20.7.18

Fábulas inversas

Como hemos comentado alguna vez, la publicación en Tusquets Editores de Paradoja del interventor marca un antes y un después en la carrera literaria de Gonzalo Hidalgo Bayal (Higuera de Albalat, Cáceres, 1950). Eso fue en 2004. Para entonces, Bayal ya había dado a la imprenta, en orden de aparición, las novelas Mísera fue, señora, la osadíaEl cerco oblicuo, Campo de amapolas blancas y Amad a la dama, así como los libros de ensayo Camino de Jotán. La razón narrativa de Ferlosio y Equidistancias. También los relatos de La princesa y la muerte, que vio la luz en la preciosa colección La Gaveta, de la Editora Regional de Extremadura (entonces dirigida por Fernando T. Pérez González) en 2001 y que ahora recupera para su catálogo Tusquets, donde el extremeño  ha publicado, además, las novelas El espíritu áspero, La sed de sal y Nemo, y los cuentos de Conversación.
Si esa feliz y azarosa circunstancia no se hubiera cruzado en el camino de Bayal, ese salto cualitativo a la primera división literaria, no sabemos qué hubiera pasado con su obra, aunque es más que probable que hubiera seguido escribiendo y, por añadidura, publicando en las mismas, modestas editoriales provinciales o minoritarias nacionales donde se dio a conocer como el narrador que es, uno de los más singulares y necesarios del panorama patrio, algo que han sabido reconocer los críticos y los lectores más avisados, amén de no pocos compañeros de trabajo, por más que el gremio de los escritores no se caracterice precisamente por su generosidad. Uno no sabe (o sí, conociendo cómo se cuecen esas cosas) por qué no tiene en su palmarés, que haberlo haylo, los premios Nacional y de la Crítica, como se preguntaba aquí atrás en Babelia Ernesto Ayala-Dip, pero puedo afirmar que la suya es una obra para los lectores y no para el público, lo que no obsta para creer, como dijo hace poco Luis Landero, que “sería un signo de esperanza de la buena salud literaria de los lectores españoles” si ocupara plaza en la lista de “los más vendidos”.
En el esclarecedor epílogo que ha puesto a esta nueva edición de La princesa y la muerte (ilustrada por Lucas Baró), titulado “¡O Ko-si! ¡O Ko-si!” (en chino, “¡Cuánta agua! ¡Cuánta agua!”), el autor explica la génesis de estos relatos escritos entre 1997 y 2001. Son fruto de su original invención (como destaca el citado Landero) y surgieron de las historias contadas a su hija Blanca, destinataria del conjunto, a lo largo de numerosos paseos vacacionales compartidos por la playa onubense de La Antilla. De ahí lo de “fábulas domésticas”. Antes de hilvanarlos, hubo años y paseos alrededor de otros cuentos procedentes de “la cultura popular occidental”. Por eso hay en éstos un aire clásico que los acerca a aquéllos, una amalgama de tópicos sabiamente dosificados que les aportan la solidez propia de lo indeleble.
Desde el principio, Bayal los denomina fábulas. Se acoge a su maestro Ferlosio, como tantas veces, para concluir que “el protagonista de la fábula es el universal”. Universal que “constituye en personaje un ser ya conocido para todo oyente”. Sus “procedimientos narrativos” quedarían fijados así: “en todas las fábulas estaría la princesa y en todas las fábulas rondaría la muerte (la muerte a secas, no su personificación)”.
El objetivo estaba claro: “subvertir el derecho narrativo clásico, anular la compensación moral de las fatigas, perturbar la lógica popular del desenlace”. Y aclara más: “siempre la trama o su revés se anticiparon al tema”. Y sigue: “nunca he ido del tema a la trama, que nunca (al menos, de modo consciente) me ha interesado el tema. Siempre he partido del personaje en situación”. Por su afición al juego de los números (un guiño hacia su hija, que ha dado en matemática) y a la Biblia, desvela en otra fábula por qué son veintiuna las seleccionadas. Si fueron siete los días de la creación, seis de ellos productivos, y el primer día el creador contó una y el segundo dos y así sucesivamente, a la postre contó veintiuna.
Porque son una suerte de variaciones sobre el mismo “procedimiento narrativo”, ya se dijo, la unidad está garantizada y el libro armado, nunca mejor dicho, como un artefacto literario cerrado y perfecto.
Según Fernando Aramburu, “La fluencia narrativa remeda la de los cuentos clásicos para niños; la prosa y la ausencia de moraleja final interpelan asimismo al público adulto”. 
Tenía este lector una vaga idea de aquella lectura de hace diecisiete años. La nueva, en sentido estricto, es diferente. Acaso uno es también otro. Lo tenía por un título raro en la trayectoria bayaliana y, sin embargo, no he leído sino la prosa genuina que atraviesa todos sus empeños. Esa marca de la casa, el estilo, donde prima el lenguaje por encima de temas y tramas o viceversa. Con sus latines y todo (“Ubi rex, ibi lex”). Y en esta ocasión con giros en desuso (“en pos”, “sin vos”, “súpose”) que le aportan una pátina antigua.
Vuelve a comprobarse la importancia de la moral, de lo moral, otra de las señas de identidad de su razón narrativa. Gente que dice no, como Nemo. Ya se cumpla según la tradición cristiana, ya se subvierta, como ocurre con la plantilla habitual de este tipo de relatos donde no hay finales felices ni, por cierto, apenas aparecen animales, más allá de los caballos o del bestial dragón. Entre líneas, surge el afilado aforismo. Para decir lo que otros ya han dicho no ha escrito ni una sola línea Gonzalo Hidalgo Bayal.
Como en muchas de sus obras, en estas fábulas el territorio es áspero, tórrido, lóbrego y árido. Todos los personajes (el caballero, la princesa, el leñador, el mercader, el juglar) siguen “el hilo del destino”. Rige al azar. Los reyes tienen emociones, aunque la crueldad y el cumplimiento inexorable de la ley se impongan a la hora de tomar las decisiones. La maldad gobierna. La compasión persiste. El viaje es constante. A veces, sólo termina con la muerte. No falta el juglar para “inmortalizar la hazaña en verso heroico”. Es el papel que en este libro cumple el narrador, quien asimismo cree en la perduración a través de los textos, en “el secreto consuelo de las palabras interiores”. Como la mayoría de nosotros, los caballeros errantes son seres solitarios. Se advierte, en fin, de “los peligros del amor y de la incertidumbre de la muerte”.
Subrayo, para terminar, el puro placer de leer que este libro depara. En su más vieja y prestigiosa intención. En sus páginas se recuperan sensaciones perdidas, de cuando la inocencia de leer lo era todo. Celebro, como Luis Landero, “las gratas horas de soledad que uno pasa embelesado con estas historias”. Y este sí es un final feliz.  

Nota. Esta reseña ha aparecido en el número 127 de la revista Turia.