Es una suerte inmensa para aquellos, como él,
«analógicos irredentos», incapaces de disfrutar de las letras en la pantalla
con aprovechamiento, y para los apasionados de la literatura, a los que ahora
pomposamente se llama letraheridos, que Álvaro Valverde, sin ningún lugar a
dudas uno de los poetas de referencia de la poesía actual en español, se haya
decidido a desbrozar su blog, igualmente ineludible para todo
aquel que quiera estar al tanto del panorama lírico y aun de la poesía en
general, para publicar en papel aquellas entradas que ha juzgado idóneas para
asignarlas al versátil subgénero del diario. Ha hecho bien, además, en
decidirse a entregarnos esta selección puesto que sospecho que en el fondo,
como confiesa en la introducción del volumen, se decidió a abrir su blog, bitácora
o libro de vario asiento, aunque dude, tal vez un poco por coquetería
intelectual, de si «la aventura merece la pena», por la ilusión cumplida de que
al fin hubiese encontrado un recipiente idóneo para contener, y obligarse a sí
mismo por consiguiente, a llevar un diario, una oportunidad para vencer su
pereza, por falta de constancia y de hábito, que no ha desaprovechado.
Porque olvido es, pues, fruto de la escarda, sobre todo de
recensiones y de artículos de crítica literaria, de lo puramente literario en
suma, y del espigueo de aquellos apuntamientos del blog que
atañen, a grandes rasgos, a lo personal, porque creo que tampoco en el blog que
muestra en internet tienen cabida apenas ni lo íntimo ni lo privado. De hecho,
en el libro insinúa por partida doble que lleva a tal efecto, en paralelo, una
especie de blog secreto, que naturalmente no va a airear. Me
he acordado al leerlo, por la parte hiperbólica, del caso casi enfermizo del
matrimonio Tolstói y
de los múltiples diarios, algunos bajo llave o escondidos, que llevaban ambos
cónyuges.
En este sentido, el deslinde entre lo privado y lo
público por un lado, y entre lo íntimo y lo literario por otro, es una de las
cuestiones que suscita el libro y que afecta de lleno a la naturaleza del
subgénero diarístico en sí, en cuyas características no entraremos aquí por
exceder nuestras intenciones pero que surgen durante su lectura, en particular
la del sucinto prefacio del propio autor, titulado «Solvitur ambulando», el
lema que figura como frontispicio del blog, una receta que al
parecer le prescribió «el viajero Patrick
Leigh Fermor al trotamundos Bruce Chatwin» y que se aplica a él mismo, pues no en vano es un
caminante curtido casi a diario en paseos solitarios, un tanto ariscos incluso,
tanto campestres, por los alrededores del molino tutelar, la «parte sustancial»
de su territorio poético, esto es, de su mundo, como urbanos, por su Plasencia
natal, tanto largos, de varias horas, como cortos, según su estimación, pues
serían más o menos de cinco kilómetros. Está claro que Valverde pertenece a la
nutrida estirpe de los escritores andariegos, que van de Basho a Walser, por citar dos extremos, o, en
su caso, de Claudio Rodríguez a Antonio Machado, autores de poemas
andados que son dos de sus faros líricos.
Como decía, el prólogo y la primera entrada dan pie
para reflexionar sobre los rasgos genéricos, entre lo épico y lo didáctico, del
diario, tan difusos, en los que no vamos a profundizar. De la amplísima
taxonomía diarística en España, y eso que era una modalidad casi inédita por
nuestros lares hasta hace poco —no como en otros países occidentales,
Inglaterra y Francia sobre todo, con referentes fundamentales que irían
de Renard a Léautaud, de Bloy a Gide— han escrito con mucha solvencia Anna Caballé y Laura Freixas, autora ella misma
de uno muy peculiar. De hecho, a veces se cita a
autores ya del siglo XX como Rosa
Chacel o Josep Pla como
antecedentes de la eclosión actual a lomos de la moda de la autoficción
narrativa, a buen seguro multiplicada pronto por el confinamiento pandémico, de
una heterogeneidad amplísima, de Jiménez
Lozano a Trapiello,
los más sustanciales a mi juicio de entre los que conozco, de Luna Borge a Sánchez-Ostiz, de Iñaki Uriarte a Roger Wolfe, por nombrar alguno de los
que me vienen ahora a la cabeza. Recientemente recuerdo los del crítico
dramático Marcos Ordóñez o del
novelista Miguel Ángel Hernández. Valverde, que se incorpora con todas las de la ley a la
nómina de esta nueva tradición tan fecunda en nuestra literatura hodierna, cita
los no menos espléndidos —adjetivo que tomo de Santiago Castelo— de tres autores que me resultan también tan
queridos: Luis Javier Moreno, José Antonio Gabriel y Galán y José Carlos Llop.
En cuanto a la diferencia, aspecto igualmente harto
interesante, entre el diario propiamente dicho y el blog, rincón
particular, concebido en su caso más bien como un cajón de sastre, por
sintetizar, un poco a la buena de Dios, su delimitación, diría que éste tiene
una inmediatez de la que carece el diario literario, que con frecuencia se
retoca e incluso elabora con posterioridad, a partir de las notas tomadas,
muchas veces a vuelapluma, en el momento: pensemos en los citados Trapiello y
Jiménez Lozano. Seguramente por eso señala Valverde que no ha corregido
prácticamente nada de lo aparecido en pantalla. Ofrece, eso sí, en este orden
de cosas, la posibilidad de acudir a la fuente para completar información
mediante un enlace. Por lo demás, él mismo confiesa, al aclarar de inicio
algunas de estas cuestiones textuales, su contumaz afición a los diarios de
toda laya y condición, no sé si, como me sucede a mí como lector, por la
libertad absoluta que proporcionan sus fronteras permeables en cuanto a su
contenido y la posibilidad de acceder a zonas vedadas a otros géneros. En mi
caso, la incorregible propensión vence siempre a la mala conciencia de cierto
voyeurismo vergonzoso de la vida de los otros.
Ahora bien, semejantes disquisiciones y elucubraciones
genéricas son de todo punto ociosas y prescindibles por completo para el
lector, así que vayamos a la materia del libro. Como resumen apresurado de su
contenido, me he acordado de aquello que se dice le pidieron en su día Villaespesa y Rubén Darío a Juan Ramón Jiménez: que abandonase su
blanco retiro moguereño para ir a Madrid a luchar por la poesía modernista.
Desde el principio queda claro que Valverde se ha entregado a esa misma guerra,
siempre perdida, desde que se conjurara con Campos Pámpano, los Lama y Feria, bajo la orientación inicial
de Felipe Núñez, para «modernizar y poner en
hora» la literatura extremeña y «acabar de una vez por todas con la cerrazón y
el anacronismo». Y a fe que esa regeneración cultural fraguada en un compromiso
firme y constante con su tierra se ha logrado. No cabe sino ponderar esa labor
a través de las Aulas de Cultura, los Planes de Fomento de la Lectura o la
Editora Regional, cuyos frutos son evidentes: bastaría constatar la pléyade de
escritores, en particular poetas, surgida en los últimos años en Extremadura,
notable en cuanto a calidad y cantidad, muy por encima y sin parangón en el
resto de España, a mi juicio como consecuencia de este empeño, del entusiasmo
sin tregua por la literatura de verdad y por su enseñanza, difusión y contagio.
Pero esa defensa cerrada de lo literario, de la poesía
como pasión, quizá vicio a mayores, y vida («Defensa de la poesía» se titulaba
una charla que ofreció en la Biblioteca Torrente Ballester de Salamanca),
conlleva y acarrea trajines múltiples y sinsabores varios. Aun así, conociendo
a la perfección el percal de la negra provincia de Flaubert y del conjunto del país, de la triste condición de
los poetas, genios siempre incomprendidos y amarrados a modo trepa al
resbaladizo escalafón, sometidos a la vanidad y por tanto sobornables a bajo
precio, siente debilidad por todos ellos, y se muestra comprensivo a la manera
estoica con sus miserables y ridículos pecados. Por eso acude a donde lo
llaman, a actos, clubes de lectura, coloquios, mesas redondas o presentaciones,
siendo, por timidez o por alergia al trato y conversación, poco proclive a
semejantes tiberios. Cumple siempre, a debida distancia, sintagma que dio
título a uno de sus libros y repite varias veces como indicador de sus
prevenciones, pese a proclamarse huidizo («Desaparecí. Según
costumbre»), de ahí que tenga fama de escapista («hacer un Valverde», al decir
de Jordi Doce). Se aplica a
rajatabla, en este sentido, el lema de Ferrater: «Diré lo que me huye. Nada diré de mí», en efecto no hay
en las cuatrocientas páginas de la recopilación ni rastro de la viscosa baba del
yo, en relación con lo dicho de la ausencia de intimidad.
La enojosa brega en actos sociales o con autoridades
(como dice en un poema de circunstancias cum mica salis en
honor de Santiago Antón:
«Los dos hemos bregado/ con poetas, artistas y políticos») no le impide
centrarse en la lectura por sobre todas las cosas. Aquí sólo se mencionan, al
hilo, algunas, pues ha eliminado como dijimos recensiones y comentarios
críticos, pero su amplitud impresiona, se arrima al cobijo seguro de Heaney, Brodsky o Zagajewski,
o de forma en cierto modo sorprendente de Lanza del Vasto o Askildsen, da buena cuenta de los clásicos y de sus maestros del
cincuenta y anteriores, pero también se ocupa de poetas jóvenes. De la misma
manera, ya que he nombrado a dos premios Nobel y a otro que debería serlo, el
amor por su tierra, «escondrijo, acechadero», sus pueblos, el paisaje y el
paisanaje, por los últimos estertores de una civilización campesina, que
recorre repetidas veces al volante por carreteras secundarias, otra de las cifras
de su poesía, así como por lugares emblemáticos: Yuste y el cercano Cementerio
Alemán o su Plasencia del alma, sus Plasencias, para ser más exacto, para bien
y para mal, «odi et amo», a ver qué remedio, no obsta para una visión
universalista en la línea del adagio de Torga: «Lo universal es lo local sin paredes».
Son multitud, claro, los motivos colaterales que
asoman por los apuntamientos, desde tipos y escenas costumbristas hasta
digresiones sobre los cafés y su idiosincrasia o la dispar tipificación de las
piscinas naturales y públicas; de la evocación de cantantes de su juventud a
remembranzas agridulces de su niñez; de sucedidos familiares, tratados con
discreción y pudor, o personales, por los que pasa de puntillas, así su
destitución de la ERE, a viajes en auto por toda la geografía patria y algo de
su amado Portugal, con mucha frecuencia a Conil, Gijón y Salamanca; desde
incursiones en la escultura, la pintura, la música o el cine, las menos, a las
bromas sobre el baldón agropecuario que le han caído a sus poemas o el
provincial igual de anticuado, sambenito de sus novelas; desde las diversas y
acogedoras librerías a su admirable vocación de maestro de escuela, base, me
imagino, de su dedicación a tiempo completo a la difusión de lo poético.
El tono del libro de este «solitario empedernido», que
es seguramente muestra y retrato de su carácter y de sus adentros, se me antoja
el de su poesía «por libre», en acepción de Juan de Mairena original por vía de
la tradición, que no novedosa, y viene determinado por el sugerente cuadro de
la portada, Melancholia, del pintor finisecular Charles Corbet. «Soy más melancólico
que nostálgico», aclara el propio autor, pero no sé si hay una cosa sin la
otra; bueno, acaso sí en Cervantes y
por esa vía suavemente melancólica, con una gravedad cierta pero asordinada,
proceda Valverde. A este respecto, cabe recalcar la presencia abrumadora de la
muerte, la abundancia de notas necrológicas, de obituarios como homenaje,
plenos de gratitud, de conocidos, de familiares y de una larga lista de
escritores. De hecho las dos últimas anotaciones, sobre el gran poeta Antonio Cabrera y el gran editor
y narrador Julián Rodríguez, lo son. Y sobre todo el
libro gravita la figura de su cómplice mayor: Ángel Campos Pámpano. Esta
propensión, conjeturo, tal vez emane, en palabras del escritor, de los «efectos
colaterales de la melancolía, por decirlo con Jean Clair».
En suma, Porque olvido destila un
«fervor por los versos», como él mismo señala con ese sustantivo que lleva
directamente a sus admirados Borges y Zagajewski; una defensa a ultranza, en
todos los ámbitos, de la poesía, sea vertical u horizontal; de la literatura
sentida al modo tradicional en el más amplio sentido de la palabra. No es de
extrañar que se cite en varias ocasiones a Steiner y su idea de Europa, pues la literatura tomada así es
el humus y sostén de una cultura, la nuestra, la occidental, de una
civilización amenazada por la barbarie y la frívola banalidad representada en
el terreno lírico, bajemos por ejemplo al barro del cuadrilátero internauta,
por la para, sub, infra poesía que Valverde, en nombre de la inmensa minoría,
viene combatiendo quijotescamente por los medios. Y siempre con la misma prosa
limpia, con la misma claridad y precisión de estilo, cada vez más machadiano,
como evidencia su parco confidente habitual, al tiempo maestro, ejemplo y
amigo, el también placentino Gonzalo
Hidalgo Bayal, de su poesía y su narrativa.
Nota: Esta reseña se ha publicado en la revista El Cuaderno.