3.11.17

Ricardo Molina, 100 años

1. Ricardo Antonio de San Francisco de Sales Molina Tenor, más conocido como Ricardo Molina, nació en Puente Genil en 1917 y murió en Córdoba en 1968. Fue miembro del famoso grupo Cántico de Córdoba, junto a Pablo García Baena, Julio Aumente, Juan Bernier, y Mario López; una isla poética en la España de postguerra, mucho más que una revista literaria entre "el formalismo frío y banal de los garcilasistas" (los engolados poetas de Juventud Creadora, Garcilaso y Escorial) y "la poesía comprometida e impura" de los espadañistas (los más llanos de Espadaña).
El Ayuntamiento de Córdoba, que organiza desde 1993 el premio que lleva su nombre, ha encargado a Pedro Roso (lo entrecomillado es suyo) esta Antología poética que viene a conmemorar el primer centenario del poeta. En sus iluminadores "Apuntes para una lectura", Roso, alma del mencionado premio, que edita, con la acostumbrada solvencia, Hiperión (en la cubierta, un oportuno dibujo de Ginés Liébana), nos esboza su vida y disecciona su poética; tan personal, más allá de su adscripción a Cántico, que a los de mi generación nos redescubrió Guillermo Carnero gracias a su antología de la Editora Nacional (1974, actualizada y aumentada en 2009, Visor). Es lo que se espera de un poeta que, por lo menos, ha aguantado un siglo. 
Poeta de la imagen y de la mirada, de la naturaleza (¡cómo no habría de interesarme!), "hombre solar" (según su amigo García Baena, el único superviviente de aquella pléyade, presidente del jurado del citado galardón), "ni solitario ni gregario", compuso doce libros a lo largo de su corta vida, cinco de forma póstuma. Roso distingue en él tres voces: la primera es "luminosa y exultante" y "celebra la vida como un don y canta la dulce plenitud de amar y ser amando en un paisaje idílico" (para él, la sierra cordobesa); la segunda es "una voz angustiada y sombría, atormentada por el sombrío sentimiento de culpa que enturbia el deseo, empaña la memoria y decreta incompatibles el amor humano y el amor a Dios" (Molina era "fervientemente católico"); la tercera es "la voz dulce, serena, evocadora y melancólica".
Para él, "la vida es un don". No falta en su obra el "sensualismo hedonista" que caracterizó al grupo del que formó parte. Según Clementson, especialista en su obra, fue "el cantor inolvidable de la dicha pretérita", sobre todo en sus Elegías de Sandua, uno de sus libros fundamentales.
La lectura de los poemas confirman estas apreciaciones de sus críticos. Están bien elegidos y dan una amplia muestra de su poética. Los hay memorables: "A la vida que es gracia", de El río de los Ángeles (1945); IV, XIII, XXV y XXX, de las Elegías de Sandua (1948); "Retrato de un poeta (1910)", de Corimbo (1949); "Poeta árabe", "Luna fiel" y "Vida callada", de Elegía de Medina Azahara (1957); "Las palabras", "Meditación" y "Casa triste", de A la luz de cada día (1967); "Psalmo XXVIII (Los desencantos)", de Psalmos (1982), uno de sus libros póstumos, como Homenajes (1982), del que destacaría "Maya (Homenaje a Leopardi)": "No preguntes a nadie. Todo miente. La única / verdad es la verdad de la luz que se apaga. / Somos fruto de muerte, espuma, desvarío / Maya. No hay más secreto. Ni luz ni oscuridad".
Resulta estimulante esta vuelta a la poesía de Ricardo Molina. Un acierto, en consecuencia, haber desempolvado sus versos con la excusa del centenario.

El País
2. Quiero dejar constancia de mi particular homenaje a un poeta que, como al resto de Cántico (me hice pronto con la antología de Carnero y con la edición facsímil de la revista) leí con fervor cuando empezaba a escribir.
Sin olvidar que el primer Premio de Poesía Ciudad de Córdoba-Ricardo Molina fue A debida distancia, copio un poema de Sur (Alcancía, Plasencia, 2003), que formó parte de mi libro Desde fuera, donde el poeta cordobés aparece. Entre comillas, las palabras que le escuché, aproximadamente, a Higinio Garrido, primer alcalde democrático y maestro de ese precioso pueblo al que estoy vinculado por razones familiares.

CONVERSACIÓN EN ZUHEROS

Es difícil que aquí no sople el viento.
La terraza, con modos de atalaya,
colgada sobre el mar de los olivos,
nos ofrece una vista casi aérea
donde es costoso señalar los límites.
Sobre Doña Mencía, el sol se pone
y el cielo se enrojece de repente.
Tú recuerdas aquellas excursiones,
cuando eras estudiante, por la sierra.
Córdoba, entonces, era la triste
ciudad provincianísima que duerme
los sueños de su historia junta a un río.
Por las callejas de la judería
don Ricardo Molina paseaba
los campos elegíacos de Sandua.
“Lo conocí muy bien. Estuvo en Zuheros
alguna que otra vez. Igual que ahora
contempló desde aquí, como nosotros,
estos atardeceres infinitos.
Paseó, cómo no, por estas calles
empinadas y estrechas, donde el blanco
abstracto de la cal contrasta a rachas
con los vivos colores de los tiestos.”
Cuando cae la noche y el paisaje
no muestra ese monótono vaivén
de alcores verdinegros y terrosos
sino un tapiz oscuro salpicado
de ocasionales luces amarillas;
cuando dejamos el alto mirador,
se queda allí –y es una sensación
que compartimos
encendido el fulgor de la mirada.