15.4.14

Azorín

Me pasa con Azorín lo que con Portugal, que se duele uno de no conocerlo como debiera. 
Digo Azorín y evoco al mismo tiempo varios nombres. El de mi amigo Fernando Pérez, ante todo, que remite de inmediato al de su padre, Fernando Pérez Marqués, azoriniano de pro. Y el de Trapiello, cómo no, que tanto y tan bien ha leído al de Monóvar. 
Recuerdo, además, una vieja anécdota. Allá por los ochenta, cuando nadie se acordaba (o casi) del autor de Los pueblos, me extrañó mucho saber (por Amparo Amorós) que todo un novísimo, Antonio Martínez Sarrión, leía y releía su obra con absoluta delicadeza.
A estos nombres he de unir, a partir de ahora, otro: el del joven profesor Francisco Fuster, alguien que se mueve como pez en el agua entre autores como Baroja (a su sobrino Julio Caro dedicaba el pasado sábado una Tercera en ABC), Camba y nuestro Azorín. De este último acaba de editar Libros, buquinistas y bibliotecas. Crónicas de un transeúnte: Madrid-París (Fórcola).
Es un libro delicioso al que el mencionado Andrés Trapiello ha puesto un bonito prólogo y que gana aún más por las fotografías que lo ilustran. 
"Leer es vivir, y no hay vida que se precie de verdadera y plena sin libros", escribe el autor de Las armas y las letras, y no otra cosa hizo Azorín como nos confiesa a menudo: "Leer y tornar a leer. No hay más remedio. Ése es mi sino: la lectura y también el amor a la soledad". Mi pasión, dice, son los libros. Fue, sí, "un insaciable lector". Y un bibliófilo que no se limitaba a coleccionar libros. 
Fuster nos presenta, no lo dudo, "la más completa y documentada exposición de la personal filosofía de Azorín sobre el libro y la lectura de todas las publicadas hasta la fecha". Cincuenta textos divididos en cuatro grandes bloques: "Sobre la edición y difusión del libro", "Sobre las bibliotecas", "Sobre los libreros de viejo y las ferias del libro" y "Sobre la lectura" (donde se publica su lista de libros imprescindibles, empezando por la Biblia y terminando por los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola).
Son muchos los hallazgos y no pocas las lecciones que depara la lectura de esta obra, que no ha perdido cierta actualidad a pesar de los años transcurridos desde que estas reflexiones en primera persona se publicaron por primera vez. Me quedo con unas pocas palabras que, a mi humilde modo de ver, resumen a la perfección su ejemplar pensamiento: "La elegancia no puede ser más que lo sencillo".