12.3.22

Un viaje de invierno (Grandson, Neuchâtel)


Con tiempo y paciencia, uno ha ido perdiendo, o casi, el miedo a volar. A los aviones, quiero decir, esas máquinas maravillosas de perenne diseño vanguardista. Sufro en el despegue, con ciertas maniobras en el aire para alterar o fijar el rumbo (soy hipersensible al movimiento, propenso al mareo) y con las turbulencias, supongo que como todos. Lo mismo me pasa con la claustrofobia, más cuando vuelas encajado en los asientos de las compañías de bajo costo. Aunque dicen que es el momento más delicado, disfruto bastante del aterrizaje. Tanto gusto me da sentir que el aparato toma tierra (y uno con él) como extrañeza cuando se despega del suelo, donde más humano, ay, me siento. Tranquilo del todo, ya se ve, no voy, pero es que nunca me he sentido así en mi vida. Soy un nervioso nato, poco importan las circunstancias. Ahora, si bien no desabrocho el cinturón de seguridad ni me levanto del asiento para nada, puedo observar el paisaje desde la ventanilla (que, si es posible, siempre ocupa Y.) y hasta leer. No cualquier cosa. Elijo muy bien el libro que ha de acompañarme en ese delicado trance. Para esta ocasión vi claro cuál sería. Reservaba, desde hacía meses, La Fuente del Encanto. Poemas de una vida (1980-2021), de Andrés Trapiello, número 100 de Vandalia, la colección sevillana de la Fundación J. M. Lara, para alguna fausta ocasión. No me equivoqué al escogerlo. Era su momento. Allí arriba, con los Pirineos debajo, primero, y los majestuosos Alpes, después, pintados de blanco por la nieve, sobrevolando las tierras pardas de Francia, ríos y ciudades que siempre he soñado visitar, leí las primeras páginas de ese libro tan singular en nuestro panorama, una suerte de autobiografía lírica, que, como imaginaba, me cuesta soltar, de ahí que condure su lectura. 
El vuelo fue corto y apacible. Doméstico, sí. En el aeropuerto de Ginebra nos esperaba nuestro anfitrión: el diseñador y galerista Jorge Cañete. En su coche, con sol aún, recorrimos la distancia que separa la ciudad natal de Rousseau de la localidad de Grandson, a orillas del lago Neuchâtel, donde está La Galerie Philosophique, que también es su casa. En el cantón de Vaud, preciso, donde nació el extraordinario poeta Philippe Jaccottet. 
Hacía veinte años de nuestro primer viaje a Suiza. En aquella ocasión visitamos la musical y artística Lucerna, en la parte alemana. Al contemplar el paisaje, confirmó uno de inmediato su aprecio por este país aburrido, dicen, y eficiente donde, entre montañas, a uno no le importaría vivir. 

El pequeño hotel Du Lac era discreto, limpio y confortable, a tono con Grandson, un enclave medieval con castillo. Muy cerca de la casa de Jorge y su compañero Christophe, donde fuimos apenas llegamos para ver cómo había quedado Extremamour, con fotografías de Patrice Schreyer y versos de uno, el verdadero motivo del viaje. En compañía de J. y de C. y de la artista Mercedes Lara (que expondrá en septiembre en La Galerie), su marido Jaime y su hija Bárbara (con los que felizmente compartimos la visita los dos primeros días), nos acercamos a las orillas del lago para cenar en Les Quais. Tomé la soupe de potimarron, parfumée au gingembre et citronnelle, graines de courges et croûtons de pain, que me entonó de momento, y los filets de perches meunières, sauce tartare, sauce ciboulette, peces del mismo lago, por cierto, que, al salir, golpeaba con sus olas el muelle debido al fuerte viento. El que llaman bise
El frío exterior obliga a mantener los interiores calientes. Demasiado a veces, en especial si tratas de dormir en una cama ajena y con una almohada demasiado baja. Por suerte, durante nuestra breve estancia no llovió y pudimos apreciar en toda su belleza el paisaje que rodea Grandson. Nuestro segundo día de estancia, domingo, aprovechamos la mañana para subir a la montaña. Hablo del Macizo del Jura, frontera con Francia. Me resultó imposible no acordarme de María Zambrano que, a finales de los 60, se instaló, junto a su hermana Araceli, en «La Pièce», una casa humilde que está relativamente cerca del lugar en el que estábamos, donde escribió su obra maestra Claros del bosque y recibió la visita de españoles residentes en Ginebra como su primo Rafael Tomero, Rafael Martínez Nadal, Joaquín Verdú de Gregorio y los poetas Aquilino Duque y José Ángel Valente, quien dio forma definitiva al citado libro y que tanto conversó con ella. 

Pisamos la nieve y contemplamos largo rato los Alpes, que teníamos enfrente (sobresalía el perfil del mítico Mont Blanc), y el lago, que quedaba a nuestros pies. Tras visitar una quesería, regresamos a Grandson. Para degustar algunos de los quesos recién adquiridos y otras ricas viandas (canapés, bocadillitos, tartas...) en casa de nuestros amigos. Se unieron al grupo Aurora Díaz-Rato, antigua Embajadora de España en Suiza y en la actualidad en la Oficina de las Naciones Unidas y otros Organismos Internacionales, con sede en Ginebra, y su marido, Ignacio Montes, director en su día del Instituto Cervantes de Dublín y Bruselas. Les acompañaba la novia de uno de sus hijos. Pasamos un rato muy agradable y en la charla no faltó Extremadura (una región que todos conocían bien) y, en concreto, la próxima edición placentina de Las Edades del Hombre, donde quedamos en volver a vernos. 
Nuestros horarios no son los suizos ni comemos al mediodía, pero ya lo dice el refrán... Tampoco aquí inauguramos una exposición un domingo a las tres de la tarde. Para mi sorpresa, la vernissage fue un éxito y la galería se llenó. Los primeros en llegar fueron Patrice, poco amigo de las multitudes y de hablar en público, y su mujer, Floriane, muy sensible y atenta, la autora de las fotografías del acto. Además, suizos llegados, en su mayor parte, de Neuchâtel, Berna, Lausana y Ginebra, entre los que no faltaban españoles residentes en esta ciudad cosmopolita. La familia de Cañete, por ejemplo. Sus padres (de Málaga y Tarragona) y sus hermanas, nacidas como Jorge en Suiza. Su madre, Carmen, nos causó una gratísima impresión (con ella estoy en la foto). Son gente cercana y cariñosa. 

A pesar de que me pierdo en estos saraos por falta de eso que llaman "habilidades sociales", también saludé, entre otros (a los que pido perdón por no mencionar), a la simpática artista alicantina residente en Lausana Silvana Solivella (que me traía recuerdos de otro ginebrino temporal: el poeta Jenaro Talens), tan salada como sus obras, y a otras personas que acudieron a la inauguración. 
Las primeras palabras las pronunció Cañete, comisario de la muestra e impulsor de la idea de reunir la obra de Schreyer con la poesía de uno. No iba desencaminado cuando concibió esa colaboración y, al ver las imágenes que Patrice captó en la Extremadura triste e invernal de finales de diciembre de 2021, a uno le costó muy poco componer (si se me permite utilizar esta palabra algo pomposa) los dísticos, que a modo de impromptus, acompañan a sus melancólicas fotografías. Por lo demás, el diseño de Extremamour dice mucho del gusto y del rigor de Cañete como galerista. Jugaba a su favor el recinto de la galería, en los bajos de un vetusto caserón de la Rue Haute donde ellos también viven. Sí, de hecho la galería se extiende por las dos plantas superiores, las de la vivienda propiamente dicha. Paredes y suelos, mesas y otros muebles ocupados por una genuina colección de arte contemporáneo que no deja impasible al invitado. Se nota que allí vive un diseñador de interiores. Y dos personas con gusto. Acompañados, se me olvidaba, de un perro, el zalamero Lancelot, y un gato, el esquivo Zurbarán.

A la intervención de Cañete siguió nuestra lectura. Valéry Mayer (otra persona encantadora, merci bien) vertía con naturalidad al francés lo que uno iba leyendo con la menor afectación posible, según costumbre. Textos que, gracias a la meticulosa labor del comisario, alcanzaron su debido rango literario en esa querida lengua (la de mi bachillerato, la de la especialidad por la que oposité hace mil años al Magisterio) en la que me atreví a decir, antes de empezar y después de pedir perdón por mi pronunciación, unas palabras. Todo en veinte minutos. 
Como había comida y bebida y era domingo, la vernissage se prolongó durante horas. Conversaciones fluidas, risas y encuentros, saludos y hasta firma de ejemplares de la antología de poemas que editó La Isla de Siltolá con selección y prólogo de Jordi Doce. 

Nos fuimos después a Neuchâtel para cenar. Esta vez se sumaron al grupo habitual Patrice y Floriane. Dimos antes un paseo por las calles dieciochesca de esa preciosa y opulenta ciudad lacustre (famosa ahora por sus relojes y antes por sus tejidos) de la que fue soberano el mismísimo rey de Prusia. Subimos por unas empinadas escaleras hasta la catedral (donde unos lobos de bronce de tamaño natural asustan a cualquiera, tan realistas como los búfalos que encontramos a la salida del aparcamiento, obras del mismo escultor) y terminamos la gira en Maison des Halles, un restaurante situado en los bajos de un edificio construido en 1569 y que está calificado como monumento histórico. Bien aconsejado por Jorge, pedí el típico saucisson neuchâtelois des Ponts-de-Martel sur lentilles vertes à la crème. Una delicia. Potente, eso sí. A los postres, sorprendieron a Y. con una tarta de chocolate que llegó acompañada de unas velas y del oportuno cumpleaños feliz. No era ese mal sitio para celebrar uno más. 
Aprovecho para decir que mi intención de beber cerveza suiza se malogró desde el principio y sin remedio ya que la costumbre, tanto en casa como fuera, es acompañar la comida de vinos de la zona, muy ricos, sin duda; en especial, los blancos. 
La segunda noche dormí, a pesar de la salchicha, algo mejor, no sin antes doblar la almohada de aquella manera y dejar a los pies el agobiante edredón.