24.11.15

Operación rescate: Lizalde

Mexicano de la edad de mi padre, la de Gil de Biedma y Valente: 1929, Eduardo Lizalde publicó hace tres años en la editorial Vaso Roto El vino que no acaba. Antología poética (1966–2011), un libro perseguido desde hace tiempo pero cuya lectura vine postergando hasta el pasado verano.
He disfrutado muchísimo con la poesía de Lizalde, que sólo conocía por poemas sueltos. Craso error. Es, sin duda, uno de los grandes. El agudo prólogo de Jenaro Talens, un poeta que uno no sitúa precisamente en su ámbito, recalca la "capacidad de reinventarse en cada nuevo libro" sin que por eso, añado yo, deje de ser él mismo en todos y cada uno. Esta antología, a modo de mapa, es otro nuevo, construido a partir de sus versos por otro poeta, Marco Antonio Campos, al que cabe elogiar por la sólida cartografía levantada. Frustrado cantante de ópera, la música es consustancial a Lizalde que durante un tiempo estuvo volcado hacia el activismo político, compromiso visible en su libro Cada cosa es Babel, donde prima el "comunicar mensajes". Al fin y al cabo, escribe Talens, "toda poética es política". Como cualquier hombre, podemos precisar.
Destaca Talens la importancia de la "mediación retórica", pues "todo está en la forma", dice. Pondera "una voluntad de estilo donde lo verbal no es una excrecencia de la vida sino lo que construye su imagen como resultado". Añade que el sujeto es "móvil" (ya lo había mencionado al principio de su introducción) y no "estable", por más que, como ha reconocido el mexicano, "el mundo obliga al poeta a sujetarse a sus [propias]  formas y sus obsesiones". Cita a Goethe para afirmar que todos sus poemas son "de ocasión", esto es, "textos surgidos como respuesta concreta a momentos concretos".
Señala la importancia de los animales en su poesía, metáforas de la naturaleza humana (el tigre, sobre todo, hasta el punto de que a Lizalde se le conoce en México por ese apodo); el carácter "sombrío y nada celebratorio" de su poesía, aunque alejado del "pesimismo llorón"; y la ausencia de "confesionalidad".
Metido en harina, y tras leer sus poemas, uno diría que Lizalde es un poeta inmenso (e intenso, si se me permite el fácil juego de palabras), torrencial, variado, barroco a rachas, poderoso (cual tigre), irónico (incluso hasta el sarcasmo), inspirado, vital, epigramático, sensual (y aun erótico), ácido (y a veces muy dulce), autobiográfico (a pesar de lo dicho, pues no se despega de lo que le sucede), que celebra la existencia al tiempo que recuerda nuestra inevitable condición mortal. Grave, sí, ya se dijo, pero también alegre y divertido, por ejemplo en los versos de Tabernarios y eróticos. Y ya que lo menciono, poeta de cantina, a mucha honra, y, aunque muy culto, empeñado en que lo que sobresalga por todas partes sea la vida y su celebración, caiga quien caiga. Así en el poema que cierra el volumen y que, en cierto modo, le da título. Me refiero a "Tintos", donde leemos: "Todos somos grandiosos / en la cantina / -dijo el poeta inédito levantando / su primera cuba libre de ron blanco. / Y prosiguió con enjundia: / todos somos Ulises / que retorna a su jónica gran isla / y a la barra pletórica de etílicas / promesas / mirando de reojo a la cajera / Penélope, / que borda en los descansos."
En el poema "Pie de página" escribió: "Una casa es un alma que habita en su habitante. (...) Y los poemas son como las casas: / tienen que estar habitados para ser poemas".
En fin, más vale tarde. Quién, de saberlo, querría evitar la poesía embriagadora de Lizalde. "Yo celebro".