11.6.21

Yolanda Pantin: por intermediación de la poesía

Yolanda Pantin nació en Caracas en 1954, aunque pasó su infancia en la localidad de Turmero, “el derrame de Maracay”, en el Estado de Aragua: “Es un lugar con base real aunque inventado… Lo que llamo Turmero está en mi cabeza”, ha confesado. Allí permanece la casa familiar que levantó su padre, tan presente en su poesía desde su primer libro, que la nombra: “Mi padre sueña un lugar. Habla de paisaje, de jardín, de un alto muro que lo defienda”.
Estudió Letras en la Universidad Católica Andrés Bello. Además de ensayista, dramaturga, fotógrafa, editora (cofundó Pequeña Venecia) y autora de literatura infantil y juvenil, es poeta. Suyos son los libros Casa o lobo (1981, que apareció en la entonces prestigiosa editorial Monte Ávila), Correo del corazón (1985), La canción fría (1989), Poemas del escritor (1989), El cielo de París (1989), Los bajos sentimientos (1993), La quietud (1998), El hueso pélvico (2002), Poemas huérfanos (2002), La épica del padre (2002), País (2007), 21 caballos (2011), Bellas ficciones (2016) y Lo que hace el tiempo (2017). Los recogió en País. Poesía reunida (1981-2011) (Pre-Textos, 2014, en edición de Antonio López Ortega).
Ha obtenido, entre otros, los premios Fundarte (Caracas), Poetas del Mundo Latino “Víctor Sandoval” (Aguascalientes, México), Casa de América (Madrid) y Federico García Lorca (Granada). Fue becaria de las fundaciones Rockefeller y Guggenheim.
No hace falta recordar que es una poeta fundamental en el panorama lírico hispanoamericano y un referente de la poesía venezolana contemporánea a la que pertenecen poetas cuyos libros ha reseñado uno recientemente, como Arturo Gutiérrez Plaza, Eugenio Montejo e Igor Barreto. Al fondo, siempre, Rafael Cadenas.
Vuelve Pantin al catálogo de Pre-Textos –siempre tan atenta a la poesía hispanoamericana en general y a la de Venezuela en particular– con El dragón protegido. Consta de dos partes.
Empieza y termina igual: con sendas alusiones al caballo, un animal que abunda en su obra, todo un símbolo (que figura, por cierto, en el escudo de su país). “En mi línea ancestral / hay un caballo”, escribe en “Sueño”, y: “Hay una niña / que fue // en el fondo // con los caballos / desbocados”. En algún sitio ha aclarado que sus caballos son los de trabajo, no los de la equitación; caballos que “en Venezuela están ligados de una manera muy natural a nuestra vida”.
Se aprecia el gusto de la autora por la poesía breve, de versos muy cortos, tan delgada en apariencia como en su más íntima realidad. Plena de silencios marcados con espacios en blanco. Sin adjetivos. La precisión y la exactitud son norma. Su tradición no es la de la poesía verbosa, tan abundante en ese lado del Atlántico, sino la de la concreta, sobria por naturaleza, concisa y concentrada. Una vez dijo: “Mi obsesión: tratar de que el lenguaje diga más con menos palabras. Nunca me he dejado seducir por las palabras porque me da miedo la palabrería”. Por eso ella opta por la que está a favor de la sugerencia y del misterio. Tan delicada como frágil, algo que a uno le evoca sin remedio la poesía de Emily Dickinson. Nunca hermética. Pantin ha celebrado como liberación el momento en que “descubrí que la poesía también era un relato”. El de su vida, tan apegada a sus palabras, fuente inagotable de estos versos donde, ante todo, vuelve, de la mano de la memoria, la infancia. Con ella, la casa que mencionamos antes y su padre. En cuanto a su madre: “Yo digo que soy la «amanuense» de mi mamá porque heredé o aprehendí su mirada. Ella mira y yo escribo. Esa conciencia de ser la amanuense de mi madre me perturba un poco pero la acepto porque alguien tenía que dejar ese testimonio por escrito”.
“Mi primer recuerdo / es la afirmación / en el no”, leemos. “Era el miedo /sentido / como premonición”. “El vallado” regresa a la casa familiar y, ya allí, a una parte esencial: el jardín. Esta es una poesía llena de naturaleza civilizada: de plantas y animales domésticos. “Llamado” sigue en la misma línea. El “sigilo” del padre es comparable al del gato, “con esa elegancia / de / no dejarse/ sentir”. Un sigilo que también es aplicable a este modo de decir tan sensible como sutil.
En “Pasaje”, dedicado “a la memoria de mi abuela Blanca”: “Escogí / para mi voz // tener la suya”. En “Ocumare”, la niñez, la muerte y el mar.
“Devociones” nos retrotrae a lo más humilde y cotidiano, siquiera sea en sentido religioso. Ese es el ámbito en que Pantin se mueve, y no me refiero ahora al restringido plano de las creencias sino al de la naturalidad. Cuando habla, por ejemplo, del “mijao” (el anacardium excelsum). Y ya que lo menciono, bien está subrayar la importancia que aquí tienen no sólo el paisaje y el paisanaje venezolano de esta región interior, sino también las palabras que usa para nombrarlos: los venezolanismos. Léase “El parque”.
Volviendo a la familia, en “Guerrero” escribe: “El alma / de esta casa vive / detrás / de los retratos”. Añade: “Es un dragón albino”. Termina: “No se inmuta / cuando nos cruzamos / porque está / protegido”.  En “Varones”: “Todas las mujeres / tienen algo / que contar. // Todas las historias / están enterradas”.
“La vista” (y antes, “Anhelo”) se funda en el poder de la mirada. En “Los temores”, “Y es que el miedo / no termina de saciarse // porque come / de un adentro / vulnerable”.
A veces se aproxima a la forma del haiku. Como “Certeza”, pongo por caso.
“Portal” es un poema precioso donde se canta la sencillez. Sí, “El hombre que vende / agua de coco”, por lo que dice ella, “es un Señor”. Lo mismo que “Arcilla”, que cierra la primera parte del libro: “Casi todo lo que importa / está encerrado y es natural / que no se manifieste”. Tal un secreto.
La segunda parte está formada por poemas sin título, más breves aún, más afilados. Su tono es por momentos metafísico. Y alegórico. Cercanos a lo aforístico.
También desde el principio encontramos otro motivo recurrente que no deja de repetirse a lo largo del volumen. Me refiero a la reflexión acerca de la propia poesía. Para Pantin, “Es un vaso // que no se puede llenar”. Hay numerosos poemas, en ambas partes, centrados en ese asunto: “Lear”, “Descubrir”, “Frágil” (“por un sendero de vidrio”)... Leemos: “Un poema no puede irse / por las ramas, // busca / ciego / el centro / donde arderá”. O: “Pensé que la poesía / era en abstracto, // pero en concreto, / la poesía es espíritu” (que es uno de los poemas de esta segunda sección). Todo se concibe “por intermediación de la poesía”.
Dentro del conjunto encontramos trece brevísimos (dispuestos de dos en dos en la página, arriba y abajo) que podrán pasar por anotaciones o epifanías: “Al callejón mental / con los caballos”. Allí, animales y árboles. Pájaros que cantan. Y la luz “inasible”, esto es el trópico: “Buenas tardes, / preciosa luz”.
Lo popular, con aires de canción, es ostensible. En el poema “La verdad”, por ejemplo, y sus siete partes. En otro dice: “No hay nada heroico / en seguir la canción. // No puede ser de otra manera. // Es el curso del río / natural y cristalino // que fluye”. Y: “¿Qué podemos / los sordos / en la hora de la canción”.
“Una, lo que ha hecho en la vida es caminar escribiendo, avanzar escribiendo, sin tener ningún destino sino el hacer desprendido”, ha comentado Pantin en una entrevista. Y: “Mi viaje ha sido de exploración interior, buscando lenguaje y palabras que puedan comunicar un cierto estado, un pensamiento, una percepción, una intuición”. También: “Con la poesía se puede decir lo que no se sabe. Lo que tú no sabes y lo que nadie sabe. Esa es la fuerza que tiene la poesía”. Para muestra, este protegido dragón.
 
El dragón protegido
Yolanda Pantin
Pre-Textos, Valencia, 2021. 92 páginas. 16 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO.