Irene Sánchez Carrón (Navaconcejo,
Cáceres, 1967) es autora de los libros de poesía Porque no somos dioses, Escenas principales de un actor secundario (Premio Adonais), Atracciones de feria y Ningún mensaje nuevo (Premio Antonio Machado). Los dos primeros, que
formaban parte del mismo ciclo poético, fueron reeditados bajo el título El escondite por la Editora Regional de
Extremadura. Otra obra suya, sin duda curiosa, Sevillanas, con fotografías de Pedro Gato, apareció en la editorial
emeritense De la Luna Libros.
El que nos ocupa
fue Premio Emilio Alarcos el pasado año y, en consecuencia, viene avalado por
un jurado de prestigio. Un jurado, cabe añadir, formado en su mayor parte por
poetas que pertenecieron a aquella corriente denominada “poesía de la
experiencia”, como García Montero y Marzal, o que, más allá del dichoso
marbete, han escrito una poesía “figurativa” (rótulo acuñado por García Martín,
miembro asimismo del citado tribunal), como Aurora Luque, o, en fin, de “línea
clara”, que diría Luis Alberto de Cuenca, a quien, por cierto, se dedica un
poema de Micrografías.
Tras una década
sin publicar, Sánchez Carrón ha dado a la imprenta un libro importante que, amén
de sumar en su exigente y sucinta bibliografía, la acredita como una poeta
sustancial, por más que su nombre no aparezca en las numerosas antologías que
dan a conocer el auge de la poesía femenina en España, lo que acaso tenga que
ver con su discreto alejamiento
periférico, ajeno a grupos y tendencias, pendiente tan sólo de lo que importa:
la creación.
Una
cita de Olvido García Valdés abre fuego: “como si no hubiese lugar / donde
guarecerse”. Antes, ha dedicado el libro a un hermano muerto. El verso de otra
mujer, Ingeborg Bachmann (“Oh ¡si no tuviera miedo a la muerte!”), corona el
poema inaugural, “Final de la infancia”. Allí, un paisaje reconocible para sus
lectores: el natal Valle del Jerte. En medio de una naturaleza paradisiaca y de
las labores familiares del campo, irrumpe de golpe nuestra única certeza (léase
“Diagnóstico”). La memoria, verdadera patria, vuelve desde ese lugar en poemas
como “Lo que sé de los árboles”, “Mientras cogías moras”, “Tormenta” y “Yo
fingía leer mientras tú te bañabas”.
Lo
cotidiano (y sus imprevistos), descrito, digamos, microscópicamente (de ahí el
título), fundamenta la inspiración de estos versos que se sustancian con una eficaz
sencillez expresiva que no está desprovista de una cuidadosa y sensible elaboración
propia de alguien que se ha formado filológicamente y ha leído mucho. Se
aprecia en “La casa de los pájaros” (motivo de inspiración de la bonita
ilustración de la cubierta), “Azoteas” o “Desde la ventana de un café”.
Con
todo, si por algo se caracteriza el conjunto es por su sostenido tono amoroso. Algo
que añade valor a la apuesta, pues no es nada fácil escribir buenos poemas de
amor. A un amor particular, matizamos. El dedicatario de “Tú”, paradigma y
culmen de este modo de sentir, aunque podemos mencionar otras composiciones admirables;
así, “Otra vez”, “Siempre te hice trampas”, “Por qué te amo”, “Final de la
jornada” o el iluminador y metapoético “Escribo para ti”.
Lo narrativo
es inseparable de lo lírico en esta poética de la emoción. Basta con leer
“Apartamento con una habitación”, un relato perfecto. Todo, además, está teñido
de misterio, lo que quizá se aprecie mejor en los poemas más certeros y breves;
en “Desasosiego”, por ejemplo.
Porque esta
es una voz de mujer, Irene Sánchez Carrón se ocupa de desmontar mitos y tópicos:
Eva, la Bella Durmiente y Penélope, que, al despedirse de Ítaca, nos ofrece un
perfecto final para un libro “que tu presencia aguarda”.
Nota: La reseña de Micrografías apareció el pasado viernes, 18 de mayo, en El Cultural.