Portada de Fermín Solís |
Cualquier
aficionado al cine o a la literatura, o a ambas cosas a la vez, sabe que en El desencanto, de Jaime Chávarri,
Felicidad Blanc, viuda del poeta Leopoldo
Panero, y sus tres hijos: Juan Luis, Leopoldo María y José Moisés "Michi", “narran
sus vivencias, entrecruzan sus recuerdos, y aprovechan para cobrarse deudas
pendientes”. Eso dice al menos la sintética Wikipedia. Se trata, con todo, de
mucho más, de ahí que uno haya elegido ese título, ahora que cumple cuarenta
años, para esta edición especial de Versión
Original que alcanza su número 250.
Aunque rodada en 1974, doce años después de la muerte
prematura del poeta, se estrenó en 1976 y para muchos es un hito de nuestro
cine, si se me permite el exceso, y de lo ocurrido en ese periodo fundamental
de nuestra historia que se dio en denominar la Transición.
No está
del todo claro si es una película o un documental. Para uno es ambas cosas. Lo
primero, porque en la pantalla aparecen cuatro actores consumados que
desarrollan un más o menos ensayado guión: el de sus vidas. Lo segundo, porque,
a pesar de los pesares, lo que ahí aparece es simple y llanamente la verdad. La
cámara asume el papel de testigo y la excelente fotografía de Teo Escamilla,
bajo la dirección del citado Chávarri, hace todo lo demás. Que esas imágenes
estén en blanco y negro es un acierto capital. Lo mismo que la música: del
romántico Frank Schubert. Le da a uno que la poesía, al menos la que aquí se
destila, es propensa a los tonos grises. Que el misterio, que abunda, se lleva
mal con los colores llamativos. También aporta esa luz en penumbra que toda
buena conversación exige. No se imagina uno esos planos melancólicos de la casa
familiar de Astorga con otros brillos. Mejor, ya digo, los apagados para un recóndito
lugar castellano y para una época, la dictadura franquista (de la que el
falangista Panero fue genuino representante como “poeta del Régimen”),
definitivamente griste, que diría otro leonés: Andrés Trapiello. Es cierto que
en algunos momentos la luminosidad impera, como esa secuencia donde la madre y
dos de sus hijos visitan el Liceo Italiano y rememoran momentos felices de la
infancia. La infancia, sí, y el verano bajo las encinas (“En estas encinas está
toda mi vida”, reconoce Felicidad), que no dejan de evocar los únicos momentos
felices vividos por esa familia. Una familia en diálogo permanente con la
figura del marido y padre muerto, el mismo al que representa la estatua levantada
en su honor en su ciudad natal, acto al que acuden la viuda y los hijos tal y
como se muestra en las primeras escenas del documental (y en otras a lo largo
del mismo), teñidas aún de rancio franquismo.
Los
monólogos y conversaciones de los cuatro protagonistas giran en torno a muchas
cosas y en ellas se entremezclan por igual la sinceridad (que se reconoce poco
frecuente entre ellos) y la hipocresía. El teatro es consustancial a esta
tragedia de tintes clásicos. Se aprecia en la serenidad y belleza con la que se
conduce Felicidad Blanc, tanto cuando recuerda a su marido, al que sin duda
quiso, como cuando intenta justificar su duro y complicado papel de madre. La
burguesita madrileña que encuentra en la oscura provincia “silencio,
tranquilidad, soledad”. En Juan Luis, en sus gestos y muecas, en su
displicencia y su distancia con respecto a sus hermanos. En Leopoldo María, el
loco de esa casa de locos (“La gran complicación de mi vida”, según su madre).
En Michi, el asustado espectador.
Como ha
repetido el citado Trapiello, Leopoldo Panero, y su amigo Luis Rosales (que también
aparece en la película) y, en fin, algunos poetas afectos, como ellos, al
régimen de Franco, ganaron la guerra pero perdieron su sitio en los manuales
literarios; en el canon de su tiempo. Panero no fue un mal poeta. Mucho mejor
que otros situados, sin porqué, en ciertos pedestales. Lo curioso es que dos de
sus hijos también dieran en poeta. El primogénito, Juan Luis, lo fue, digamos,
de la experiencia y sus versos destilan un tono cernudiano, borgeano y anglosajón
indiscutibles. Leopoldo María quiso ser un poeta maldito que siguió los pasos
de otros atormentados como él; drogadicto y bebedor desde muy pronto, carne de
cárcel y de sanatorio psiquiátrico. Esa tensión literaria se traslada a la
vida, o viceversa, y las diferencias poéticas demuestran a las claras sus
disensiones existenciales.
Los
Panero, ahora que todos han muerto sin descendencia, jugaron a un “fin de raza astorgano”,
y lo consiguieron.
La
frustración, la derrota, el dolor, la enfermedad (en diferentes patologías), el
exceso, la locura (“que no se deduce de la palabra, sino del gesto”), la bebida
y las drogas fueron signos inequívocos de sus respectivas identidades y de eso
da buena cuenta El desencanto, una
palabra, por cierto, que define muy bien la temporada en el infierno que les
tocó vivir. Al fondo, cómo no, la muerte. La del marido y padre, ante todas. “Me
rejuvenecí”, dice Felicidad. A “la feliz muerte de nuestro padre”, alude uno de
los hermanos. Por lo que supuso de cambio de rumbo para todos. De nueva
historia. Desde la desconsolada viuda (qué intensos esos momentos en los que
narra las últimas horas de su marido) a Juan Luis, que parece querer “ocupar el
lugar del padre”, pasando por cualquiera de sus hijos que reconocen, por
ejemplo, las dificultades económicas a que se vieron abocados desde ese fatal
instante. Esa muerte marca un antes y un después para todos.
Gente
rara, estos Panero. Personajes molestos. Histriónicos. Entre lo sublime, siquiera
sea por la poesía que revelaron, y lo patético, a consecuencia de su sordidez angustiosa.
Película o documental raro, el de Chávarri, que tuvo, conviene recordarlo, una
secuela: Después de tantos años, de
Ricardo Franco (1994), donde, esta vez en color, los tres hermanos vuelven
sobre sus asuntos tras la muerte de su madre.
En los
fotogramas finales de El desencanto aparece
un poema impreso de Leopoldo Panero, “Epitafio”, que reproduzco aquí como
colofón de este artículo sobre una película donde, para bien o para mal, la
poesía y los poetas son un protagonista más.
acribillado por los besos de sus hijos,
absuelto por los ojos más dulcemente azules
y con el corazón más tranquilo que otros días,
el poeta Leopoldo Panero,
que nació en la ciudad de Astorga
y maduró su vida bajo el silencio de una encina.
Que amó mucho,
bebió mucho y ahora,
vendados sus ojos,
espera la resurrección de la carne
aquí, bajo esta piedra.
bebió mucho y ahora,
vendados sus ojos,
espera la resurrección de la carne
aquí, bajo esta piedra.
Nota: Este texto se ha publicado en Versión Original. Revista de cine, nº 250, julio-agosto, 2016, págs. 28-29.