30.7.19

Carta de Santander

¡Dichosas obras veraniegas! En las autovías, quiero decir. Da igual que vayas a Santander o a Madrid, lugares a los que hemos viajado en este julio que termina con temperaturas de otro mes.
Por ejemplo, camino del Cantábrico, a la altura del cruce de Frómista, nos obligaron a dar un rodeo considerable que nos permitió observar con detenimiento los campos de Castilla, Tierra de Campos, que no deja de ser un ejercicio de alto calado machadiano. 
El resto del viaje fue bien. Los túneles facilitan el acceso a estas regiones del Norte, aunque de mi memoria no se borren los mareosos puertos y portillas que franqueaba con cierta dificultad el seiscientos de mi padre. 
Santander es la elegancia. Como San Sebastián u Oviedo. La cosa nórdica, ya dije, que siempre sorprende a los del Oeste. Si, para colmo, te hospedas en el monárquico Palacio de la Magdalena situado en la bonita península del mismo nombre, ya no digamos. Nuestra habitación, con forma semicircular, estaba en el segundo piso de la torre. Un privilegio. Por las vistas más que nada. Enfrente y a lo lejos, El Puntal. Debajo, jardines y pinos y gente tumbada en el césped. Muy británico todo. Y muy universitario, of course. Sí, porque la anfitriona lo es: la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (la UIMP), de ideario institucionista y fama reconocida. Pasamos hace años por las sedes de Cuenca (ay, Diego Jesús) y Santa Cruz de Tenerife (de la mano de Robayna). En ésta, la principal, estuve a cuento de unos conocidos encuentros sobre la edición cuando uno era responsable del extremeño Plan de Fomento de la Lectura y recuerdo, sobre todo, que saludé a Alberto Manguel, del que soy lector y fans, y que el vuelo de regreso a Madrid, con Millás al lado, fue apoteósico. Nunca peor.
Llegamos justo a tiempo de comer en el mismo Palacio. Comida de colegio mayor, digamos. Mala, a qué engañarnos. Para entonces ya llevábamos al acreditación colgando, lo que facilitó el trance.
La tarde dio para una cabezada y un paseo por aquel precioso lugar. Delante, el mar, ese misterio.
Antes de la lectura correspondiente al ciclo Veladas Poéticas, que dirige el poeta, crítico y editor Carlos Alcorta (a mi lado en la fotografía) y que está a punto de cumplir veinte años, se celebra una tertulia con el autor invitado. La nuestra fue jugosa. Éramos una decena de personas alrededor de una mesa, ya es casualidad, idéntica (salvo por el tamaño) a una que conserva en su casa, procedente de Tánger, mi querida suegra. Se habló un poco de todo. De lo de uno y de la poesía en general, incluido ese sucedáneo a la moda que dan en llamar parapoesía y que unos días después bendijo Manuel Vilas en ese mismo sitio. Él sabe más de eso.
La lectura en sí desdijo los peores augurios. Ya Alcorta había advertido en petit comité que era el segundo día con sol de la temporada de baños en Santander y que la gente optaría por la playa, algo que resultaba del todo comprensible. Pero nos equivocamos y reunimos a más de setenta personas (que contó alguien), lo que no es poco si tenemos en cuenta que uno no es parapoeta.
Alcorta me presentó como es debido. Me conoce muy bien, desde mi primer libro, que mostró en público sin acobardarse, hasta el último, que reseñó en Turia. Más aún, fue el editor de dos de mis plaquettes: Aeróvoro y Lugares del otoño. Esta última formó parte de la colección El Astillero, de la revista Ultramar, que dirigía con los también poetas Rafael Fombellida y Lorenzo Oliván. Pues bien, estos dos estuvieron en el acto, algo que me hizo, lo confieso, especial ilusión. Como la presencia de mi admirada paisana Pureza Canelo, que pasa en esa ciudad buena parte del año debido a sus labores al frente de la Fundación Gerardo Diego; la de los poetas Marcos Díez, autor de Desguace, y Nicolás Corraliza; la del estudioso de la poesía cántabra Luis Alberto Salcines, así como un puñado de lectores y amigos (Nieves Álvarez, Juan Francisco Quevedo y su hija, jovencísima profesora en Harvard, participantes, por cierto, en la comentada tertulia) que lamento no poder nombrar al completo. Pureza me susurró, eso sí, que había gente muy principal. Se notaba. Grazie.
Después de los agradecimientos y los saludos de rigor, leí, para empezar, mi único poema santanderino: "Villa olvido", que forma parte de mi libro Desde fuera. La casa en ruinas a que se refiere está siendo restaurada y puede que sea la misma en la que veraneó el mismísimo Galdós. Luego leí diez poemas de El cuarto del siroco. Según costumbre, salpiqué esa lectura (una "conversación en la penumbra", diría Eliseo Diego) de comentarios personales que pudieran ofrecer al oyente u escuchante algún que otro detalle digno de ser conocido o comentado. No se trata de explicar nada, sólo de aportar datos a buen seguro prescindibles (el poema ha de bastarse a sí mismo) pero al fin y al cabo curiosos. También por hábito, en las Veladas no hay preguntas al final. Antes de abandonar el hall del Palacio (Trapiello, del que leo Diligencias, escribiría "jol"), donde tuvo lugar aquello, firmé algunas dedicatorias, un muchacho negro me entregó un extenso poema de su autoría, saludé al librero que tuvo la amabilidad de ir a vender ejemplares de algunos de mis libros y salimos, en fin, a la noche y al fresco. Nada peor para este paisano de tierra adentro que la mezcla perversa de humedad y calor. Por eso fui incapaz (pedí perdón por ello) de ponerme la chaquetina que portaba.
Nos reunimos nueve en un restaurante del centro para cenar algo. Fombellida y Alcorta, con sus respectivas esposas, y algunas amigas (como la poeta Ana García Negrete, que inauguró este año las Veladas, o la fotógrafa Mar Gómez Iglesias, autora de la foto de arriba). Nos retiramos pronto. Dormir con manta fue un final de jornada de lo más placentero.
No sin dar antes una vuelta por las calles principales y un largo paseo por la orilla del mar, salimos a media mañana de vuelta a Plasencia. Con pena, claro.
Si al subir paramos en Aguilar de Campoo, al bajar lo hicimos en un área de servicio cerca de Reinosa. Comimos espléndidamente en La Traserilla, en la parte vieja de Palencia, a un paso de la catedral. El café lo tomamos en el Ikea de Valladolid, donde tocaba parada y visita (no todo es lírica). Ya en Plasencia, al bajar del coche, comprobamos que habíamos vuelto al infierno. Qué poco dura lo bueno.

Una habitación con vistas. 

La habitación, en la segunda planta de la torre.