14.1.19

"El cuarto del siroco", por Irene Sánchez Carrón

Son bien conocidos los efectos inmediatos que provoca la música en nosotros. No nos cansamos de escuchar las melodías que nos seducen, y puede que hasta nos sorprendamos de pronto tarareando los acordes y tratando de imitar los matices de la voz que nos hace disfrutar. Algo parecido sucede cuando leemos un libro de poesía con el que conectamos: los textos nos resultan infinitos porque, para nosotros, su belleza y su significado no se agotan nunca. Y no sería tampoco raro vernos frente al papel en blanco, tratando de componer nuestros propios versos, porque la buena poesía suele engendrar más poesía, debido a que despierta en otros el deseo de escribir.
El cuarto del siroco, último libro del placentino Álvaro Valverde, provoca estos efectos y es, en mi opinión, una de las obras más interesantes y logradas que el poeta extremeño ha editado hasta la fecha. Interesante, porque propone de forma clara y consciente una visión de la manera de entender y abordar la actividad creadora. Lograda, porque estamos ante un libro de poemas que aúna, sin estridencias, un denso contenido reflexivo y una forma cuidada hasta los más mínimos detalles, desde los aspectos sonoros que atañen a la métrica a la selección léxica, lo que da como resultado una expresión serena, comprensible y elegante.
Comencemos por la declaración de intenciones que supone esta obra. Valverde expone con autoridad su visión de la poesía como una expresión totalmente ligada al sujeto real que escribe. Este no es un debate cualquiera, sino una encendida discusión que recorre la historia de la literatura, sobre todo a partir del siglo XX. Son muchos los autores y lectores que se han preguntado alguna vez si la literatura debe ocultar el yo real del autor o puede exhibirlo sin pudor. Estas posturas llevan aparejadas otras cuestiones como la de cuánto hay de real en los textos literarios o si la poesía, aparentemente tan subjetiva, puede considerarse un género de ficción, al mismo nivel que la narrativa y el teatro.
El autor placentino fija su postura desde las citas que actúan como pórtico de sus propios poemas. La primera pertenece a Kenneth Koch, escritor estadounidense que se caracterizó por huir de la poesía oscura y difícil de desentrañar, y que afirma lo siguiente: “Y con relación a cuánto la poesía de uno debe reflejar la experiencia de uno, no creo que se pueda evitar. La poesía es la meditación de la vida”. La segunda cita pertenece a Anne Carson y es todavía más contundente: “Hay demasiado de mí en mi escritura”.
Partiendo de esta declaración de intenciones, no es extraño que al ir recorriendo los distintos textos que componen esta obra nos encontremos con un personaje o sujeto lírico que se identifica con el hombre real que escribe. Este sujeto nos cuenta las experiencias y reflexiones del poeta de Plasencia y no duda incluso en mencionar datos íntimos de su biografía real, como personas de su entorno familiar, amigos a los que añora o lugares cercanos que recorre en su día a día.
Desde esta perspectiva, el poema que abre el libro, “A modo de poética”, cobra un significado relevante, ya que las características que se atribuyen al agua (limpia, detenida, que pasa y no vuelve, clara, capaz de crear espejismos) son las mismas que pretende el autor que posea su poesía: capacidad de retener o estancar el pensamiento, claridad expresiva, creación de nuevas realidades y, a la vez, reflejo de sí mismo (“metáfora y verdad”). 
La unión de contenido y forma se aprecia en la fórmula seleccionada para construir numerosos poemas. Muchas veces un elemento del paisaje o un motivo arquitectónico se utiliza para canalizar una reflexión. Con esto Valverde consigue que los textos trasciendan la mera descripción paisajística y se conviertan en una especie de geografía espiritual.
Como el propio autor explica, tomó el hermoso título de este poemario de una obra de Leonardo Sciascia, en la que se cuenta la existencia de una habitación en la que las familias patricias se resguardaban mientras soplaba el siroco, viento cálido que arrastra arena de los desiertos del norte de África a las costas del sur de Europa. Este motivo le sirve a Valverde para proponer los libros y la lectura como los mejores refugios frente a las inclemencias del mundo y de la propia existencia. Sin embargo, me gustaría destacar la celebración de la naturaleza y de los espacios urbanos que se percibe en muchos textos. El poeta presenta una visión gozosa del agua, de la luz, de las montañas, de lugares como Azuaga y Cáceres, y de las calles de una ciudad que identificamos con Plasencia. Especialmente hermosas resultan las reflexiones que desencadenan las plantas más humildes, obstinadas en escalar los muros y desbordar las tapias que las encierran, quizá metáfora de la propia creación poética. 
El cuarto del siroco seducirá, sin duda, a cualquier lector que se acerque a sus páginas, incluso a aquellos que frecuentan menos el género poético, por el afán de claridad que ya hemos destacado. A ello hay que añadir una riqueza de pensamiento (el paso del tiempo, el amor, la amistad, la posibilidad de haber sido otro en otros lugares, el dolor de las pérdidas, la trascendencia de los espacios, etc.) que otorga profundidad a la siempre cuidada dicción poética de Álvaro Valverde.

NOTA: Este artículo apareció ayer en el diario HOY.