bien, no sería ningún disparate decir que en El cuarto del siroco AV es al mismo tiempo poeta y usuario. O, dicho de otro modo, el que da de beber y el que tiene sed. Porque, si entendemos que el siroco es todo aquello que nos perturba seriamente, la poesía ha de ser, en efecto, el cuarto del siroco.

V. Dentro y fuera. Volviendo a la distribución de los poemas en libro según una estructura unitaria, he recordado que Desde fuera (de 2008) se abría con una sección titulada «Desde dentro» y se cerraba con otra titulada «Desde fuera», lo que no es mal procedimiento de organización, pues, al fin y al cabo, todos somos, por una parte, lo que somos y somos también, por otra, lo que nos rodea, la circunstancia, el entorno, nuestro irreductible alrededor. Por eso puede AV escribir aquí «Mi vida es interior. / Vivo hacia dentro, / hacia aquello que allí / se oculta oscuro», dar rienda a suelta a la reflexión interior, a las tribulaciones del sujeto, a la meditación, esto es, «hacia dentro» —«Hay demasiado de mí en mi escritura», dice una cita inicial de Anne Carson—, y seguir al mismo tiempo la dirección de la mirada exterior, la interpretación de las cosas menudas que rodean al poeta, cosas menudas y sencillas, tan elementales como el agua —un mirlo, una pintada, un azufaifo, unos escalones de piedra, la huella de la frente en el cristal de la ventana—, cosas que, percibidas como indicios, la reflexión del poeta convierte en signos, de las que extrae un significado más allá de su mera existencia o de su mera percepción. Lo que es, sin duda, una de las grandezas de la poesía: la ampliación de sentido y la creación de sentido.

VI. Personajes, voces, lugares. Por eso, en la combinación de lo interior y lo exterior, puede AV referirse a diversos personajes relevantes del mundo literario con los que siente alguna afinidad, como Leopardi («de solitario a solitario»), María Zambrano, Fermor, Jiménez Lozano, Szymborska, Stevens, Holan, porque los libros que leemos también pueden funcionar como cuartos del siroco. Por eso puede evocar con sentimiento a familiares y amigos desparecidos, amigos comunes en algunos casos, los que nos han hecho percibir atisbos crudos de la muerte y el persistente peso de la ausencia, como Ángel Campos Pámpano (que aparece en varios poemas), como Fernando Pérez, como Santiago Castelo (al que AV presta voz propia en el poema «La luz») o como su hermana, Lola Santiago. Por eso, en ejercicio al que AV ya nos tiene acostumbrados, puede prestar voz poética, además de a Castelo, a Aquiles o a la mujer que lee un libro de espaldas en un cuadro (interior), como leemos tal vez también nosotros. Y por eso, en fin, tienen cabida aquí los lugares del poeta, lugares propios y lugares ajenos, conocidos o ignotos, los lugares cotidianos o los lugares del viaje (del viaje real o del viaje omitido), lugares que se expanden en sucesión de círculos concéntricos: la penumbra interior de las casas, el sosiego de la biblioteca, el molino del verano y de las lecturas y los baños (baños, por cierto, que más que una refutación del πάντα ῥεῖ de Heráclito, porque al fin y al cabo «todo fluye», son una confirmación de que todo vuelve), los jardines de Plasencia, los patios sombríos, la calle Arenillas, un palacio en Sancho Polo, la pasarela de san Juan, el río, el Valle, Santa Bárbara, Cáceres, Azuaga, Évora, Lisboa, Pompeya, Belgrado, en resumen, lugares inmediatos que remiten a lugares remotos y lugares lejanos que remiten a lugares cercanos, porque «en efecto, el tiempo se nos va / pero el espacio permanece», porque aquí está el lugar del poeta —«Permaneces aquí / por propia voluntad», dice el poema titulado «Aquí»: «es éste tu lugar. / Tú eres de él»— y porque, en definitiva, no sería distinta la vida en otra parte.

VII. Final. Podría terminar este ejercicio de lectura con una de las citas que el editor ha tenido a bien incluir en la solapa de los elogios y los testimonios críticos, según la cual «la poesía de Álvaro Valverde no es cosmopolita, ni metropolitana, sino microcósmica y recogida, la expresión de un yo frente a los paisajes y los hechos, al margen incluso de que unos y otros sean cercanos o remotos y de mayor o menor andanza», afirmación con la que no me queda más remedio que estar completamente de acuerdo, pero al final he preferido repetir las últimas palabras del artículo que sobre la necesidad de la poesía escribió Fernando Aramburu en su sección dominical «Entre coche y andén», porque imagino perfectamente al autor de Patria como magnífico usuario de El cuarto del siroco protegiéndose en el Jardín Botánico de los desapacibles vientos de la historia que metafóricamente advierte en las estridentes y tortuosas obras públicas de la calle Atocha. Dice así Aramburu: «“Mi jardín es de todos”, escribe Álvaro Valverde en su libro. Yo visité ese jardín y salí de él serenamente emocionado». El cuarto del siroco es el jardín.

Plasencia, noviembre de 2018