O de Tetuán, no sé. Gracias a las gestiones de Maribel Navarro, pudimos cumplir con un deseo de Y. que apoyé desde que lo propuso: visitar, sí, Tetuán, la ciudad donde nació su madre. Nos llevó Hassan en su taxi. Un hombre amable y encantador. Otro.
Fuimos por la N2. El paisaje me recordaba al del sur de Cádiz. Campos de cultivo, colinas, un pequeño puerto de montaña con pinos... Vimos, ya llegando, muchos puestos de cerámica y cacharrería de barro (para cocinar cuscús y tajines) a pie de carretera.
La ubicación de Tetuán es impactante. Está al pie de las montañas de la cordillera del Rif. Es una ciudad blanca y mediterránea que no ha perdido la esencia de su pasado andalusí. Al lado del Cine Avenida, por el Ensanche, nos esperaba Nasser, nuestro guía, otro logro de Maribel. Al bajar del taxi lo primero que noté fue el viento fresco que soplaba, muy distinto al de Tánger. Menos mal porque eran las doce del mediodía y nos esperaba un largo recorrido por la Medina, la más auténtica y mejor conservada del país, declarada Patrimonio de la Humanidad.
Con ser preciso y aportar datos históricos de interés, Nasser no era pesado y se adaptó bien a nuestras intenciones: ver en un par de horas lo que necesitaría de cuatro. Transitamos por los distintos barrios de los diferentes gremios, por callejuelas en sombra muy animadas donde, cada poco, encontrabas una mezquita o una zuia, un hamman o casas en las que los símbolos de sus puertas (una llave, por ejemplo) indicaban la procedencia de sus dueños: cordobeses, sevillanos, cayetanos, etc. En algunas, convertidas en riads, pudimos incluso entrar. También resultó curioso comprobar cómo el marco perimetral o taourik indica el número de pilares de la vivienda.
Por estar situada encima de numerosos manantiales de agua (que nunca faltará), la distribución de ésta por la Medina, un sistema conocido como "Skondo", red tradicional que proveía a los habitantes y que era conocida como "el agua del país", "el agua de Dios", "el agua del estómago" o "el agua escondida", es otro de los grandes logros de la remota ingeniería tetuaní. Nasser abría una tapa, digamos, de registro, situada en el muro de la casa, y uno podía ver y tocar el agua que corría por allí fresca y limpia.
Tras patear con asombro aquel mundo venido de otro muy lejano, cansados y sudorosos, pero también muy agradecidos, nos despedimos de Nasser, quien, con la amabilidad habitual, nos acompañó al restaurante que nos habían recomendado para comer. Declinó nuestra invitación de tomar algo con nosotros. Recogió el dinero acordado y se marchó.
Sí, el restaurante no era otro que El Reducto, un nombre, según creo, sugerente y muy adecuado para una población con un pasado militar tan potente. En la web del riad se nos recuerda que durante un mes, fue el lugar de encuentro y descanso de actores y equipo de rodaje de la El tiempo entre costuras, una serie que todavía no he visto.
Lo primero que hicimos fue pedir dos botella de Casablanca. La casa es preciosa, típicamente marroquí, que es tanto como decir muy andaluza. Patio, azulejos, claraboya... Aurora e Ignacio nos advirtieron que el mejor sitio para comer era la terraza. No nos atrevimos. Por el calor, a esa hora más intenso. Eso sí, después de dar buena cuenta de unos sabrosos boquerones, una delicada pastela de pollo, un suave tajín de cordero (nunca mejor) y una dulce mahalabia, subimos a la azotea. Por curiosidad. Lo que encontramos no estaba previsto. Nos arrepentimos de inmediato de no habernos sentado allí, a pesar de la temperatura y del viento. ¡Qué vistas! No nos cansábamos de mirar y de hacer fotografías mientras pensábamos, por ejemplo, en Vejer.
Lo que vino después no fue menos emocionante. El Reducto está en la medina, sí, pero a su salida, digamos, muy cerca de la plaza El Mechouar, donde se levanta uno de los palacios reales, custodiado, ya se dijo, por policías y soldados armados.
Como en Tánger, la animación de las calles era llamativa, a pesar de la hora. En rigor, da igual la que marque el reloj. Un hervidero de gente camina por ellas con diligencia a cualquiera. De noche, lo comprobamos cada día al regresar al hotel, se intensifica esa afluencia de personas que toman, literalmente, aceras, parques, tiendas, terrazas, etc. en busca de compras, bebidas (no alcohólicas), conversación o simplemente frescura.
Allí mismo, el Teatro Español y el Instituto Cervantes. Por la Avenida, cómo no, de Mohamed VI (antes Generalísimo), fuimos paseando hasta la Place Moulay El Mehdi (antes Primo de Rivera). Por el Ensanche El ensanche español. Esa avenida es el eje del antiguo barrio español que conserva edificios hermosos que te trasladan inevitablemente a las ciudades españolas del sur. Ahí está, claro, en Casino Español. Y El Fénix, esto es, la antigua sede de la compañía de seguros La Unión y el Fénix Español, que se ve, a lo lejos, en la fotografía que ilustra este párrafo, reconocible por el escultórico emblema de la aseguradora.
La visita, demasiado corta, nos dejó a los dos una alegre impresión de descubrimiento. ¡Pero cómo es posible que hayamos retrasado tantos años la visita! Y qué ganas de volver, con cualquier excusa.
Hassan tuvo la genial idea de llevarnos de nuevo a Tánger por la costa. Otro hallazgo. Pudimos apreciar, mientras salíamos, el perfecto trazado urbano de Tetuán, que ha crecido, al menos por la parte que nosotros vimos, de forma ordenada y resultona. La limpieza ya nos llamó la atención en Tánger (no se ven papeles por las calles ni pisamos cacas de perro y eso que, como los gatos, abundan) y no era menos visible en Tetuán, Medina incluida.
La carretera de la costa, una amplia autovía durante muchos kilómetros, estaba flanqueada por zonas ajardinadas de césped. Otra cosa que llamó nuestra atención en este viaje: abundan esas zonas verdes, también en la ciudad. A la salida de Tánger en dirección a Tetuán, pongo por caso, o al lado de los edificios de la Avenida de España, la de Mohamed VI, de los que hablé antes.
De continuo, playas, hoteles, apartamentos, restaurantes, parques acuáticos... Nada distinto a lo que uno puede ver si transita por una carretera costeña de Málaga o Cádiz. De pronto, otro palacio real. Desde 1999, la principal residencia veraniega del monarca marroquí está en Tetuán, que cuenta con una mansión (ésta) en la cercana playa del Rincón. Antes, Cabo Negro. Después, Castillejos y Ceuta. Qué sorpresa cuando Hassan nos anunció que la ciudad que se veía en el horizonte era la española Ceuta. No esperaba uno verla. Pasamos justo al lado de la verja que sirve de frontera. Como en todo el país, la presencia de la policía y del ejército es constante. En cada rotonda de la autovía. La subida desde ese enclave sobrecoge y el paisaje torna montañoso. Ya de nuevo al nivel del mar, Alcazarseguir, Malabata... Y otra sorpresa: el nuevo puerto de Tánger, Tánger Med, el mayor de África. Qué dimensiones. Kilómetros y kilómetros. En él atracan y de él parten barcos de carga, la mayoría, ferrys (procedentes de Algeciras o con destino a esa localidad gaditana) y supongo que cruceros. Los catamaranes que vienen o van a Tarifa lo hacen desde Tánger Ville.
Al entrar, aún en la periferia, Hassan nos mostró algunos hoteles de cinco estrellas y otros locales de lujo con suntuosas terrazas con vistas al mar. Desde las obras de una emergente construcción de la compañía Hilton contemplamos el atardecer, con la costa española al fondo. Se apreciaba entre la bruma la duna de Tarifa. Y el Peñón de Gibraltar, claro.
Lo mejor de llegar a Tánger desde Malabata es que entras directamente por la Corniche. Son famosas la de la Riviera francesa, en la Costa Azul, pero yo me refiero, más que a las carreteras que recorren el litoral, a los paseos marítimos así denominados habitualmente. La de Alejandría, por ejemplo, tan bien contada por André Aciman. José Carlos Llop ha escrito sobre la de Beirut. La corniche Kennedy está en Marsella. Y las hay en Orán o en Argel. Algo muy mediterráneo, ya se ve.
La tangerina, que recorre la Avenida Mohamed VI termina en el viejo puerto, justo donde se encuentran los edificios que mencioné al principio y el Continental, donde en un viaje anterior, con el hotel aún abierto, degustamos A., Y. y yo, un cuscús delicioso. Le pedí a Hassan que nos llevara hasta allí antes de dejarnos en el hotel. Quedamos en volver a vernos. Otro tanjawi excepcional.
Tras la ducha y un rato de lectura y descanso en el cuarto, optamos por estirar las piernas. Nos acercamos de nuevo al Zoco. Al lado del París nos encontramos con Rocío Rojas-Marcos, la profesora sevillana, una de las personas que más saben de Tánger y de su literatura. Tenía al día siguiente una mesa redonda sobre ese asunto. Nos disculpamos por no poder asistir.
La ciudad estaba animadísima. Con todo, nos retiramos al hotel y cenamos de nuevo en el jardín y escuchamos por última vez (al menos de momento) la música en directo. Fue el día en que los alumnos de una escuela amenizaron la velada. Con solvencia. Los padres y las madres, embobados. Pedimos pez espada, un pescado más del gusto de Y. que del mío, pero que merece la pena comer allí. Tardaron más de una hora en servirlo y es que aquello estaba hasta arriba de gente. Turistas y locales, personas de todas las nacionalidades. Si algo tiene ese hotel con pretérito encanto es su cosmopolitismo, inherente al espíritu de ese lugar llamado Tánger.
El último día elegimos el bufé del Chellah para desayunar. A las once llegaría el taxi. Eché de menos al Katerinas. Eso sí, animé a Y. a que saludara al periodista Javier Valenzuela, al que reconocí cuando entró en el comedor. Ella ha leído sus libros tangerinos. Estuvo la mar de simpático y nos estuvo contando algunos males físicos que le aquejan. De espalda, como nos ocurre a casi todos cuando alcanzamos cierta edad y nuestro trabajo se ha desarrollado encima de una silla.
El taxista que nos acercó al puerto nos explicó en cuatro frases la posición de los tanjawis con respecto a la política nacional e internacional. Están contentos con el rey (no con su padre, un tirano que detestaba la ciudad) y sus planteamientos económicos, se sienten proeuropeos (a diferencia del resto de Marruecos) y ven natural que haya buenas relaciones con España (no entramos en detalles, como el cambio de posición respecto al Sahara de Sánchez).
Por la cantidad de grúas, los proyectos en marcha (hoteles, edificios, marinas, etc.) y la cantidad de habitantes (que no deja de subir), Tánger está camino de convertirse, si no lo ha hecho ya, en una potente ciudad turística de primera categoría. No es lo que a nosotros nos gusta, pero... Siempre quedará, aunque quién sabe, el Zoco y la Kasbah, también ese centro histórico que resiste al inexorable, peligroso paso del tiempo. Donde Y. sigue reconociéndose y uno admirándose.
La travesía, corta y con un mar en calma, animada por la vista de los imponentes buques que cruzan el Estrecho, fue placentera. Antes, estuvimos retenidos un rato largo porque, a pesar de mi insistencia, el empleado de Baleària sólo chequeó uno de los billetes. Ya en Tarifa, la cosa fue a peor. Detrás de mí, en la aduana, en la cola de la ventanilla de pasaportes, un andaluz (por el acento) alto y con sombrero de ala ancha hablaba a voces por el móvil. Un policía español le hacía gestos para que cortara. Ni caso. Hasta que le dijo, también a voces, que lo dejara, que no estaba permitido hablar por teléfono en esa zona. "¿Por qué?, ¿dónde lo pone?", inquirió el pasajero de mala manera. "Porque lo digo yo", respondió más airado el policía. Al final, broca mediante, se lo llevó a una sala contigua con la intención de denunciarlo. No acabó ahí al historia. Delante de mí, un par de guardias civiles encontraron en la mochila de un muchacho joven... ¡una pistola! De las del Oeste. Un revólver, tal vez, no sé. Él aseguró que era una réplica. Ellos respondieron que cómo podía demostrarlo. Le pidieron que abriera el tambor de las balas. No se puede abrir, es falso, alegó el otro. Lo que les sacó de quicio es que el muchacho asegurara que pasó a Tánger el arma (adquirida en Granada) y nadie le comentó nada. Los guardias civiles no daban crédito. Allí los dejamos, entre discusiones y pesquisas.
A pesar de que era tarde, nos propusimos ir hasta Conil para comer. Y eso hicimos. Disfrutamos en la Fontanilla de unas gambitas, unas tortillitas de camarones y ese arroz que allí preparan y que tantas veces saboreamos durante nuestra estancias veraniegas conileñas. Más que la comida, lo que Y. buscaba era un baño en la playa, lo que hizo mientras uno tomaba un descafeinado solo con hielo.
Nos quedaba un largo viaje por delante. Pesado, sí. Por culpa de las obras del sevillano puente del Quinto Centenario (implicadas al parecer en las mordidas de Ábalos y Cía.) o por la afluencia de camiones o, sencillamente, por el calor, a pesar del climatizador del coche. Sólo paramos en Las Pajanosas. El resto lo hicimos del tirón. Que la DGT nos perdone.
Cierro, en fin, esta crónica con una cita de José Luis Cancho, de su diario El murmullo de los otros, que me leo estos días. Dice: "Mientras viajo siempre pienso que acabaré encontrando un sentido nuevo a mi vida. Pero no tardo en darme cuenta que cualquier viaje que realizo sólo me sirve para confirmar el valor de mis hábitos más arraigados: permanecer quieto y en silencio durante horas, leer, escribir algunas notas, pasear solo bajo los árboles o junto al mar... En mi imaginación, siempre me estoy yendo, pero en realidad solo camino en círculos, volviendo una y otra vez al punto de partida". Puede ser. Cancho, que se confiesa aquejado de cititis, síndrome o enfermedad descrita por el extremeño José Antonio Llera como "la manía que tienen algunos escritores de abusar de las citas", copia una de Maurice Blanchot que me parece muy apropiada para justificar lo relatado y responder a mis dudas iniciales: "El interés del diario reside en su insignificancia. Escribir cada día para recordarlo. Cada día nos dice algo. Cada día anotado es un día preservado". Y añade: "Escribimos para salvar nuestro pequeño yo aireándolo, escribimos para no perdernos en la pobreza de los días, para estar a salvo de la esterilidad". Es posible.