20.11.19

Vivir en las palabras


Que el Premio Internacional de Poesía de la Fundación Loewe (conocido como el Loewe, a secas) se ha convertido en uno de los más acreditados, si no en el que más, del panorama lírico hispanoamericano es ya un lugar común. Desde hace tiempo, además. Me atrevería a decir que desde el principio, o casi, allá por 1988. La nómina de galardonados habla por sí misma. Y lo que es más importante: el catálogo de libros que conforman ese extenso y plural palmarés, editado desde sus comienzos, uno de sus indudables aciertos, por la madrileña editorial Visor. Otro está fundado en la calidad del jurado que dictamina el fallo, constituido por relevantes poetas (sobre todo) de un lado y otro del Atlántico; un tribunal que durante unos años presidió el Nobel mexicano Octavio Paz.
El verdadero lujo que patrocina esa empresa lujosa es, precisamente, la excelencia poética, más en una época dominada, siquiera en parte (la de las internáuticas redes sociales), por una aparente nueva forma de poesía que, porque de inédita y de poesía en realidad tiene poco, Luis Alberto de Cuenca ha denominado parapoesía. Nada más alejado de ese fenómeno de masas que la que representa, genuina (por parafrasear Poetry, de Marianne Moore), el libro que logró la trigésimo primera edición del premio gracias a la arriesgada, valiente decisión de un jurado presidido por el profesor y académico Víctor García de la Concha (que durante años ejerció la crítica a pie de calle en el diario ABC). Un osado acuerdo, sí, que llegó en un momento crucial en la trayectoria del Loewe, más después de que en el vídeo promocional de su 30 aniversario se diera cabida, para pasmo de algunos, a parapoetas, esto es, a portavoces de lo que el estudioso Martín Rodríguez-Gaona ha denominado poesía pop tardoadolescente y, en consecuencia, a algo que está en las antípodas del rigor y la eminencia de He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes, el extenso título de aires bíblicos del laureado libro que ahora que reseñamos.
Para no pocos, apuntaremos antes, ese resultado fue una sorpresa. No para quienes conocían el sólido, coherente itinerario de Sánchez, al que ahora muchos celebran en este país tan dado a las frívolas, fugaces exaltaciones. Los lectores lo acogieron, ya digo, como lo que es: un motivo de esperanza, de fe en la poesía, en tiempos de vacío, incultura y miseria.
Su autor, Basilio Sánchez (Cáceres, 1958), no fue un poeta temprano. Su primer libro, A este lado del alba, obtuvo en 1983 un accésit del premio Adonais (el más reconocido hasta que apareció el Loewe). A esa ópera prima le siguieron: Los bosques interioresLa mirada apacibleAl final de la tardeEl cielo de las cosasPara guardar el sueñoEntre una sombra y otra y Las estaciones lentas. En 2010 publicó su poesía reunida: Los bosques de la mirada (Calambur)Después llegaron Cristalizaciones y Esperando las noticias del agua.
La mayor parte de estas obras merecieron algún premio. Además de un accésit en el Gil de Biedma, BS obtuvo el Unicaja, el Tiflos, el Extremadura a la Creación y el Ciudad de Córdoba.
Conviene mencionar dos libros en prosa de su bibliografía: El cuenco de la mano y La creación del sentido. Dos entregas, cabe matizar, que podrían pasar, en sentido estricto, por poéticas. Por el asunto del que se ocupan y la escritura que las identifica.
En una entrevista concedida a Nuria Azancot para El Cultural, Sánchez comentaba: “Utilizando una imagen del poeta peruano Eduardo Chirinos, percibo mis libros como planetas solitarios que giran alrededor de su propio eje, pero sometidos todos a unas mismas leyes de movimiento, a un orden cosmológico superior que no es otro que la idea que yo tengo de la poesía. Concibo la creación poética como una especie de diario del espíritu, como una forma de anotar y de poner en relación la vida de uno mismo con el mundo que nos rodea tal y como el poeta consigue percibirlo a lo largo de las diferentes etapas por las que va pasando. He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes es una expresión más, sin duda incompleta, pero reveladora, de mi forma de decir y de vivir en el tiempo. En lo formal, es un paso más hacia la naturalidad y la transparencia”.
Aunque extensa, transcribo la cita por su elocuencia. Sánchez, ya se ve, aborda con lucidez la lectura de sí mismo. Se constatará luego. De ahí que cuando le pregunta la periodista por la tradición poética en la que se inscribe, responda: “Podría ser en la poesía del fervor, como la llamaría el poeta polaco Adam Zagajewski, o en la poesía del entusiasmo, como querría Hölderlin”.
Pronto cae en la cuenta el lector de que He heredado un nogal… tiene mucho que ver con su entrega anterior: Esperando las noticias del agua. Un año separa ambas ediciones. A mi modo de leer conforman incluso una suerte de bilogía, más allá de su indiscutible independencia.
De aquél dijo BS: «es un poema único compuesto por cuarenta y ocho fragmentos que, de una forma alegórica y utilizando como hilo narrativo el amor entre dos jóvenes, reflexiona sobre la entereza y la perseverancia como únicas maneras de sobrevivir al extravío ético de nuestras sociedades actuales”.
Uno, al reseñarlo, destacó, por ejemplo, su sutileza, transmitida “a través de un lenguaje altamente imaginativo, que a rachas parece el fruto de la más elevada inspiración (aquella que linda con la mística), alegórico en todo caso, construido con palabras comunes que remiten a conceptos metafóricos y simbólicos complejos”, o el uso de versos que podrían pasar por aforismos.
Anoté, en fin, algo acerca del marco, porque “lo temporal y lo espacial (aunque aquí caben más los términos intemporal e inespacial)” se diluyen para conseguir aún más protagonismo del misterio, una palabra clave para entender esta poética del secreto y el enigma. “Del origen”, según Piedad Bonnett, miembro del jurado y autora del penetrante texto de la contracubierta. Como el autor ha escrito, “sin apenas anclajes geográficos o temporales, el poema construye el escenario mítico”, si bien, nunca pierde de vista el presente.
Todo lo dicho sirve para explicar esta nueva obra dividida en tres partes y una coda; compuesta por sucesivos fragmentos (a su imán, que diría Lezama), sin título, que fundan su unidad de sonido y sentido en un lenguaje claro y austero (“Amo la austeridad de los que escriben / como el que excava un pozo”), y en un ritmo muy particular también y muy logrado que se aprecia, sobre todo, al leer los poemas en voz alta.
Al decir de BS, un hombre esforzado y contemplativo, tiene un “carácter de libro de meditaciones” (también lo ha denominado “cuaderno de campo de un naturalista”) construido con lentitud (“Amo lo que se hace lentamente”) en la soledad (“Siempre supe estar solo”) y el silencio (“El silencio es la elegancia absoluta”). En efecto, a esa tradición, la meditativa (escrutada en su día por Valente) se adscribe esta poesía del pensamiento (que siente). Lo que no obsta, como señala Colinas, para que tienda “a lo surreal, al irracionalismo”. Por eso es normal que a veces el lector pierda pie (“Ninguno de nosotros / está aún preparado para lo incomprensible”) y, sin entender, vislumbre, absorto en la enigmática belleza de unos versos que a rachas devienen versículos, algo del todo adecuado si tenemos en cuenta la honda espiritualidad que emana del conjunto.
A través de las cosas (“Acercarnos con afecto a las cosas / nos permite intimar con lo sagrado / que permanece en ellas”). En medio de la naturaleza (tan presente aquí): “Dichoso el que, sentado / bajo los grandes árboles / que iluminan de verde las mañanas del mundo, / no renuncia al regalo de lo inmenso”.
Sí, el tono es hímnico. Hay “una celebración tenaz de lo que existe”. Porque aún se oye el último eco  de “la canción del paraíso”. Porque, evocando a Claudio Rodríguez, “El mundo se nos revela siempre en un estado / de perfecta ebriedad”.
A pesar del dolor (léase el precioso poema de la página 68, que comienza “No hay azafrán ni clavo”) y la muerte (BS es médico intensivista) y de que nadie sepa “cómo estar en el mundo”: “Es verdad / que en la idea del jardín subyace oculta / la idea del sufrimiento, / la de que prevalece / sobre el orden de la naturaleza / el orden de los hombres”. No en vano esta poesía se distingue por su alta carga de humanismo.
“Yo mendigo la luz”, escribe. Y: “He aprendido a convivir con las ruinas”.
No puedo concluir esta nota sin aludir a una línea central del libro, la que a uno más le ha interesado. Me refiero a los numerosos poemas que indagan acerca de la propia escritura. Metapoéticamente. También sobre la frágil figura del poeta. Son, además, una perfecta guía de lectura. Así, leemos: “Los poemas que nos hacen mejores / son los que nos devuelven / a ese estado anterior / en el que era posible, / en nuestras relaciones con el mundo, / conducirnos con naturalidad, sin artificio”.
“La poesía no explica ni argumenta. / La poesía sólo llama a las cosas”. Es “el oficio del espíritu”.
“Vivir en las palabras, / asumir el fervor como una forma secreta de penuria / lo decide uno mismo”.
“Escribir un poema es andar sobre las aguas, / confiarnos a lo bueno del mundo”.
“Uno escribe un poema para sentirse vivo”. Y añade: “para que otro descubra que está vivo”.
Y, desde la compasión: “La poesía / no es una ambigüedad del corazón, / es una forma / de sentirte tú mismo siendo otro, / de asumir la existencia de los otros / como si fuese tuya”.
No es preciso comentar nada.
En un momento dado, Basilio Sánchez escribe: “Hay libros que son fértiles”. Este es el caso. Armonía sería un término muy adecuado para definir de una vez la obra de alguien que confiesa: “Las palabras son mi forma de ser”. Además de avalar a un premio prestigioso y a un jurado digno, resalta la importancia de la verdadera poesía, en rigor la única posible, ajena a las modas, las ocurrencias y la prisa. Porque sólo desde la tradición se puede alumbrar lo nuevo.


Basilio Sánchez
Visor, Madrid, 2019.
83 páginas. 12,00 €

Nota: Esta reseña se ha publicado en el número 832 (octubre de 2019) de la revista Cuadernos Hispanoamericanos.