21.1.19

Jesús García Calderón lee "El cuarto del siroco"

Muchos libros comienzan por reconocer su finalidad, por informar claramente al lector cuál es su ambición o su verdadero destino pero esa facilidad gestual del autor, no se confundan, en los casos más brillantes resulta harto engañosa. Mi admirado Álvaro Valverde nos recuerda en el pórtico de su último libro, el más libre de cuantos ha escrito hasta la fecha, que la stanza del sirocco -de la que nos ofreciera noticia Leonardo Sciascia- es ese cuarto misterioso de los caserones patricios de Palermo donde sus habitantes se resguardan del ansioso viento africano cuando azota la isla de Sicilia. Quien no conozca bien Palermo nunca podrá entenderlo con facilidad, aunque sí podrá establecer fieras comparativas con otras calamidades eólicas sufridas en la Europa meridional como las asperezas del Levante, el Terral, el Cierzo, el Solano, la Galerna, el Ábrego, el Gregal o la Tramontana. Parece que ofrecer nombre a estos fenómenos es una temeridad porque siendo el viento un pequeño dios pardo y huraño, como el río de Eliot, solo paciente hasta cierto punto, parece que le gusta cobrar importancia y hacerse notar más de la cuenta cuando se le cita por su patronímico. Al temible Siroco incluso le hemos ofrecido el nombre alternativo de Jaloque, decisión que probablemente sirva para reforzar su enconamiento y maldad. Otros pueblos europeos más sabios y discretos optan por no darles nombre alguno más allá de los cuatro puntos cardinales y así parece que se dejan llevar con mucho menor esfuerzo. Quizá la misma estrategia debiéramos seguir en adelante con huracanes, ciclones o con tormentas tropicales a las que suelen poner nombre de mujer.

Cerrado el paréntesis meteorológico, creo que este sugestivo título no solo encierra un texto brillante que nos transmite la consideración de la poesía como refugio frente al azote de la adversidad. Es mucho más que todo eso. Esta sería, a mi juicio, una respuesta demasiado sencilla para entender toda su complejidad y el sabio dinamismo que destila con ese ritmo tan exacto en la unidad del poema como cambiante en su conjunto, algo que suele ocurrir, como en este caso, con aquellos textos escritos para atender compromisos más limitados o personales pero que finalmente ensamblan con una asombrosa exactitud, quizá porque fueron creados con una mayor libertad y nos ofrecen el mejor retrato posible de su autor.
Con la poesía no hay cuarto o concesión que valga porque el siroco sopla dentro de la estancia, recorre nuestro interior, nos asola desde las orillas de nuestra propia existencia. La comparación por tanto, es invertida: Conjugar poesía con la alusión a ese refugio para soportar el siroco siciliano, no conduce a la simple equiparación de un espacio físico con un espacio moral: Todo lo contrario. Lo que demuestra la oportuna ocurrencia del poeta al imponer un título hasta cierto punto dramático, es que el viento lírico sopla dentro de nosotros y que somos nosotros el cuarto que nos resguarda de él porque solo puede combatirse sintiéndolo romper honestamente en el rostro del alma, sin otra defensa que la digna quietud, la decencia y la búsqueda de la belleza y la verdad. Lo de la estancia italiana es una preciosa y culta alusión pero no pasa de ser, acaso, solo una pequeña ayuda para animarnos y comprender que otras feroces adversidades pueden combatirse mucho mejor. La enseñanza escondida que descubre el lector es, por tanto, mucho más profunda y guarda mucha mayor inquietud que la que pueda ofrecernos, siendo mucha, el fugaz paso del Siroco al estrellar su ímpetu sobre las paredes de nuestro refugio.
Tengo la grata sensación de haber leído un libro de viajes, un largo y emotivo itinerario que cruza territorios y espacios a lomos de la ensoñación, la lectura, el recuerdo más puro e inferido desde la conciencia y no solo desde la memoria, desde la meditación y, ante todo, desde la mirada atenta del paisaje invisible que convive con aquel otro paisaje físico que azarosamente nos rodea. Hay poemas en los que ambos paisajes coinciden y entonces la palabra se torna en una delicada celebración compartida con los seres más queridos o añorados que tenemos el privilegio de contemplar.
No hay viaje que se precie sin conversación y son muchos los diálogos que el libro nos plantea desde su discurrir cadencioso y sencillo, rebosante de madurez. Cada poema propone otros nombres que se cruzan en este largo camino de vuelta porque creo que el poeta siente que vuelve aunque aún se encuentre muy lejos. La decisión de embarcar en la frágil nave de la poesía, fue inflexible pero, parece mentira, aún guarda el sabio rescoldo de la duda. Y la vida, jalonada de claves diminutas pero esenciales, sigue tejiendo una lenta respuesta asociada con la preocupación o el empeño, casi un deber, por encontrar nuestra voz y su lugar en el tiempo.
Si un libro ofrece estas y otras muchas enseñanzas que podría exponer sin esfuerzo por su claridad o lucidez, no me cabe más que recomendar encarecidamente su lectura y otorgar, como señala la solapa, esa condición de poeta necesario para su autor. No pierdan la ocasión de leer este manojo de poemas de Álvaro Valverde. Podrán celebrar la luz de la poesía, apreciar su valor y, de paso, elevar su entereza cuando arrecie el viento infatigable de la terca mediocridad.

Nota: Esta reseña (ilustrada con una fotografía del autor que aquí reproducimos) ha sido publicada por el poeta y fiscal Jesús García Calderón en su muro de Facebook.