24.3.20

Lecturas encerradas

Sí, la lectura vuelve a ser en estos días de confinamiento una solución, una salida. Compadezco a los que no son lectores, aunque la palabra me parece un tanto gruesa. Cada cual... En lo que a uno respecta, en la primera semana han caído algunas atrasadas y otras recientes. Por ejemplo, y en prosa, El fin del mundo (Renacimiento), ópera prima del salmantino (del 80) residente en Barcelona Javier Prieto de Paula (sí, curioso, es hijo del profesor y crítico) que, por cierto, no alude a la situación actual, aunque pudiera. Reúne nueve relatos que se leen estupendamente (porque están muy bien escritos) y donde los temas son variados. Prima la memoria. Son al cabo "fines de mundo". No falta el humor, lo que siempre se agradece, y tampoco los asuntos legales y jurídicos, pues no en vano el autor ejerce como abogado. En "Los valles de Amarú", me ha hecho ilusión encontrarme con Gabriel y Galán y "El embargo", que no deja de ser un poema con legalismos de por medio. En ese mismo cuento pone en boca de un personaje: "El cuerpo de una mujer: eso es la poesía". De acuerdo. 
En prosa también, Luis Sáez (Cáceres, 1966) publica en De la Luna Libros Descubrimiento del continente negro, un interesantísimo híbrido entre la narrativa y el ensayo donde nos presenta distintos personajes y situaciones históricas relacionados con el siglo XX. Rusia, el comunismo y la arquitectura; Georges Remi, Portugal y Vilas Boas; Piazzolla, las ciudades y la música popular; Kampuchea y las octavillas de Teresa Osma; los archivos de British Pathé, Bruselas y Ceaucescu... Un libro raro, sin duda, para lectores no conformistas. Para leer, añado, y para investigar. La literatura siempre está necesitada de experimentos como éste. 
Pasemos a la poesía. Miguel Veyrat (Valencia, 1938) es un viejo conocido, y no lo digo por la edad. Que sigue lúcido lo demuestra de sobra su nueva entrega, una más en la intensa y exigente carrera poética que ha desarrollado estos últimos años. Furor & Fulgor (La Isla de Siltolá) consta de diez partes. Cada una se compone de siete poemas, salvo la penúltima, que tiene nueve, y la última, de uno solo. Sigue escribiendo Veyrat con la hondura que le caracteriza. A rachas, oscuro. Otras veces, al contrario. No faltan, para aliviar ese itinerario no siempre sencillo (ni falta que hace, matizo), unas "Notas & alcabala de deudas".  Dos de las secciones me han parecido excepcionales (asequibles para cualquier lector, más o menos iniciado): "Vapor de pasos" y "Conciencia al vuelo". 
En contraste, por la edad (ahora sí), una grata sorpresa: Todo cuanto es verdad (Adonais), de Diego Medina Poveda (Málaga, 1985, residente en Rennes), accésit del famoso premio poético el pasado año. No es su primer libro publicado, pero sí un libro logrado, con poemas bien construidos y un tono tan cercano (e irónico) como, en lo rítmico y lingüístico, riguroso. Destacaría poemas como ""Ropa limpia", "El viaje", "Perspectiva del Sena", "El aroma del tiempo" o "Diario de a bordo". En "Vigorexia" he escuchado lejanos ecos de González Iglesias, buena señal. Estaremos pendientes. 
Porque en la contracubierta hay unas palabras mías, me ha dado pudor publicar reseña alguna sobre Suena la nieve (la Isla de Siltolá), de César Iglesias, un libro profundo como pocos. De verdad. Por eso no me resisto a publicar siquiera la primera versión de esa nota, más extensa que la definitiva. Decía así: «Hasta mediada la cincuentena no dio César Iglesias su primer libro a la imprenta: Lengua del duelo. Llevaba ilustraciones de Federico Granell. De él dije: "se nota que estamos ante una poesía digna de tal nombre, ante la lengua doliente y poderosa de alguien que sabe lo que se trae entre manos. Materia delicada, sin duda. Desde el principio también, a través de la mención de lugares concretos, se da cuenta de la historia de una estirpe. Del norte". Y: "uno diría que la de Iglesias es una ética de la tristeza, emparentada con las poéticas de Leopardi, Celan o Gamoneda". Concluía: "Qué pequeño gran libro. Los muertos, sus muertos, pueden descansar ahora tranquilos: se ha escrito en palabras perdurables (de una épica íntima, sin patetismo), negro sobre blanco (como las aguas de los ríos de esas abandonadas comarcas mineras del norte de España), la verdadera historia de una estirpe". 
Si recuerdo ahora esas palabras es porque se pueden aplicar también a Suena la nieve, un libro fiel a la poética de Iglesias que no deja de mostrar al lector una suerte de cartografía de la desolación y del dolor que se apoya, sobre todo, en la memoria. Un "vivir en ruinas", entre sombras, en el "corredor hacia la muerte", que destila, inevitablemente, melancolía. Y todo a través de un lenguaje áspero, simbólico, tan contenido e intenso como doliente y preciso. El territorio sigue siendo conocido. Un mundo rural a punto de desaparecer (Lluveces), donde aún cantan los pájaros, y un paisaje postindustrial y minero (altos hornos, carbón), pura negrura (acaso un Nolugar), amparan este discurso de tono trágico y apocalíptico basado, sin embargo, en el consuelo. Iglesias vuelve a dar voz a los desposeídos, a los conmovidos, a los derrotados, a los tristes. Y lo hace de la mano de sus recuerdos, sí, pero también de las lecturas de los "pensadores de la compasión": Patocka, Lévinas, Kertèsz... Esta es "la vida ardua". La del hacedor de mapas que sólo tiene un mandato: "trazar nuestros abismos". Porque "Este es el tema del drama: ignorar que la derrota es nuestra condición"».
Termino por hoy con Primeras voluntades, de José María Micó (Barcelona, 1961), ejemplar traductor de la Comedia dantesca (sólo por eso pasará a la historia de nuestra poesía) y poeta él mismo (además de profesor, estudioso, guitarrista...). Lo publica con esmero Acantilado. Reúne toda su poesía, pero ordenada de una manera particular y no, como suele hacerse, libro a libro y en orden cronológico. Lo que leemos es "el resultado de la voluntad del autor de reconfigurar de raíz su obra en verso reordenándola con su actual criterio —y capricho— e inscribiéndola así en una nueva constelación de sentido", reza la nota editorial. Y reescribiéndola en parte, cabe añadir. Si cada relectura es, en rigor, una nueva y primera lectura, no sé cuánto importa ese nuevo orden. Más en el caso de Micó que confiesa que escribe poemas y no libros. Y como de eso se trata, de ir verso a verso, pues todo arreglado. Si a esto sumamos la variedad de registros y tonos... En los muchos Micó que hay, siempre encontrará cada lector el Micó que a él más le interesa. El mío es, pongo por caso, el de "Camino de ronda". O el de "Pecios". Habemus poeta.