7.6.06

Carta de La Comella


La Comella en invierno

La semana pasada tuvieron lugar en Barcelona dos acontecimientos que nos conciernen. De una parte, hicieron entrega a Ángel Campos Pámpano del Premio de Traducción “Giovanni Pontiero” que conceden el Centro de la Lengua Portuguesa/Instituto Camões de la Universidad Autónoma de Barcelona y su Facultad de Traducción e Interpretación. Era su sexta convocatoria y se lo han dado por su espléndida versión de los poemas de Sophia de Mello Breyner que publicó Galaxia Gutemberg y Círculo de Lectores.
De otra, como ya relaté en este mismo sitio, anticipándome al suceso, la flamante clausura del Homenaje a José María Valverde con la inauguración de la biblioteca que lleva su nombre y una emotiva mesa redonda sobre el profesor, traductor y poeta en la que participaron, entre otros, Martín de Riquer (muy mayor, pero lúcido), Ricard Salvat y Paco Rico.
Camino de Barcelona, tomé un desvío a Tarragona para poder pasar unas horas con el escultor Rufino Mesa (Valle de Santa Ana, Badajoz, 1948) en su casa y taller de La Comella. Se levanta sobre una antigua masía y conserva, en lo sustancial, elementos constructivos tradicionales que conjuga con novedosas apuestas arquitectónicas como la torre metálica que domina el lugar.
Después de horas de viaje, no es extraño que me sintiera cómodo en un sitio tan ameno, a una temperatura ideal y con unas vistas magníficas. Contribuyó a ello, además, la afectuosa acogida de Rufino, al que no conocía personalmente, y las buenas artes de Efi Cubero y su marido, Alfonso, viejos amigos de la familia Mesa, los verdaderos responsables del encuentro.
Tras una mediterránea y frugal comida, como cabe al caso, recorrimos los alrededores de la casa para descubrir in situ el museo que la finca esconde. En efecto, son muchas las esculturas que rodean su residencia. Muchas y, conviene precisar, de todos sus periodos creativos, los que coinciden con series como Reflexiones sobre la construcción de nuestra casa, Sillas en paisaje de sal, Ángeles o destilación de animales invisibles, Señales en la piel (que se vio en Mérida en 1988), Ocultaciones o Memoria del agua.
Es hermoso comprobar sobre el terreno, en medio de un paraje en estado deliberadamente semisalvaje, entre grandes árboles y una exuberante vegetación, unas obras que dialogan, sobre todo, con la Naturaleza., Rufino Mesa es un adelantado en este tipo de obras que, por aquello de colocar innecesarias etiquetas, ha venido definiendo la crítica artística como Land Art.
Del recorrido podría destacar numerosas esculturas. Me quedo, por ejemplo, con la Capilla turkana, una construcción de forma semicircular que Rufino levantó sus propias manos, como todo lo que hace, y que encierra en su interior una piedra enorme. La presencia en la penumbra de la roca, lo reducido del ámbito y el silencio y la soledad que allí habitan bastan para que uno no olvide con facilidad lo que siente allí dentro.
Algo parecido ocurre con otras piezas. A una de ellas, Anillo de piedra, un impresionante círculo de enormes piedras grises, le ha dedicado Mesa su tesis doctoral, cuya lectura está prevista para este fin de mes.
Del espíritu que mueve a este artista extremeño afincado en Cataluña desde la infancia dice bastante una escultura situada muy cerca de la casa en la que se ve una escalera de bronce situada encima de una gran roca que sube al cielo o a ninguna parte.
Utópico apegado al suelo, materialista con experiencias místicas, grandioso a partir de la humildad, dubitativo desde la intuición de la certeza, clásico por verdaderamente vanguardista, Rufino Mesa merecería, a estas alturas de su carrera artística, una exposición que recogiera lo mucho investigado y que mostrara al público extremeño una obra exigente y personal como pocas.
Tras sus escamoteos, su cultura de restos y sus ocultaciones, tres asuntos que le obsesionan desde hace tiempo, está el Mesa escritor; sobre todo, el poeta. Es a ese Rufino al que yo iba a conocer. Máxime tras leer el original de Susurros en un agujero, un diario escrito a tumba abierta a lo largo de los últimos años, los que coinciden con algunas de sus experiencias vitales más duras y extremas, las que le acercan a otra de sus grandes obsesiones, la muerte.
La Comella
, antiguo Mas Mascaró, atesora algunas leyendas. Una de ellas, bien conocida por los lugareños de la zona, es la del “árbol del dolor”, una encina donde se ahorcó por amor una pubilla de la familia a la que durante generaciones perteneció la masía. Tampoco creo que sea casualidad que ese triste relato gire en torno a un árbol tan alegórico y tan nuestro.
A pocos pasos está una de sus últimas obras: un columbario. A pesar de la tristeza, reconocí a un Rufino Mesa más vivo que nunca, con ambiciosos proyectos entre manos, llenos de fuerza y de inspiración.