14.10.16

Antonio Cabrera en prosa

Con El despercibido, el poeta Antonio Cabrera ganó el XXII Premio Literario Café Bretón & Bodegas Olarra, libro que publica, con un gusto exquisito, la también logroñesa pepitas de calabaza, así con minúsculas, por aquello del lema que esgrime: "Una editorial con menos proyección que un cinexín". Ironías aparte, basta darse una vuelta por su catálogo para caer en la cuenta de su indudable alcance, de su verdadero peso literario, una ambiciosa apuesta desde la Rioja hacia el mundo. La obra que nos ocupa es buena prueba de ello.
Algunas de estas prosas las habíamos podido leer, por ejemplo, en la revista Clarín (nº 103, 2013), y ya entonces se quedó uno gratamente sorprendido, con ganas de más. Y ahora...
Filósofo de formación (la filosofía, esa "actividad inocente", según uno de sus alumnos), Cabrera nos presenta una serie de reflexiones, con frecuencia interrogativas y paradójicas, en las que el lenguaje es fundamental, porque en él prima su condición de poeta (uno de los mejores) por encima de la de pensador. Eso sí, todo está oído, visto, tocado o, en suma, sentido "con los pies en el suelo". No en vano "del mundo únicamente nos separamos con el pensamiento", dice. Y en otro sitio: "Gracias al mundo nos salvamos".
Sus obsesiones literarias son las mismas que aparecen en estos textos breves donde no falta la sentencia ("Quien mejor siente es el que no siente con demasiada facilidad. Me espantan los sensibles"), el aforismo ("La infelicidad es un trastorno de la memoria", ¿o es la felicidad, a la manera de Cioran?) y la greguería ("El chiringuito lo inventó Robinson Crusoe").
Son éstas, ante todo, las páginas de un observador nato, de un testigo discreto, de alguien que "mira, contempla, escruta". "Con los ojos lo que más hacemos es pensar", escribe, o "Quien mira es movido por la esperanza de un afuera" o, en fin, "Nada resulta fácil de mirar". Las anotaciones de un ser atento a lo más cercano e inmediato, eso que casi nunca es objeto de atención. Tal vez porque "A veces sucede lo que parece que no podría suceder".
La memoria es otro asunto clave. Y ahí lo personal (a lo Montaigne), la vida corriente, de la vespa ("motocicleta sentimental") a la melancolía de los andenes; de su encuentro atropellado con Keith Richards a las puertas del ascensor de un museo parisino a la figura de su padre o a su propio cuerpo: "Mi delgadez soy yo". La infancia, ya que menciono a la familia, otro. Y la naturaleza, el paisaje y el campo, que frecuenta este caminante apresurado y solitario que busca la calma, la quietud, la inmovilidad (de los árboles del bosque o de un jardín). Un ornitólogo, además; de ahí que hable de urracas, oropéndolas, mirlos... Pájaros de la poesía (Hughes, Zagajewski, Stevens). Y de los insectos, del ser y del estar. No es extraño que escriba un precioso elogio del naturalista.
La poesía es otro de sus temas favoritos y sus meditaciones sobre ella, una suerte de poética, alumbran tanto la que él escribe como toda la que es digna de tal nombre. "Con el poema se va a cualquier parte y se puede decir casi cualquier cosa", precisa.
No falta algún relato, como "Sin escapatoria" o "Luzdivina", con los Ancares al fondo, donde, por cierto, se incluye "Cementerio de Peliceira", un poema de Piedras al agua que destaqué en su día como uno de los mejores de ese libro.
Cabrera pertenece a "la tribu de los callados": "Uno sólo se siente adulto cuando calla", recuerda que dijo César Simón. "Es el hombre un animal que desea callar", leemos. Por suerte, no siempre lo hace, de ahí que podamos disfrutar de estas líneas que nos acercan al tacto y a la noche; a los arbustos, las dunas o al color granate.
"Conseguir" es un perfecto colofón a esta obra que define su autor como un híbrido "entre el poema en prosa, el apunte biográfico y el microensayo", y que termina: "No hay más remedio que echarse a andar de nuevo. ¿Hacía dónde?". Poco importa. Con un poco de suerte, allí estaremos.