Si tuviera que elegir un adjetivo que calificara la poesía de José Luis Rey (Puente Genil, Córdoba, 1973) optaría por "desconcertante". Sí, la suya, vista en conjunto, es una poesía que perturba, aunque no le falte, ah paradoja, orden y concierto. Y lo digo porque estamos ante eso que, sin exagerar, podemos definir como obra. Por lo ambicioso de la apuesta y, lo que de verdad importa, por los logros, ya abundantes, conseguidos. Así, sus libros La luz y la palabra, La familia nórdica (Premio Gil de Biedma), Volcán vocabulario (La luz y la palabra II), Barroco (Premio Loewe) y La visiones (Premio Tiflos), todos publicados por Visor, Convendría añadir dos datos más para fijar esta opinión acerca de la envergadura del empeño: la reunión de sus reseñas en Los eruditos tienen miedo (Espíritu y lenguaje en poesía) (La Isla de Siltolá), donde al hablar de otros establece su canon al tiempo que esboza su particular poética, y la notable osadía de verter al español la poesía completa de Emily Dickinson (traducción que no mencioné en mi reciente comentario sobre la antología de la poeta norteamericana aparecida en Renacimiento porque la desconozco). Lo de Rey, en suma, no son las distancias cortas.
Llega ahora La fruta de los mudos (con otro premio bajo el brazo y también chez Visor: el Ciudad de Melilla y un título, cómo no, sorprendente) donde a mi modo de leer cristaliza su manera de decir, a todas luces singular dentro del panorama de la poesía española de esta época.
Sólo el primer, extenso poema, "La Hansa" (que toma a esa asociación mercantil del norte de Europa en la Baja Edad Media "como el símbolo de la solidaridad humana contra la muerte"), bastaría para justificar la edición del libro. Y para demostrar, de paso, lo que digo acerca del desconcierto. Ya ahí se ve de sobra que la de Rey es una poesía culta, discursiva, inspirada, cercana al surrealismo (por imaginativa, onírica y hasta automática), barroca... insólita. Se alegra uno de encontrarse con poemas que, a ciencia cierta, sería incapaz de escribir, alejados incluso de mis gustos literarios y de mis ideas. Siempre atrae aquello que resulta inasequible. No hace falta añadir que esa rica mezcla de elementos la dota de complejidad y que el lector ha de hacer un serio esfuerzo para estar a la altura de tan elevada propuesta. Es verdad que la propia fuerza expresiva induce a leer sin miedo. Las palabras se bastan en esos himnos -ora revelados, ora delirantes- que, aun sin comprender, parece que entiendes. Hay algo de melopea en esos cantos que suenan nuevos y distintos, sí, pero donde se aprecia la sutil carga de las tradiciones. La crítica suele asociar esta poesía a la de, pongo por caso, Neruda o Gimferrer, otro reconocido maestro confeso del cordobés y mentor suyo, pero, y perdón por la insistencia, a lo que en realidad suenan estos versos es a sí mismos, cadencias de una voz personal como pocas. Elocuente es, en este sentido, su irónico "Epígonos".
Al citado poema inicial le siguen otros, como el que acabo de mencionar, donde la cultura, la memoria, la crítica, la infancia (en poemas extensos como "El emperador de los castillos de arena", "La pelea de primos", "El escondite"), las mujeres (como el poema dedicado a la televisiva Verónica Mengod o los titulados "El ojo de la cerradura" y "Carta a una mujer vista en sueños"), el viaje y otras obsesiones cobran forma. Poemas de suficiente extensión como para merecer la condición de meditativos. La reflexión sobre la vida y sobre el mundo es intrínseca a la poesía de José Luis Rey, uno de nuestros más significativos poetas, siquiera sea por el esclarecido alcance de sus genuinas pretensiones líricas.