Hace poco, hablaba José Luis Melero (Zaragoza, 1956) de esos gustosos "libros secretos y delicados, esos que nunca circularán por las autopistas de la literatura sino por carreteras comarcales o secundarias". Y matizaba: "Pero es en éstas donde más se disfruta de los viajes, donde más y mejor se ven los paisajes". Al leerlo, pensé de inmediato en el que tenía entre manos, éste, Bibliotecas y extravíos, el sexto de la serie "La vida de los libros", formada por los títulos La vida de los libros, Escritores y escrituras, El tenedor de libros, El lector incorregible y Lecturas y pasiones, todos publicados por la ejemplar Xordica.
En el prólogo (de los que uno disfruta, como, pongo por caso, los de Borges), Melero vuelve a declarar su predilección "por los autores preteridos y los libros olvidados" y "humildes". Por "la defensa de la lectura de lo arrabalero". Recurre entonces a la presunta sentencia de Tácito –citado, a su vez, por el lingüista Rosenblat–, lo de que "El atender con esmero a las cosas muy pequeñas o, al parecer, insignificantes, es señal de una gran fuerza de atención y de mucha capacidad para las empresas importantes".
Esta nueva entrega melariana, escrita, según él, con el mismo "impulso irresistible de la escrupulosidad" (ahora cita a María Moliner) que ha caracterizado a las anteriores, da una vuelta de tuerca más a ese mundo propio que ha creado en torno a los libros, donde se entremezclan las obsesiones, digamos, con las novedades. Para empezar, por ejemplo, las "autodedicatorias" de Miguel Labordeta, junto a su hermano José Antonio, uno de los personajes habituales de esta suerte de novela en marcha, como podría definirse este proyecto de escritura que nunca pierde de vista la obra de Andrés Trapiello. Su "universo trapiellista", como lo denomina.
Resulta imposible dar cuenta de todo el rimero de nombres que aparecen en estas páginas. Conocidos, no pocos, y desconocidos, los más. Sí podemos acotar los asuntos sobre los que suelen versar estos textos que antes de llegar al libro fueron publicados como artículos de periódico. En Heraldo de Aragón, para más señas, del que es columnista. Y ya que lo menciono, empezaría con esa región, la aragonesa, que fue reino y que a efectos bibliográficos apabulla por su riqueza a cualquier persona que se interese por los libros; no digamos si es, ay, extremeña. Las comparaciones... Y ya en Aragón, cabe precisar, Zaragoza, su ciudad natal (y "de lecturas"), el centro de su microcosmos. No tanto por lo patrimonial o paisajístico (que también) cuanto por los aragoneses, verdaderos protagonistas de estos ensayos literarios. Aragoneses, aclaro, o vinculados a Aragón, ya sean viajeros o estables. Sí, a este hombre le cabe Aragón en la cabeza; como a Fraga el Estado, según Felipe González. Su historia, sus tradiciones (ante todas, la jota), sus hablas particulares, su bibliografía y, por no seguir, su gente y la forma de ser que la singulariza. O la singularizaba, que ya... No defiendo, al revés, los nacionalismos ni sus pequeñas réplicas territoriales, pero el aragonesismo de Melero sabe conjugar lo universal con lo local, clave para comprender la verdadera dimensión de lo que en literatura, por concretar, importa.
Los libros, dije, y la bibliofilia, otro asunto capital, el que más, en los intereses de Melero. Menos los nuevos que los usados. Ediciones raras cuya adquisición (o ni eso: a veces basta con ser localizadas o vistas) depara alegrías inenarrables que, con todo, él sabe contar. Y ahí, los bibliófilos, las bibliotecas particulares (que, como la historia de España, siempre terminan mal), las editoriales (Aguilar, Grijalbo, Xordica), las librerías y, en fin, los libreros; los de viejo, sobre todo. Cada uno, como todos los protagonistas de estas obras, con su novela a cuestas. Como las del valiente Moneva, el pianista Felisberto Hernández, el psiquiatra Merenciano, la familia Rabal, los poetas Camín, Boluda y Blanca Luz, el periodista Mariano de Cavia (y Casa Lac), el político y bibliófilo Negrín, o los cinematográficos (Melero es cinéfilo) Neville y María Asquerino.
La poesía merece un lugar sobresaliente. Algo que se agradece (si uno fuera conspiranoico, diría que está en marcha una conjura de los medios contra ella). La de Hinojosa, Lorca y Rosales (con la Guerra Civil al fondo), la de Gil de Biedma (y sus Moralidades), Fernando Ferreró (y su poesía secreta), Francisco Pino (y su inquietante Asalto a la Cárcel Modelo, subtitulado 22 de agosto de 1936), Ángel Guinda (y sus calcetines), Gerardo Diego (y sus antologías), Machado (y sus Nuevas canciones), los cordobeses de Cántico (y sus homosexualidades), Antonio Moreno (en su vertiente memorialista), etc. Hasta El miajón de los castúos, de mi paisano Luis Chamizo (el único extremeño, junto al gran Roso de Luna, que aparece en escena), merece un cariñoso comentario.
Atiende también al género narrativo, empezando por Baroja, otra de sus ineludibles referencias. El capítulo más largo del conjunto lo dedica a una memorable visita a Itzea, en Vera de Bidasoa, la casa de los Baroja, un texto que ya se editó en una preciosas plaquette, con el título de Un viaje a Itzea (Ediciones La Ventolera), con ilustraciones de su amigo Pepe Cerdá.
Como Sender, otro habitual, Cunqueiro (y la lamprea), Irene Vallejo (y su Lo infinito en un chunco), Benet (en Calanda), Umbral, Jesús Pardo (lo diarístico es esencial en Melero), Marías (y la búsqueda de un sucesor para el Reino de Redonda), Sábato (y su ego)...
La amistad es una virtud que Melero cultiva con pasión semejante a la de los libros. Quien siga sus andanzas a través de Facebook podrá dar fe. De ello da muestra al mencionar a tantos y tantos. A Félix Romeo (que nunca muere), Ignacio Martínez de Pisón, Antón Castro, Fernando Sanmartín, Daniel Gascón, Julio José Ordovás, etc.
Porque estamos hablando de un libro, es necesario ponderar su lenguaje. Melero escribe con claridad y concisión y jamás se rinde a la opulencia y la solemnidad. Sobriedad, mesura... y humor. Sí, su sentido del humor hace aún más llevadera la lectura de estas obras por las que transitan con frecuencia seres extraños y desconocidos que han escrito libros que difícilmente interesarían a alguien que no fuera un oscuro erudito si él no supiera darle a su historia el toque mágico que convierten a obra y autor en materia de interés general. Ese saber reírse de tal o cual anécdota o de cualquier atrabiliario personaje sin herir la sensibilidad de nadie añade mordiente a sus relatos, poco importa al final de qué se trate.
A la postre, cuánto aprendemos sus lectores con Melero. Sin querer, que no es esa su misión, ajena a lo didáctico. Qué feliz extravío.
A los libros les ha entregado buena parte de su vida: esfuerzos y sacrificios. Lo que más le ha complacido, confiesa en uno de los artículos más melancólicos (y el que más me ha gustado), ha sido "leerlos, estudiarlos y escribir sobre ellos". Luego, ante ese final inevitable donde casi todas las bibliotecas se malbaratan, pregunta retóricamente: "¿A qué entonces tanto esfuerzo, tanta entrega, tanto entusiasmo?". Y remata: "Si fuera un iluso pensaría que al menos dejo un puñado de libros escritos y que tal vez puedan un día interesar a alguien". Mañana, no sé, nadie lo sabe, aunque el rigor juegue de su parte, pero el presente, para no pocos letraheridos como yo, lo tienen asegurado.
Bibliotecas y extravíos
José Luis Melero
Xordica, Zaragoza, 2024. 294 páginas. 21 euros
NOTA. Esta reseña se ha publicado en EL CUADERNO.