30.5.20

El estilo tardío según Kjell Espmark

Decía aquí atrás que era impagable la tarea realizada por Francisco J. Uriz (Zaragoza, 1932), su pasión por divulgar entre nosotros la poesía del norte de Europa.
Poeta, dramaturgo y, sobre todo, traductor, su trabajo ha sido siquiera en parte reconocido con la concesión, en dos ocasiones, del Premio Nacional de Traducción: en 1996 por Poesía nórdica (Ediciones de la Torre, 1995) y en 2012 por el conjunto de su obra. 
También la Academia Sueca otorgó a Uriz en 1975 el Premio de Traducción y en 2008 el Premio por la Difusión de la Literatura Sueca en el Extranjero. Por su parte, el Gobierno de España le concedió en 2008 la Encomienda de la Orden del Mérito Civil. 
Cabe recordar, en fin, que fue el fundador de la Casa del Traductor de Tarazona.
Su última entrega, Hiperbóreas. Antología de poetisas nórdicas (Erial, Zaragoza, 2020). En el prólogo leemos: “Una antología de poesía escrita por mujeres. ¡Qué absurdo! Es algo así como una antología de poetas rubios o de ojos azules o de militantes del LGTB. ¡Ojalá esta fuese la última vez! Pero me temo que habrá que seguir haciéndolo para conseguir la visibilidad que les corresponde y expresen su visión de la vida y el mundo”.
Libros del Innombrable, editorial zaragozana como él, con un tesón comparable al de Uriz, viene publicando últimamente algunas de sus versiones. Por ejemplo, tres obras de Kjell Espmark: El espacio interior (2015), La libertad del ocaso (2019) y ¡Préstame tu voz! (2020).
Espmark nació en Strömsund en 1930, al norte de Suecia. Es poeta, novelista (suya es la serie de siete novelas Tiempo de olvido), ensayista e investigador literario. Fue catedrático de Literatura Comparada en la Universidad de Estocolmo. Desde 1956 ha publicado dieciséis libros de poemas. Miembro de la citada Academia Sueca, fue presidente del Comité Nobel de 1988 a 2005 y autor del libro El Premio Nobel de Literatura. Cien años con la misión, que está en el catálogo de Nórdica (traducido por Marina Torres). En castellano también, hay una amplia muestra de su poesía en Voces sin tumba (Fundación Jorge Guillén, 2005) y la novela Béla Bartók contra el tercer Reich, en traducciones del mismo Uriz. 
Como el propio Espmark explica, ¡Préstame tu voz! es el ”título de una trilogía compuesta por los poemarios: Vía LácteaEl espacio interior y Una nube de testigos”. En la primera (que Uriz, por cierto, publicó como libro exento en la colección Los tres sorores hace once años) y la tercera, precisa que “hablan cien figuras a través de mi voz” y en la parte central, “comparece la propia voz prestada, en parte en fragmentos autobiográficos, en parte, intercalada, en las voces exteriores que han formado este yo”. Es una obra ambiciosa y lograda con momentos de gran intensidad. 
“Podríamos decir que un catálogo de esas características comenzó a ser elaborado hace más de dos mil años por los anónimos poetas griegos que prestaron su voz a muchos muertos en la llamada antología griega o palatina” –comenta– y añade: “Yo mismo llevo muchos años camino de este poemario”. Allí leemos: “la poesía es el alimento del idioma, / da palabras a lo indecible”.
Con todo y, ya digo, a pesar de la calidad del libro, prefiero centrarme en el anterior, La libertad del ocaso, que, sin duda, me ha conmovido profundamente. 
En una nota inicial, según costumbre, Espmark escribe entre otras cosas: “La libertad del ocaso se inserta en la viva discusión que parte del análisis que hizo Theodor Adorno del tardío lenguaje tonal de Beethoven, su «Spätstil». La idea la ha divulgado Edward Said en su ensayo On late style y después de él John Updike entre otros. Milan Kundera ha acuñado la expresión «vesperal freedom» para nombrar el específico sentimiento vital de que se trata.
La imagen que transmiten del idioma del artista envejecido difiere considerablemente de la idea admitida en general de un estilo sereno, otoñalmente luminoso. Subraya en cambio cómo el viejo maestro, que domina totalmente su medio, rompe en un arrebato de cólera con su obra anterior y con ello también con su público habitual.
El estilo tardío es un exilio que desde un punto de vista implica una depuración de todo bagaje superfluo, desde otro un rechazo de las exigencias del idioma comúnmente aceptado de reconciliación de contrarios y contradicciones, así como de todas las exigencias de contexto y coherencia”.
Confiesa, para terminar, que a sus 89 años, “«lo único necesario» (...) ha sido desde hace mucho tiempo una meta para mí”. Se trataría de “precisar nuestras condiciones tardías como personas creativas”.
En efecto, ese “estilo tardío” ha dado obras excepcionales, a veces las mejores de algunos autores y eso que se suele aseverar que la poesía era flor de juventud, uno de los muchos tópicos que la aquejan. Para demostrar lo contrario, este puñado de excepcionales poemas reunidos en un volumen cuya cubierta ilustra una sugerente acuarela, “Sjundby gård”, de la finlandesa Helene Schjerfbeck. Veinte poemas asombrosos. 
El primero del libro, “Estilo tardío”, sitúa a la perfección la clave del conjunto. Allí leemos: “Pero la sencillez es un modo engañoso. / Hay que alcanzarla dando un rodeo / que cruza por medio de los arbustos de endrino”. Y: “Lo único necesario / es razonablemente inexplicable”. 
Distintos personajes –músicos, pintores, narradores, poetas, arquitectos, etc.– se enfrentan a la realidad y al arte en sus postrimerías. No todos son, en rigor, monólogos dramáticos, pues no siempre están escritos en primera persona, pero a través de ellos Espmark reflexiona, desde el conocimiento profundo de su vida y su obra, sobre sus respectivas poéticas en el decisivo momento del final, el de la verdad, ese que ya no admite ni componendas ni trampas. Se trata, en todo caso, de “prestar la voz” para que otros se expresen por medio de ti. Por ejemplo, en “Ahora Beethoven se ha vuelto loco”: “Llaman incomprensible a su estilo tardío”. “La sordera son sólo los primeros pasos / de entrada en un silencio más severo― / el que él ha tomado a su servicio. // Sí, él arroja al público al silencio”. Y más adelante: “En las notas no se deja entrar nada prescindible”. De eso se trata, de llegar a ese “cuarteto en do sostenido menor” al que el compositor alemán se estuvo dirigiendo a lo largo de su vida. 
“Antecedentes al decreto del emperador” es un delicioso cuento chino que protagoniza Wu Tao-tsu, que en su afán de perfección y despojamiento (labores que van al unísono) se vio obligado a completar su cuadro “desde dentro”, lo que obligó al emperador a prohibir a los artistas “empadronarse en su propia obra”. 
En otro poema Linneo, otro sueco, al que se le escapa el tiempo (“hay prisa”), confiesa que “Escribir una flora más severa / fue la misión de mi vejez”. 
Terrible es la historia de Xu Wei, que “Pintó el bambú con tal expresividad / que el viento lo mecía en el papel” y mató a su mujer con un hacha: “El resto / es su estilo tardío. Lo que da miedo es / que él blandió el hacha con el mismo arte /  que en sus pinturas más notables”.
En “Mallarmé llama a la destrucción su Beatrice”, un verso que es una poética: “Se trata de eliminar”. “Y luego de borrarse uno mismo”. Dos principios básicos del estilo tardío. “De lo que aquí se trata es de la última hora / deletreada en fragmentos y soledad”, leemos en “El hombre que camina”. 
Preciosos me han resultado poemas como “Yo no quiero vuestro maldito futuro” (al que pone voz Edith Södergran, pionera de la poesía en sueco en Finlandia), que empieza: “Tarde encontré el país que no existe / donde el idioma que se habla  es transparente / y carece de palabras usadas”. Y termina: “Soy una poeta que no existe”. O el impresionante “Tarde o temprano en Alejandría”, en el que habla Cavafis: “Mi misión era el idioma tardío / donde decepción y placer / caben en la misma sílaba”. Pone en boca del poeta alejandrino versos como: “El mundo sólo existe con posterioridad”, “Yo condeno el concepto tiempo”. O el maravilloso, eso me parece, “El cielo presiona sobre Övralid”, en el que encontramos a un decrépito Carl Gustaf Verner von Heidenstam, Nobel de Literatura de 1916, en su casa del lago Vättern, donde murió: “La existencia se encoge a mi alrededor”. “¿Quién es en mí el que recuerda?”.
Bártok (una de sus obsesiones, ya vimos que le dedicó una novela aparece en otro poema. Está en su penoso exilio estadounidense. “La leucemia se llevó la vitalidad misma”. “En la partitura cansancio, nada más”. “Pero el camino tiene que pasar por lo difícil”, señala. “El estilo tardío recuerda todo lo duro”.
Sí, “Tengo que captar lo único necesario. / De prisa”, se dice la pintora Helene Schjerfbeck ante su “último autorretrato / en captut mortuum”. 
En otro, Anna Ajmatova sigue esperando (“En los terribles años de Yezhov hice fila durante diecisiete meses delante de las cárceles de Leningrado”, relató la poeta rusa): “¿Puede describir esto? / Sí puedo”. Y compuso Réquiem, uno de los grandes poemas del siglo XX.
“Viajar en un texto cada vez más denso” es otro poema capital donde la protagonista es la alemana Nelly Sachs ya en Estocolmo, donde fallece. “La creación es un exilio constante”, dice. Y: “Al mismo tiempo el idioma tiene que condensarse / hasta que el susurrante carbón que viaja por el aire / quede comprimido hasta convertirse en diamante”. 
El siguiente es para el galeote Ezra Pound que busca “en vano las palabras para el arrepentimiento”.
El que dedica a Beckett (“En realidad él enseñó a hablar al silencio”) es otra joya. “¿Qué significa por cierto la palabra «esperar» / cuando el tiempo está a punto de acabarse”. Concluye: “Y él recupera su silencio. / Su retórica es devastadora”. 
“El idioma tardío se llama: tacha”, leemos en “También estas palabras pueden tacharse”, donde el autor vuelve sobre esta acerada poética del idioma tardío. 
La figura de “La libertad del ocaso”, poema que cierra el libro y le da título, es Gunnar Ekelöf (al que, por cierto, Uriz tradujo para la colección Voces sin tiempo de la Fundación Ortega Muñoz). “El hogar definitivo es el desarraigo”. “El escritor tardío es un isla / sin siquiera una barca subida a tierra”. Sus últimas estrofas son: “La vida social se ha convertido en algo secundario―/ un escritor no tiene biografía. / ¿De qué le sirve a un nonagenario / por ejemplo un nombre como Kundera. // Una última constatación es la indiferencia / ante el juicio de otros, una euforia que ha comprendido / que la vida venidera puede preceder a la muerte”.

Nota: Esta reseña se ha publicado en El Cuaderno