14.3.22

Un viaje de invierno (Ginebra)

Nos lo advirtió la embajadora: "Mañana será mejor que vayáis en tren a Ginebra y no en coche. Viene Lavrov, el ministro ruso, y la ciudad estará tomada por razones de seguridad". Ferrocarril y Suiza, una perfecta combinación. Fuimos primero en autobús hasta la termal Yverdon-les-Bains y desde allí, ya en tren, directos a Ginebra. En menos de una hora. Nos acompañaban Mercedes, Jaime y Bárbara, de vuelta a Madrid. 
Tenía muchas ganas de conocer Ginebra. Es uno de esos sitios que uno tiene mitificados gracias a la literatura. A la poesía, mejor. En ella vivió Jorge Luis Borges en distintas etapas de su vida. Durante la Gran Guerra, del 14 al 19 (cuando su padre vino a Europa para intentar frenar su ceguera, la misma que heredó Georgie) y ya al final, en 1986, cuando le diagnostican cáncer de hígado y sabe que va a morir. A Ginebra, "una de mis patrias", le dedicó su último libro de poemas, Los conjurados: "Se trata de hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y que hablan en diversos idiomas. / Han tomado la extraña resolución de ser razonables". 
En Atlas (1984) escribió: "De todas las ciudades del planeta, de las diversas e íntimas patrias que un hombre va buscando y mereciendo en el decurso de los viajes, Ginebra me parece la más propicia a la felicidad. Le debo, a partir de 1914, la revelación del francés, del latín, del alemán, del expresionismo, de Schopenhauer, de la doctrina del Buddha, del Taoísmo, de Conrad, de Lafcadio Hearn y de la nostalgia de Buenos Aires. También la del amor, la de la amistad, la de la humillación, y la de la tentación del suicidio. En la memoria todo es grato, hasta la desventura. Esas razones son personales; diré una de orden general. A diferencia de otras ciudades, Ginebra no es enfática. París no ignora que es París, la decorosa Londres sabe que es Londres, Ginebra casi no sabe que es Ginebra. Las grandes sombras de Calvino, de Rousseau, de Amiel y de Ferdinand Hodler están aquí, pero nadie las recuerda al viajero. Ginebra, un poco a semejanza del Japón, se ha renovado sin perder sus ayeres. Perduran las callejas montañosas de la Vieille Ville, perduran las campanas y las fuentes, pero también hay otra gran ciudad de librerías y comercios occidentales y orientales. Sé que volveré siempre a Ginebra, quizá después de la muerte del cuerpo". Y volvió, incesante viajero, antes de su partida definitiva. 
Por eso le dije a Jorge -nuestro guía en su ciudad natal- que sólo había una cosa que quería hacer en Ginebra. Bueno, dos. Visitar su tumba y la casa donde vivió sus últimos días.
Cerca de la estación, tras recorrer algunas calles (en una de ella, el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo, el MAMCO, cerrado por ser lunes), llegamos a lo que parece un parque o un jardín, no un cementerio, el de Plainpalais, reservado a los ginebrinos ilustres. Nos costó dar con su tumba. Hasta que vimos un plano del lugar con los nombres de los allí enterrados. Como cuenta Alberto Infante, esta contiene "una lápida del escultor Eduardo Longato, una piedra rugosa de contornos irregulares en cuyo anverso figuran el nombre y las fechas de nacimiento y muerte, una inscripción en anglosajón antiguo y un grabado que representa una escena de la balada de Maldon en la que siete caballeros sajones con las espadas rotas se encaminan en fila hacia la muerte. La inscripción proclama: «Que no teman». La mayor parte del reverso lo ocupa el bajorrelieve de un barco vikingo (en clara alusión al navío con que sus guerreros viajaban el más allá), una frase en ese idioma, y una leyenda en español: «De Ulrica a Javier Otárola». Ulrica es el personaje que da título a un cuento de El libro de arena, la frase es la leyenda introductoria de ese cuento y se refiere a la espada que se clavaba entre los amantes para impedirles la unión antes del desposorio, y Javier Otárola es el protagonista del relato". Fue un momento emocionante. 
Nos dirigimos después hacia la parte antigua. Antes, atravesamos el Parc des Bastions, al lado de la Universidad, debajo de la antigua muralla y del Banc de la Treille (el banco de madera acaso más largo del mundo), donde se levanta, imponente, el Muro de los Reformadores: Juan Calvino, Guillaume Farel, Théodore de Bèze y John Knox. En él está grabado el lema de la ciudadPost Tenebras Lux (Después de las tinieblas, la luz). 
Pasamos por numerosos monumentos: la sinagoga Beth-Yaacov, la Iglesia Rusa (donde bautizaron a la hija de Dostoyevski que murió cuando el escritor ruso residía en Ginebra, enterrada en Plainpalais, como Calvino y Borges), el Gran Teatro...
El centro estaba bastante animado; a pesar del frío, lleno de gente sentada al sol (se puede ver arriba, en la Place Bourg du Four). Callejeamos. Y visitamos la catedral de Saint-Pierre, que impresiona, aunque en ella impere la sobriedad protestante. La capilla de los Macabeos rompe, gracias a sus espectaculares vidrieras, esa serena austeridad.

Cerca, el Collège Calvin, fundado por el propio Calvino en 1559, donde estudió el adolescente Borges. Y en la Vielle Ville, en el chaflán izquierdo del número 28 de la Grand Rue, la placa de cemento blanco con un poema grabado que recuerda al viajero que allí vivió el poeta argentino.
De camino al restaurante donde íbamos a comer, nos cruzamos con el escritor Jöel Dicker, autor de la famosa novela La verdad sobre el caso Harry Quebert, que se hacía un selfie con algunos admiradores en la calle, llena de banderas, del Ayuntamiento. Hace apenas unas semanas El País Viajero seguía su personal ruta ginebrina. 
Para sorpresa de Jorge, encontramos mesa en el tradicional Café Papon. Yolanda y yo nos decantamos por un clásico de la casa: hachis parmentier de joue de boeuf mitonnée au vin rouge. Vamos, carrillera de ternera picada con parmentier al vino tinto, dice el traductor de Google. 
Era gratísimo pasear por las calles de Ginebra a primeras horas de la tarde. Aquí y allá, placas que nos recordaban que en esta casa nació Rousseau y en aquella Saussure. No existe ninguna dedicada a los poetas españoles José Ángel Valente y Alfonso Costafreda, que a uno le conste, cuya poesía tanto admiro. Los dos vivieron allí y en esa ciudad murieron. En 2000 (los años de nacimiento y muerte de Valente coinciden con los de mi padre) y 1974, respectivamente. No he leído Valente Vital (Ginebra, Saboya, Paris), el libro editado por Claudio Rodríguez Fer y Blanco de Saracho en el que habrá mucha información al respecto. Pedro Gimferrer (luego Pere), visita al poeta gallego en 1963 y le dedica, "para corresponder de alguna manera a tu generosa hospitalidad y acogida", su poema "Invocación en Ginebra", analizado concienzudamente por Túa Blesa. En él leemos: "Ginebra, el Leman, rúas, anticuarios, / libro, hallazgos, y luego / la catedral depone sus ojivas, / bronca grandeza de Calvino".
Costafreda, tan injustamente tratado por unos y por otros, funcionario de la OMS desde 1955 (organización de la que Valente era traductor), escribió Suicidios y otras muertes, un título, al parecer, premonitorio que fue publicado póstumamente. Su poesía completa está en Tusquets. 
Ni al poeta sevillano Aquilino Duque, funcionario internacional (traductor de la FAO, según creo) como Valente (del que fue amigo y con el que tomó whiskies, evoca Lutgardo García) y Costafreda. Recordaba en un artículo lo que le llamó siempre la atención ver "en pleno corazón de la ciudad de Calvino", a la entrada de La Société de Lecture, "a media ladera de la empinada Grande Rue", la frase, atribuida a Santo Tomás de Aquino: "Timeo hominem unius libri" (Temo al hombre de un solo libro"). Además de cafés, restaurantes y talleres de relojería, vimos librerías de viejo en las que, sin dudarlo, habría entrado mi amigo Melero, pero cuyas puertas uno, pobre y sin alma de bibliófilo, no se atrevió a franquear.
Nos dirigimos después al Leman, donde está, ya saben, desde 1886, el Jet d'Eau, esa fuente resumida en un chorro incesante de quinientos litros de agua por segundo que alcanza una altura de 140 metros, nos informa la Wikipedia, que añade: "cuando está en funcionamiento, hay unos 7.000 litros de agua en el aire en cada momento".
Me asombró la limpiezas de las aguas (bueno, allí limpio está todo), algo que ya había observado al cruzar uno de los puentes sobre el Ródano, el río que pasa por Ginebra y desemboca en el Mediterráneo.  


Paseamos por sus orillas un rato. Compramos, como cualquier turista que se precie, imanes para los frigoríficos de hijos y madres; distinguimos el hotel Beau-Rivage (con este nombre hay hoteles por distintos lagos suizos, el de Neuchâtel, por ejemplo), a cuyas puertas fue asesinada Sissi; divisamos a lo lejos la elegante silueta de los Alpes... En los alrededores, la zona de tiendas de las grandes marcas. De moda, joyería, relojería...
Aprovechamos para comprar otro regalo ineludible: el chocolate. Pese a que mi abuelo lo fabricó, confieso que no me apasiona. Bueno, si es suizo... O belga, que a veces llega a casa por deferencia de la familia bruselense.
Cansados y contentos volvimos a Grandson. Esa noche, la última en Suiza, estábamos invitados a cenar en casa de nuestros anfitriones. Perfectos anfitriones, sin duda. Christophe preparó una ensalada de canónigos (el paisaje, diría Bayal, que más me gusta) y una deliciosa carne acompañada de colmenillas y puré de patata. De postre, naranjas con canela. En el espacioso, acogedor salón, mientras conversábamos, permanecía encendido el fuego de la chimenea. 
Lo peor de la velada fueron las horas que nos costó rellenar el dichoso formulario covid (para poder entrar de nuevo en España) debido a un bloqueo del sistema informático que, entre otras lindezas, se negaba a reconocer a Plasencia como ciudad. Esos engorrosos trámites casi nos amargan la noche. Al salir, con el código QR impreso y en el móvil, a unas horas intempestivas para Grandson, ya madrugada, el silencio era casi total, sólo roto por el sonido del agua que vertían los bonitos surtidores de las fuentes, otra bendición de ese lugar. 
A la mañana siguiente tomamos el tren en la estación de Yverdon, donde nos dejó Christophe, que iba camino de Berna, y en él culminamos la línea hasta el aeropuerto. De nuevo el paisaje ameno y las montañas nevadas a lo lejos. Sin engorrosos trámites, con puntualidad suiza, embarcamos en el avión a las 14:10. Antes de lo previsto, y tras un plácido vuelo, aterrizamos antes de las cuatro en Madrid. Aproveché el trayecto para seguir leyendo a Trapiello, aunque sin perder de vista la ventanilla y el bendito suelo. 
Han sido, y siguen siendo, años duros. La pandemia, la crisis, ahora la guerra... Eso, que no es poco, y otras historias personales que, como todos, uno debe soportar y asumir. C'est la vie. Por eso este breve, modesto viaje ha sido tan importante. Salir del pueblo, que es tanto como salir de uno (todo viaje es interior), era, ahora lo sé, una necesidad. Gracias, Jorge.