Julio Martínez Mesanza
(Madrid, 1955) se licenció en Filología italiana y trabajó en el
Ministerio de Cultura y en la Biblioteca Nacional de España al lado de su mentor y amigo Luis
Alberto de Cuenca. Ha sido director de
los centros del Instituto Cervantes de Lisboa, Milán, Túnez, Estocolmo y Tel
Aviv, donde reside actualmente, y fue responsable de la dirección académica en la sede central de ese organismo
oficial.
Forma parte de esa
generación que ha sido nombrada por los antólogos de distintas formas: “postnovísima”,
según Luis Antonio de Villena; “de los 80”, según José Luis García Martín;
o “de la Democracia”, según Ángel Luis Prieto de Paula. “Es
biológicamente inevitable pertenecer a una generación determinada. Después, se
comparten unos presupuestos y otros, no”, ha comentado a este propósito. Y: “Yo tampoco pienso que mi poesía se ajuste por
completo a la definición de línea clara”,
aunque con frecuencia se le sitúe en las colmadas filas de la “poesía de la
experiencia”.
A libro de poesía por década, es autor de Europa (en sucesivas
ediciones: 1983, 1986, 1988 y 1990, al que habría que sumar Fragmentos de
Europa 1977-1997, de 1998), Las Trincheras (1996), Entre el muro y el foso (2007) y Gloria (2016,
que recoge poemas escritos entre 2005 y 2016, Premio Nacional de Poesía en
2017).También de la antología Soy en mayo (2007), prologada por
Enrique Andrés Ruiz.
Ha traducido poesía
italiana tanto clásica (Miguel Ángel, Sannazaro, Foscolo, Dante) como
contemporánea (Montale).
En una
entrevista concedida en 2018 a Jaime Cedillo (El Cultural), Mesanza afirmaba: “he dicho por ahí que eso de
la unidad de los libros de poesía es una superchería. Se escriben poemas. Si el
poema es tan largo como un libro, el libro será unitario. Hay algo de muy
artificial en esos libros en los que, pretendidamente, cada poema está en función
del conjunto, pero, leído aparte, dice muy poco. Si un libro está hecho de
poemas que, en su mayoría, no valen nada, ¿qué más da la unidad? Por lo
demás, sí, yo hago pocos poemas, pero, al final, sumados todos los de una vida,
puede que sean demasiados”. Unos cuantos, sustanciales y bien elegidos, son los
que componen la cuidada antología Jinetes de luz en la hora oscura,
que aparece en el sello ovetense Ars Poética en edición de Alfredo Rodríguez,
donde, para mi gusto, sólo desentona la imagen de la cubierta.
Según costumbre, Rodríguez no puede (ni quiere) disimular su
fervor por la poesía y la persona (nos cuenta en el “El
mito del alma“, su prólogo, cómo viajó a Madrid para conocerlo) del
madrileño. Le pasa lo mismo cuando comenta la poesía o dialoga con el poeta al
que más páginas ha dedicado: el novísimo
José María Álvarez. Esa falta de distancia hace más genuina y cercana su
introducción, sin duda, pero también la sobrecarga de un melifluo entusiasmo (“Esta
es la clase de libros que pueden hacer que uno se olvide el mundo”) un tanto empalagoso.
En ella, con solvencia, se nos habla de un poeta en el que no caben ni el
conformismo ni la complacencia. De la métrica que utiliza. De su “impulso
musical” y “rítmico” (basado en “la música de las palabras”). De su “sólida
formación clásica”. De los “símbolos épicos” (el de la épica es, sí, un asunto
fundamental aquí). De su poesía “honda, filosófica” e “imbuida de religiosidad”.
De su “poderosa originalidad”.
Recuerda que se calificó a Mesanza como “poeta de la
historia”, alguien que “cree que la Historia dignifica”. No olvida decir que su
“fundamento es moral” y que estamos ante un hombre “que escribe para el futuro”.
Para Mesanza, la poesía es “uno de los pocos dones del espíritu que le quedan
al hombre contemporáneo”. Afirma, en fin, que es el “último testigo de una
manera de vivir”.
La antología se abre con dos citas (“Dejan de molestarme ya
los hombres: /duermo en las sucias cuadras, lo prefiero, / duermo siempre en un
carro de combate.” y “No debes escuchar a la tibieza, / ni a su amiga triunfante,
la ironía. / No vayas con quien nunca dice nada, / ni con quien vive siempre
enmascarado.”) y una breve poética fechada en septiembre de 1982 “Mi corazón
siempre estará con Hernán Cortés y con Francisco Pizarro, y nunca con la
Compañía de las Indias Orientales. Me gustaría haber participado en la carga de
Cajamarca junto a aquellos jinetes que firmaban con una cruz. Por lo demás,
quiero recordar aquí que las obras de Ennio y de otros muchos no se han perdido
por culpa de los soldados, sino por el arbitrario gusto de los filólogos”.
Los poemas se suceden cronológicamente y en ningún sitio se
advierte de a qué libro pertenece cada uno. No hace falta. Estamos, así, ante
una obra nueva que funda su unidad
(quiérase o no) en un tono de voz personal y reconocible establecido sobre un
mundo también propio. Nadie puede negar que Mesanza ha ido por libre.
La crítica suele adjudicar a su poesía el marbete de “épica”.
A este tema dedica, como dije, algún párrafo Alfredo Rodríguez. Nadie lo
explica, no obstante, mejor que él: “Yo creo que
utilizo y he utilizado muchos símbolos del ámbito militar (artillería, carros
de combate), pero la épica es otra cosa. La épica tiene sentido en una sociedad
en formación, con unos valores compartidos, entre los que se privilegia,
precisamente, el valor”. Y: “La épica no existe. Ha tenido su momento en cada
cultura, civilización e infancia de esos pueblos pues el sentimiento épico
acompaña el nacimiento de un país. La épica deja un lenguaje que puede influir
en algunos poetas, pero no hago épica, puede que haya cierto regusto por los
símbolos militares que hay en mi poesía y que se pueden relacionar con la épica”. O:
“la épica ha dejado de existir porque sus valores no forman parte de las
prioridades del hombre moderno”.
Sí, es cierto que abundan los
símbolos épicos en sus versos. Además de los que nombra más arriba, la torre (“Es
poder una torre sobre rocas”), los caballos, la frontera, el arco, la landa, el
desierto (“Sólo sabes vivir en el desierto”, escribe, y allí, los tártaros,
como en la memorable novela de Buzzati), las trincheras, el soldado, el muro y
el foso (como el título del poema y del libro), el páramo, las ruinas, los
desfiladeros… Para muestra… “San Luis”, de donde toma Rodríguez el título de este
florilegio.
Si tuviera que relacionar ese
imaginario (un amplio campo semántico) con el de otros poetas contemporáneos,
recurriría a Borges (con el que coincide en el gusto por las enumeraciones
caóticas, como en “Ghar El Melh”) y a Cirlot (“La torre en el yermo”: “Sólo el
orden anhelo, y la belleza…”). También al citado Luis Alberto de Cuenca. Son,
digamos, poetas de la misma estirpe, algo que va más allá de las figuraciones y
que atañe también a las ideas.
El aire de esta poesía es
histórico (como una parte de la obra de Cavafis), pero con un sesgo
intempestivo. El pasado es presente. O ambos, futuro. Léase “Nínive”. O
“España”, que tan actual me parece: “Muere una patria como muere un alma, /
desperdicia la gracia, se hace sierva”.
Está atravesada por la
desolación y la amargura. Por la tristeza (“Yo abandoné mi escudo. Soy el
triste”). Hay un claro sentimiento de pesimismo y de derrota: “No tengo nada
del poniente al orto, / salvo la sensación de estar vencido”. Se asume sin
alharacas. Sin vana queja ni jeremiadas. Todo ese dolor es serena, melancólicamente
aceptado. Como corresponde a quien ha leído a los clásicos y no puede ocultar
su condición de humanista (consciente, eso sí, de que dentro de un hombre puede
habitar “un monstruo” y de que “Nada enseña a un hombre”). Y de creyente: ya se
dijo que la religión es aquí ley. Dios, la Virgen… Las ceremonias y los ritos. En
Mesanza reside un moralista. Quiero decir que su poesía es moral. No es
casualidad que use tanto la palabra “alma” (en “San Petersburgo”, por ejemplo).
“La extrañeza y el alma son lo mismo”. Digo “moralista” y recalco las muchas
virtudes que defiende en sus poemas: el valor, la lealtad, el honor... Brilla
la amistad sobre todas: “De amicitia”.
Y el amor: “Remedia amoris”, “Los
sueños del guerrero”…
Del lenguaje de Mesanza también se ha ocupado con solvencia
la crítica. Se han ponderado, con justicia, sus endecasílabos blancos y graves
(Rodríguez lo señala) o su maestría a la hora de aplicar los encabalgamientos.
Su poesía es epigramática. Esa es la base. Y, por eso,
clasicista. Sin complejos. Lo que no significa que no sea de su tiempo o inevitablemente
moderna, de ahí que disienta con su editor cuando este alude (no sin ironía, supongo)
a su “tono antiguo”.
A quienes llevamos muchos años leyéndolos no deja de
sorprendernos la perfección formal de estos poemas que parecen cincelados.
Inspiración y artesanía. Son rotundos, concisos, redondos, perfectamente
adaptados a lo que pretenden transmitir. Pura fibra, digamos. Sus finales
desarman.
El que
cierra el volumen, perfectamente escogido, “Mar Saba”, empieza: “Dame palabras fáciles y claras / para explicar la
sencillez del alma / antes de ser rozada por las cosas”. Sobre él ha dicho: “Esas palabras fáciles y
claras son las que pedía para sí San Juan de Damasco, que vivió, precisamente,
en el monasterio de Mar Saba. Siempre he defendido que el lenguaje de la poesía es el más sencillo en
cuanto a léxico y sintaxis. A
mí (y a veces corro el riesgo de caer en la abstracción), me gusta usar esos
nombres genéricos. Lo de “árbol” y no “cedro” es un ejemplo
deliberadamente exagerado. A veces, claro que hay que decir “cedro”. Lo que me
parece que puede arruinar la economía del poema es la aparición de una planta
cuyo nombre y forma sólo conocen el poeta y algunos especialistas en botánica,
y que muchas veces está puesta ahí a propósito, como para presumir”. Elocuente.
No
cansan los versos de Mesanza. Permanecen. Imagino el asombro de quien se
acerque a ellos por primera vez. Este libro no sería un mal comienzo.
NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO.