Andrés Trapiello
Pre-Textos, Valencia, 2018. 112 páginas.
Salvo el cuento y el teatro, Andrés Trapiello, leonés del
53, ha cultivado todos los géneros: la novela, el diario, el ensayo, la
crítica, el aforismo, la traducción, el artículo, etc. Es, además, editor (en
el doble sentido), pero, por encima de todo, poeta, algo que se aprecia a lo
largo y ancho de su extensísima obra. “La poesía es lo único que cuenta”, ha
manifestado.
Sus primeros libros de versos (Junto al agua, Las
tradiciones, La vida fácil y El mismo libro) se agruparon en el
volumen Las tradiciones. Llegaron
después, Acaso una verdad, Rama desnuda, Un sueño en otro y Segunda
oscuridad.
De Y explica: “Buena
parte de estos poemas se escribieron en una casa situada entre dos caminos.
Semejan la v de una horquilla. Desde
la terraza vemos cómo se juntan allá abajo, frente a nosotros, antes de
proseguir su curso formando una y”. “Es
homenaje únicamente a ese solitario rincón del campo extremeño”, añade.
Ajeno a vagos hermetismos, Trapiello reúne un puñado de
poemas, una suerte de variaciones, que sus lectores habituales no podrán
desligar ni de su larga trayectoria poética (de una coherencia significativa) ni
de su magna serie diarística Salón de pasos
perdidos. Allí, la presencia de Las Viñas es central. Aquí, otro tanto.
Pero vayamos por partes. De un lado, a la hora de explicar su poética, de tono
meditativo (léase “De paso”), conviene echar mano de dos títulos ya
mencionados, pues son más que eso: El
mismo libro y Las tradiciones. El
primero porque, ya se dijo, hay una continuidad esencial en toda su trayectoria
que da en un libro único, en su doble sentido. El segundo, porque condensa la
voluntad de entender la poesía como una suma o mezcla de tradiciones que, al
final, son una sola: la verdadera. Él bebe de los clásicos, sin duda, y no deja
de homenajearlos, ya sean occidentales u orientales, antiguos o modernos (JRJ,
Machado, Unamuno), siquiera sea porque la inspiración surge no pocas veces de
la lectura y Trapiello es un lector genuino.
Opta por la sencillez y por la cervantina “llaneza”, con el
propósito de dar a sus poemas la máxima luz y la mínima complejidad, en ese justo
punto donde el misterio toma la palabra.
La poesía, sostiene, es “el cultivo de la naturalidad”. De ahí que su
vocabulario esté gastado por el uso, aunque
emplee a veces anacronismos, hermosas palabras perdidas acordes a lo que se
quiere expresar. Una exactitud que le sirve para nombrar un pájaro o un árbol.
No sería la primera vez que se calificara esta poesía de “agropecuaria”.
En España, no se comprende bien que la modernidad nada tiene que ver, como asumió
la lírica anglosajona, con que su escenario sea la ciudad o el campo. En todo
caso, este “capricho extremeño” (título que adoptó para reunir algunas páginas
de sus diarios dedicadas a la casa del Pago), universal por principio, le sirve
para celebrar un paisaje preciso (por más que viaje en este libro a otros
lugares: Fuerteventura, París…) y un amor concreto, por M. Pues “que el amor /
es la más dulce y firme / servidumbre de paso”. Un amor extensible a su padre y
a su madre y, cómo no, a sus hijos. Todos ellos (“ya somos inexpugnables”)
pueblan esta angosta esquina de la tierra donde un solitario acompañado,
digamos, dialoga en la intimidad consigo mismo (“Pero aquí estoy a solas yo
conmigo”) y con cuanto le rodea. Alguien que al cabo canta, como la oropéndola,
en medio de una vida “que va por libre”, “labrada entre papeles”. La misma que
viviría nuevamente.
Jorge Villalobos
Hiperión, Madrid, 2018.
70 páginas.
Jorge Villalobos (Marbella, 1995) publicó en 2014 Mi voz, que te reclama y ha recibido este año el premio Ópera Prima
de los Premios Andalucía de la Crítica por La
ceniza de tu nombre. Con El desgarro
consiguió el XXXIII Premio de Poesía Hiperión.
Sí, esta es la historia de un desgarro. En el epígrafe inicial, de Javier
Fernández, se alude a un lenguaje “directo, seco” y, antes, a la necesidad de
contar, de hablar de algo. Ese “algo”, digámoslo pronto, es la muerte de la
madre del poeta, a la que ya dedicara el poema “Elegía a Carolina Portalés”.
Nuevas citas de Rilke, Vitale y Lee Masters inciden en el anuncio de lo
terrible. A partir de ahí, en “Fotografías”, cuarenta fragmentos en prosa (con
forma de columna) componen un poema único donde se nos narra lo ocurrido.
Pretende escribir, dice, “un poema humano, indefenso”. “Un libro sobre este
dolor”. “Cada palabra en carne viva”. Confiesa: “Necesité más de trece años
para decir que murió mi madre”. “Hablo del dolor, la verdad del dolor, el ahogo
de la pérdida”, dice. Porque “un hijo sin
su madre no es un hijo”.
Se cruzan, además, otras circunstancias en este lacerante relato vital, de
deliberado tono autobiográfico, que resalta el consuelo que puede proporcionar
la poesía y lo que ésta tiene de terapia. Así, la enfermedad que él mismo
padece en pleno duelo (truncándole una prometedora carrera deportiva como
nadador de élite): el Síndrome Guillain Barré. Y otras dolencias: el Alzheimer
de su abuelo (que luego padece su padre, otra figura central: “me veo a mí en
su lugar”), el cáncer de su tía, la leucemia de un amigo… Pero que nadie se
llame a engaño: el libro carece de patetismo, a pesar de la crudeza, de su
ineludible emotividad, de la constatación, ante semejante panorama, de que “a
veces querría haberme muerto”. Porque “el futuro fue un tipo de muerte”, su
“peor pesadilla”. Sin embargo, “Nada se pierde para siempre”. “Nada en esta
vida muere por completo, permanece en algún lugar de nosotros”. Por ejemplo, un
niño de seis años que juega con los suyos en la playa. Alguien que repite “no
te mueras”.
En “Deshabitado”, extenso poema final, leemos que “El dolor es un camino
hacia quienes perdimos”. “Escribo estos poemas en su memoria. Es mi homenaje”,
afirma. Aquí, “sólo la verdad”. No un libro, una casa, un hombre.
Nota: Las reseñas de Trapiello y Villalobos se publicaron en El Cultural el pasado día 13 de julio.