6.12.15

Un testamento

La sentencia. De muerte. La que la enfermedad, ese juez implacable, dictó al jovial poeta Santiago Castelo cuando alcanzaba los casi 67 de su edad. Con este libro ganó, póstumamente, el premio 'Jaime Gil de Biedma' y lo publica ahora Visor con una preciosa imagen en la cubierta, obra de Manu Cerrato, aunque no conste en la página de créditos. Allí, las gafas sobre el último cuaderno y la pluma estilográfica con la que escribió los poemas que lo componen.
Si ya es de por sí difícil acercarse a los versos de un amigo, no digamos cuando nos enfrentamos a los que escribió en ese complicado trance, a sabiendas de que no habría más. Nada más que decir, me explico. Espero, con todo, ser justo con esta lectura y no dejarme llevar por los sentimientos, aunque ahí estén. Así lo hizo aquí atrás en su blog Miguel Ángel Lama, que siempre es un ejemplo.
En un prólogo sin firma (que uno atribuye a Juan Manuel de Prada y que puede leerse en la página web de la editorial, pinchando en Zoom, en la esquina derecha de la reproducción de la portada), se nos explican algunas circunstancias acerca del libro. Como que, desde el principio, Castelo tuvo claras dos cosas: su título y que iba a presentarse con él a este premio que al cabo ganó ("por aclamación", según Gonzalo Santonja). Es "la crónica de una enfermedad", sin duda, y es verdad que lo escribe alguien que no se resigna a morir, de ahí que el tono no sea lastimero sino sereno, algo que se comprende muy bien tras leer "La diferencia" o "La parcela".
Escrita al parecer con inaudita facilidad, que al propio autor asombraba, esta intensa elegía nos da, por decirlo con Vinyoli, la medida de un hombre. Cristaliza aquí toda una vida "a la búsqueda de la palabra exacta" (léase el irónico "Las palabras"). En este sentido, no cabe discutir si es su mejor libro. Todos los que publicó conforman un corpus único, el suyo, en el que cada verso suma. Eso no quita para que uno opine que un puñado de los aquí reunidos deberían estar entre los esenciales e imprescindibles de esa obra singular en el panorama de las letras hispanas. Casi ninguno sobra, aunque -marca de la casa- alguno circunstancial se incluya.
Ese puñado de poemas estaría formado por el que delimita el territorio, "La sentencia" (cuyo original caligrafiado, como el de otros, se reproduce junto a la versión impresa), "Treinta y tres años" (un poema íntimo), "El derrumbe", "Melancolía" (con el viajero y Nápoles al fondo), "Iguales", "Fugacidad", "Profecía" (muy suyo), "Versos perdidos", "Misericordia", "Clínica" (donde evoca la muerte de su madre en ese mismo lugar, dieciséis años antes) y "La otra orilla" (que abrocha a la perfección el libro).
Algunos versos, entre muchos, han llamado especialmente mi atención. Los que cierran "La diferencia": "Y aunque tengo unas ganas / enormes de vivir no sé si tendré tiempo". Los últimos de "Calendario": "Y has de acostumbrarte a saber que eres sombra / tú que siempre creíste en la luz del verano".
Es difícil salir impasible de La sentencia. Lo agridulce, esa lucha de emociones contrarias, se le impone al lector. Amistades, ya dije, al margen. La tragedia de la muerte irremediable y la felicidad de los días vividos (que aquí se cantan con resonancias clásicas), desde la infancia veraniega de Granja ("Los veranos") hasta la decrepitud que se refleja en poemas tan tristes como "Renuncias" o "Caídas".
Quiero creer que Castelo se fue con la conciencia tranquila. En lo que respecta a la poesía, su pasión fundamental, por haber sido capaz de escribir este libro. Algo así, intuimos, justifica una vida.