Hay libros que se
quedan atrás. Ni llega uno a todo ni soy el personaje mallarmeano de “Brisa
marina”. Este que voy a comentar, por ejemplo, pudo escaparse, pero por suerte está
aquí.
El 24 de septiembre de
2006 anoté en mi blog que Francisco Ruiz
Soriano había incluido en su antología La Generación de 1936 (Letras
Hispánicas, Cátedra) al extremeño Antonio Otero Seco y anunciaba, de paso, que
la Editora Regional de Extremadura (que por entonces dirigía) iba a publicar al
año siguiente una selección de sus versos. No fue en 2007 sino en 2008 cuando
vio la luz en la acreditada colección Rescate
el libro Antonio Otero Seco. Obra
periodística y literaria [Antología], editado por Francisco Espinosa y
Miguel Ángel Lama. La obra consta de dos volúmenes. En el primero hay un amplio
prólogo: “La amargura del exilio”, que completa una bibliografía y los
criterios de edición. A eso se le suman los artículos políticos (1936-1939) y
los de crítica literaria (1957-1969), de incuestionable valor (léanse, pongo
por caso, “La literatura emigrada” o “Jorge Luis Borges o el misterio”).
En el segundo, las
narraciones Gavroche en el parapeto
(“este libro no es un reportaje ni una novela. Para lo primero le sobra
intimidad, para lo segundo le falta fantasía. Es, sencillamente, la impresión
de unos hombres que han vivido la guerra en las propias trincheras. Nada más”)
y Vida entre paréntesis (“un relato
inédito sobre su vida en Madrid tras la derrota” y “la narración más exhaustiva
que hizo de sus años carcelarios”, según Espinosa y Lama), así como España lejana y
sola. Antología secreta (1933-1970), que recoge casi cien páginas de su
poesía en un florilegio, con rótulo lorquiano, que preparó él mismo, publicado
póstumamente en Hommage à Antonio Otero
Seco (Rennes, Centre d’Études Hispaniques de la Université d’Haute
Bretagne, 1971). Además, este tomo incluye un epistolario y un generoso álbum
fotográfico.
Otero Seco nació en Cabeza del
Buey (Badajoz) en 1905. “Estudia Derecho y Filosofía y Letras en
Sevilla, Granada y finalmente en Madrid, adonde llega en 1930 y en cuya
Universidad Central se doctorará en Filosofía y Letras”, nos explica Mario
Martín Gijón, que le dedicó el artículo “Antonio Otero Seco, escritor
desterrado y mediador intelectual entre el exilio y el interior” (Revista de Estudios Extremeños, 2007).
En 1937 se casó con María Victorina
San José, con la que tuvo tres hijos: Antonio, Mariano e Isabel.
Su peripecia vital está centrada en la Guerra Civil y en las
consecuencias que vivirla con intensidad le acarreó: un consejo de guerra por adhesión
a la rebelión militar con agravantes (algo que queda pormenorizadamente
explicado en la citada introducción de Espinosa y Lama) donde el tribunal
solicitó pena de muerte. Le fue conmutada por una condena de cárcel de treinta
años que al final quedaron en muchos menos gracias a una revisión de la pena.
Tras pasar por las prisiones de Porlier, Puerto de Santa María y El Dueso, quedó
en libertad atenuada en 1941. En 1947, disfrazado de cura, en tren, primero, y
en una barca con la que cruza el Bidasoa, después, se exilia en Francia. “Ahí
empieza su segunda vida”, sostiene Juan Manuel Bonet. Un suceso que cambió su
manera de ser. Él mismo contó que el hombre “barroco, hablador, desordenado e
imaginativo” dio paso al “sereno, reflexivo, analítico, cartesiano”.
No sin soportar trabajos crematísticos y de pura subsistencia
(lo mismo que le ocurrió en Madrid al salir de la cárcel), fue contratado como
profesor de la Universidad de Haute Bretagne en Rennes, ciudad donde vivió desde
1952 hasta su muerte en 1970. “De nostalgia y lejanía”, reza en una placa universitaria colocada en su honor.
Aunque publicó precozmente,
con apenas veinte años, varias novelas (El dolor de la vejez, La
tragedia de un novelista, La amada
imposible y Una mujer, un hombre, una
ciudad), su verdadero oficio fue el periodismo. Primero en la prensa
regional (Nuevo Diario, Correo Extremeño) y luego en cabeceras
como Mundo Gráfico (donde se publicó –con
un misterioso retraso– la última entrevista de Federico García Lorca antes de
ser asesinado, un significativo hecho por el que sigue siendo recordado), La Voz, Política o –ya en la postguerra– Misión.
“Se convirtió en el cronista
del pueblo de Madrid en aquellos días aciagos”, afirman Espinosa y Lama.
En Francia, colaboró con France-Presse, Le
Monde (Le Monde des Livres), Les Temps Modernes (en un artículo definió a Madrid como “cárcel con
tranvías”) e Ibérica.
También en revistas españolas
como Papeles de Son Armadans, Ínsula o Revista de Occidente.
“Yo soy un viejo liberal,
demócrata y católico que se ha pasado la vida sufriendo las consecuencias de
esa triple desgracia”, le dijo en una carta a Miguel Delibes, que lo calificó
de “hombre íntegro”. “Español, liberal, republicano”, se lee en la placa
aludida. En otra misiva, a su amigo Antonio Piñeroba, escribió: “Sigo haciendo
de la honestidad el mismo culto de siempre”. “La pluma de Otero siempre fue,
pese a su experiencia vital, objetiva y respetuosa”, subrayan Espinosa y Lama.
Nunca olvidó ni su patria chica extremeña ni a España.
Fue, además, masón, un rasgo
que esclarece Manuel Pecellín en su artículo “Antonio Otero Seco, masón
extremeño muerto en el exilio” (Boletín de la Real Academia de Extremadura de las Letras y las Artes, 2012).
El lector curioso podrá
profundizar en su agitada vida si consulta la obra de la Editora Regional que
venimos mencionando. Pero es otro libro de Otero Seco el que hoy nos ocupa. Se
trata de Poemas
de ausencia y lejanía. Poesía Completa, publicado con mucho gusto por la editorial sevillana Libros de la Herida
en su colección Poesía en resistencia.
En la cubierta, un retrato del poeta firmado por su hermano Juan en 1936.
Los poemas y
documentos que componen el volumen han sido recopilados y ordenados por Antonio
y Mariano, hijos del poeta, Edouard Pons y Juan Manuel Bonet, y la edición ha
estado al cuidado de José María Gómez Valero y David Eloy Rodríguez.
Conviene precisar que
Otero Seco no publicó ningún libro de poesía en vida, por más que se haya
demostrado que sí llegó a publicar poemas en revistas.
No podían haber
elegido mejor los editores al prologuista, el recién nombrado Bonet, que tan
bien conoce el periodo histórico que le tocó en suerte (un decir) a Otero Seco.
Sí, el suyo fue, como constatan Espinosa y Lama, un “destino típico,
trágicamente, español”.
Me extraña, por
cierto, que Andrés Trapiello, íntimo amigo de Bonet, no incluyera al extremeño –que
han comparado con Chaves Nogales– en Las
armas y las letras, un referente ineludible de ese delicado momento.
“El hueco de una
sombra” titula poéticamente Bonet su precioso texto, salpicado de anécdotas,
datos y nombres, como corresponde a alguien que maneja un saber enciclopédico. Habla
de su faceta periodística en tiempos de la República, de su “complicada vida
familiar” por culpa de su detención y posterior juicio y sentencia, de Sevilla
y París (una ciudad que “amaba más que ninguna otra”, la natal de Bonet, a la
que dedicó una novela inédita: 98, rue du
Temple, que va a publicar, anuncio como primicia, Libros de la Herida), de
su “incurable nostalgia de España” y de su poesía, como es lógico. “Llaneza
máxima, máxima pureza”, son palabras que podrían servir de lema general a su
manera de decir, aunque Bonet se las aplique a uno de sus poemas, destinado a
su hermana Jacinta, “muerta en olor de sacrificio”, dedicataria de su poesía
completa.
Lamenta el prologuista
que no escribiera Otero Seco unas memorias, “por tratarse se alguien que vivió
todas las tormentas de España, que luego oteó la península «desde el balcón
francés» y que tenía grandes dotes, palpables en su obra crítica, para
rememorar el pasado”.
El libro, que conserva
un título muy parecido al de la antología que él concibió, está dividido en
nueve partes. Al frente, dos citas (una de Collantes de Terán: “Sé pequeño,
libro mío, / para que puedan llevarte / las manos de mis amigos”), y otra de
Domenchina: “La poesía –como el esqueleto– / es la verdad interior / y póstuma
del hombre”) y un poema que no deja de ser una suerte de poética: “[Esta canción…]”
que lleva un epígrafe del Romance del Conde Arnaldos: “Yo no digo mi
canción / sino a quien conmigo va”.
La primera, “Viaje al
sur” (1930-1936), agrupa una serie de sencillos poemas de aire popular (a la
manera del primer Alberti o del Lorca gitano)
dedicados a lugares de Andalucía (salvo “Elche”): Vejer de la Frontera, “Celda
de Colón en La Rábida”, “Salinas de San Fernando”, “Sevilla”, “Plaza de Doña
Elvira”, “Soledad”, “Álora”, “Puerto de Málaga”, “Ceuta”, etc. Incluye una “suite marroquí”, como la califica Bonet:
“Tánger”, “Casablanca”, “Mogador”… Fruto,
sin duda, de un periplo periodístico por el norte de Marruecos.
Eso no obsta
para que el autor de Diccionario de las Vanguardias en España advierta
en estas “postales” “audaces metáforas […] con toques greguerísticos y sobre
todo, sí, ultraístas”, que remiten a su amigo Pedro Garfias.
“Con los ojos abiertos I” se titula la segunda parte. “Hay
muertos enterrados con los ojos abiertos. Y sólo los cerrarán el día que se les
haga justicia”, dice el elocuente epígrafe, tomado de una leyenda indígena
guatemalteca. Y ahí, varios muertos. El primero, “Federico”, al que dedica un extenso
poema donde aparece “Marianita Pineda”, “tu novia antigua sin saberlo”. Después,
“Pedro Luis, yuntero de Badajoz”; el alcalde de Móstoles, Martín Manzano; su
padre: se enteró demasiado tarde de su fallecimiento; Miguel Hernández, a quien
trató durante su estancia en La Cova, junto a Manises, como relata Otero Seco
en un texto autógrafo que dio a conocer su hijo Antonio (el poema se titula
“Miguel”, a secas); y Unamuno (“En la España de Caín, / Abel”). Además, el
emotivo “Muerte”, escrito también en la cárcel de Porlier: “Te miro y no me
ves. Yo siempre aguardo / ese instante sutil que no se siente”.
“Ausencia”, la tercera parte –dedicada “A María, mi mujer”– reúne tres poemas de amor. “Reloj de ausencia”
(fechado en Porlier en 1939 y que presentó a un concurso literario… ¡en 1967!):
“Tú tan lejana y triste. Yo tan triste y lejano. […] Tú tan lejos, tan cerca…”;
“Canción de las cuatro estaciones” (fechado en el penal santanderino de El
Dueso en 1940), donde repite, a modo de estribillo: “María yo te amo”; y “María”
(fechado en París en 1947): “Me ofrecerás tu pelo de Guadiana enlutado”.
En “Mirada interior”, la cuarta, dos poemas, pero muy
significativos y logrados: el que da título a la sección y “Yo no tengo la
culpa”. Bastarían para considerar a Otero Seco un poeta. “Yo no tengo la culpa
de pensar en la muerte, / porque la vida es eso, eso sólo: la vida”.
“Paréntesis sonriente” (1950-1952), la quinta, habla de
nuevo del poeta viajero. Son “instantáneas” (Bonet dixit) de Finlandia, el Círculo Polar Ártico, Estocolmo, Dinamarca,
Copenhague, Moscú, Roma, Nueva York, París (de aire vallejiano: “El día que yo
me muera, París, ¡qué cerca y qué lejos!, / el día que yo me muera / que vaya
el Sena a mi entierro”) y el trópico.
“Exilio”, la sexta parte del libro, toca un asunto, ya se
dijo, medular en la vida y, por tanto, en la obra de Otero Seco. Por algo
representaba, dijo de él un discípulo, “la encarnación un poco dolorosa de la
España exiliada”. Se aprecia bien al leer “Dejadme”, con cita de Machado;
“Exilio”, donde las once primeras estrofas (de quince) se abren con un
“Moriremos de…” al que siguen las palabras “asco”, “pena”, “angustia”, “odio”,
“a chorros”, “dos veces”, “de pie, “de angustia” (que se repite), “pintando”,
“de ausencia” y “de otoño” y que se cierra con un “aquí estamos”; y “A los
españoles muertos en el exilio”.
Está claro que su poesía es después de ese trance más grave,
de tono existencialista.
Viene después “Lejanía”. Y “Madre”: “Siempre espero agonioso
que llames a mi puerta”; “Amanecer”, una albada en Porlier que recuerda la famosa
canción de Aute; un poema dedicado a su hijo “Antoñito” que en su primer verso
habla de “ausencia y lejanía”; a su hija: “Yo no tengo mi casa, mi Mundo, ni te
tengo”; una “carta” al Maestro Palmero: “Más que ser o haber sido, lo
importante / es el futuro humilde y humanista: Seremos”, y un poema a su hijo
Miguel Ángel, también pintor, con motivo de su boda.
“Poemas fechados” recoge los dedicados a la llegada de De
Gaulle al gobierno de Francia; la caída de Batista en Cuba y la victoria de
Castro, que dedica a su “hermano” Piñeroba; al vigésimo octavo aniversario del
golpe de Estado de Franco (y por cada uno, una corbata); y a la publicación de
un libelo contra Neruda.
En “Con los ojos abiertos II” vuelve sobre Miguel Hernández
(“X Aniversario), su hermana Jacinta, su madre (con abanico negro), “Don
Antonio” (en el XXV aniversario de su muerte de Colliure) y otras personas con
la que se relacionó. Se cierra esta parte y ya el libro con un par de poemas
significativos: “Ayer” y “Hoy”, una especie de díptico, y “Vendrás”, donde
conversa con la muerte: “Vendrás / pero no te veré”.
La modélica edición se completa con las primeras versiones
de no pocos poemas (para amantes de la filología); un epílogo que firma su hijo
Mariano, acaso el que más ha luchado por el rescate de la obra de su padre,
ilustrado con algunas fotografías familiares como las que aparecieron en el segundo
volumen de Espinosa y Lama; y una pertinente nota editorial.
Por breve que sea la obra lírica de Antonio Otero Seco, que
tanto tiene de testimonio y de crónica, nos parece feliz este rescate, e
incluso necesario. Para completar el panorama de la poesía española del siglo
XX español y darle al canon lo que merece. Se lo comentaba aquí atrás el editor
Abelardo Linares, que tanto ha hecho y hace por la recuperación de obras
olvidadas o perdidas, al periodista José Luis Argüelles: “el canon requiere que
cada generación lea y relea la historia de la literatura”. “Hay bastante deuda
con esos escritores, empezando por el rescate de muchos textos”, añadía que con
respecto a los exiliados. Este puñado de poemas verdaderos contribuye a saldar,
siquiera en parte, esa deuda.
Poemas de ausencia y lejanía. Poesía completa
Antonio Otero Seco
Libros de la Herida, Sevilla, 2021. 232 páginas. 18,00 €
Nota: esta reseña se ha publicado en la revista digital EL CUADERNO.