8.10.11

Leyendo a Bernad

Lo normal es leer hacia delante, pero con Olga Bernad voy hacia atrás. Quiero decir que, tras la sorpresa de Nostalgia armada, acabo de leer Caricias perplejas, su primer libro, publicado, como aquél, en La Isla de Siltolá.
Ya no era Bernad una de esas jovencitas digna de alardes antológicos cuando apareció. Y eso se nota. Del mismo modo que se aprecia a la filóloga que está detrás. Esto no es óbice para que el lector no reconozca la pasión, la claridad de ideas, el arrebato incluso, con el que está escrito. Y todo por culpa de la perplejidad, gracias al asombro que atraviesa cualquier vida de verdad vivida, más allá de las caricias y de los títulos.
He leído Caricias perplejas con una sensación de velocidad que atribuyo a su ritmo poderoso, a una manera de decir atenta, ante todo, a la necesidad de expresar lo que nos pasa. Son versos inspirados sujetos a una música que se presume anterior a las palabras. Dan fe de esa "fatalidad" de la poesía a la que alude el prologuista, Juan Manuel Macías. Hay algo que decir. Y se dice. Lo que no podemos afirmar de todos los poemas, de todos los libros de poesía. (Que se lo digan a uno, que anda entre los originales de un premio para noveles.)
Prima aquí lo amoroso y la línea es clara. Pero no hay escuela, hay voz. La que, más atemperada, serena y madura, ya escuchó uno entre los versos de Nostalgia armada.
Doy por hecho que Olga Bernad lee muy bien sus poemas. Parecen escritos para ser leídos en voz alta. Vamos, que soportarían esa prueba sin mayores problemas. Se mezclan en ellos la elegía y el canto, la inevitable soledad y la más dulce compañía, la tristeza y la felicidad, frágil y transitoria siempre.
Escrito en unos pocos meses, Bernad define su obra como la "crónica de un asombro". De él, gustosamente, damos cuenta. Como si hiciera falta.