9.12.16

Contra el silencio

El silencio de los peces ganó ex aequo la pasada edición del Premio Jaime Gil de Biedma, lo que dice mucho de un jurado ajeno a la consabida previsibilidad de los premios poéticos del sello madrileño. Su autor, Jacobo Llano, que nació en Madrid en 1971 y es economista de profesión, publicó en 2013 su ópera prima: No sabemos. Ni aquélla ni ésta son edades de poeta primerizo. Y se nota. 
Las dedicatorias son elocuentes: padre, madre y hermanos. A la memoria del primero, José Antonio (que nació en el 29, como el mío), se erige este libro como si fuera una suerte de memorial. Tiene uno recientes otras lecturas con padres de por medio. Me refiero a Carta al padre, de Jesús Aguado, Crónica natural, de Andrés Barba, y Padre, de Juan Vicente Piqueras (que he reseñado para El Cultural). Son libros muy diferentes entre sí, como suelen serlo los progenitores. El tono también es distinto, acaso lo más logrado y personal de esta obra que no esquiva ni lo narrativo ni lo autobiográfico. Llano lo tiene claro. Su filiación poética, no hay más que leer, es anglosajona. En una entrevista ha citado a Auden, Eliot y Hughes. Y a Cernuda, que como bien dice, "en el fondo aprendió qué era la poesía anglosajona y estableció un puente hacia ella". Un puente que han atravesado, de entonces acá, algunos poetas españoles y que ha dado lugar a una de nuestras mejores y más asentadas tradiciones: la de la poesía meditativa, a la que bien puede acogerse este libro que abren tres epígrafes de tres poetas de esa misma estirpe: Gil de Biedma, Zagajewski y Andrade. Ese "juego de los despropósitos jugado entre seres que se quieren" mencionado por el autor de Moralidades está muy presente en los elegantes versos de Llano. La suya es una poesía que denota inteligencia (no pedantería), alejada de eso que muchos entienden por poético y que a uno le parece casi siempre cualquier cosa menos poesía. Que nadie espere aquí ni demasiada imaginación ni demasiados sueños. Tampoco divagaciones o experimentos. Ni aires silenciarios: Llano ha venido a decir, no a callarse. Sus poemas son bastante extensos y discursivos. Su poesía, reflexiva. Lo racional se impone, en su más humano sentido. "Por una grieta en la mitad de un muro / entran aquellos días en mis días de ahora", dicen los primeros versos del libro. Nueve años después de la muerte del padre, su hijo usa en el trabajo su vieja chaqueta ya raída. Es el pequeño de siete hermanos. El que lo acompaña al hospital ("El laberinto de Creta"). El que le pasea en el coche hasta "La Pasarela". Aunque la enfermedad ha sido larga y todos han sufrido, el poeta no se deja llevar por el patetismo. Ni por la efusividad. La contención es norma. Y el pudor ("En casa se vivió siempre el pudor"), lo que no obsta para que la intimidad aflore con su inevitable suma de sensibilidad y de crudeza. Ya no es "infranqueable". Por ejemplo, cuando alude al tortazo en "Autoridad", al abandono del hogar en "Primera mudanza", a los besos en "Hombres cercanos", o, en fin, cuando en el poema "Hijos", ante la imposibilidad de tenerlos, le dice a su padre: "Mi hijo no verá tu rostro en el mío". Digo "le dice" y lo hago no porque fuera así en la realidad, sino porque toda la obra es una larga conversación con su padre, hasta el poema final, donde esa virtualidad se hace explícita.
En "La familia Roulin" homenajea el gusto de aquél por la pintura (explícito en la cubierta del volumen negro de Visor, diseñada por Maribel Vázquez, esposa del autor, donde resalta un bonito dibujo original a tinta de José Antonio Llano) y cita una carta de Vincent van Gogh a su hermano Theo que es, además, una poética: "me gustaría pintar de tal manera / que quien tuviera ojos viera claro". Basta con cambiar pintar por escribir. Termina: "El amor, como la compasión, / ocurre solamente de uno en uno".
Le sigue una serie de poemas americanos que dan un toque fresco y exótico al conjunto. México, un rancho, los años cincuenta del siglo pasado, la empresa familiar, los viajes... "Rancho Bamoa", "Al otro lado del Atlántico", "Los días alegres"... Ahí, rilkeana, "la quietud que precede a lo terrible". El miedo. En "Historia abreviada de la fe", con el padre Alberto ("el eco de un rumor / austero y carmelita").
"Aparición de Belial" (no es la única alusión bíblica del libro) marca un momento trágico que cualquiera puede haber vivido en una blanca y aséptica habitación hospitalaria. Por contraste, otro poema fundamental: "Los meandros del tiempo" (la pesca con caña, Walton, los recuerdos felices). Y "La linterna mágica", con los hitos de un itinerario vital en tiempos complicados: Santander, Nueva York, Madrid, New Jersey, Barcelona...
Mencioné antes, sin nombrarlo, "El debilitamiento", magnífico, emocionante poema que cierra este libro tan breve como vigoroso. "De nada ni de nadie somos solo testigos", dice. Comienza con una mención a "tu admirado Cernuda" y termina: "El tiempo no lo cura todo. El tiempo es la herida".