14.10.23

En la muerte de Louise Glück


Hace apenas dos días, al escribir sobre el poeta Adam Zagajewski para El Cultural, recordé de inmediato a la norteamericana Louise Glück (Nueva York, 1943). A diferencia del polaco, ella sí consiguió el Nobel. El año de la maldita pandemia: el 2020. La primera poeta que lo ganaba después de Wisława Szymborska. Como ésta, por merecimientos propios, por haber escrito, quiero decir, una obra poética sólida que, como bien sabemos, es algo que nada tiene que ver ni con el género ni con las cuotas. Tampoco con la nacionalidad ni con el idioma en que esté escrita, por más que el inglés sea la lengua franca de nuestro tiempo y Estados Unidos un país importante.
Por suerte y gracias a traductores tan solventes como Abraham Gragera, Ruth Miguel Franco, Eduardo Chirinos, Mariano Peyrou, Mirta Rosenberg, Adalber Salas y, sobre todo, Andrés Catalán, su poesía está al alcance de cualquier lector español interesado. Sus libros fueron publicados primero por la editorial Pre-Textos (fue precisamente Manuel Borrás quien me la descubrió hace casi veinte años) y ahora por Visor.
Aunque nunca recomiendo leer nada a nadie (salvo a algún íntimo amigo), no estaría de más que los jóvenes, quienes empiezan a escribir poesía, se dieran una vuelta por la obra de Glück y la leyeran con el fervor que merece. Cuántas lecciones pueden sacarse de esa manera de decir tan majestuosa como trascendente, tan apegada a la vida; la suya, sí, pero al fin y al cabo la de cualquiera. Esa es la grandeza de la poesía verdadera, por autobiográfica que parezca. Universal sin remedio.
En el artículo que escribí para celebrar el Nobel, recordé que había calificado sus poemas de «sutiles, elegantes, inteligentes, ligeros (por lo que parecen frágiles), magníficamente construidos, clásicos (y no sólo por la frecuente aparición del mito) y modernos a la vez, privados pero habitables que, tal vez por eso, dejan en silencio a este lector, perplejo ante tan sabia como sencilla verdad; ante la asombrosa presencia de un mundo donde el matizado brillo de la luz importa tanto como la equilibrada oscuridad de la sombra».
También me he referido a que en sus versos aparece el amor y el desamor, la soledad y la muerte, el matrimonio y la pareja. Y la familia, que siempre ha estado en el centro de sus intereses. Como la infancia: “Miramos el mundo una sola vez, en la niñez. / Lo demás es memoria”.
Me he fijado, como cualquiera de sus lectores, en la sutil ironía que caracteriza su poesía, auténtica marca de la casa, sesgo inevitable de la mejor poesía contemporánea, algo que no está reñido, en su caso, con un sereno desgarro interior. Lucidez no le faltaba.
Todo –maticé– desde la elegancia y la inteligencia. Con una sobriedad que conecta con la maestría de su paisana Emily Dickinson.
Hacía alusión hace un momento a la ironía y a su conexión con la lírica reciente lo que me lleva a evocar el tono conversacional que Glück utiliza; una voz que, si bien particular en extremo (de ahí su valor), no deja de sumarse a otras voces de la rica, valiosa tradición estadounidense. Una naturalidad en el uso del lenguaje que salta el Atlántico para unirse a otra excelsa tradición de la misma lengua: la de la poesía británica. Naturalidad que tanto tiene que ver con ese «esfuerzo por la claridad» y la «belleza austera» que la Academia Sueca subrayó al concederle el Nobel.
«Intento decir la verdad. […] Escribo para mantener el asombro», dejó dicho, y que «un poema vivo te lleva a un lugar que antes no conocías».

NOTA: Este artículo se ha publicado en EL CULTURAL.