26.4.21

De Julián Rodríguez


La exposición Actos de fe / Acciones concretas. Julián Rodríguez, tipógrafo (que ha pasado por el MEIAC de Badajoz y por la Sala El Brocense de Cáceres) y, en concreto, el cuadernillo "Diccionario de términos frecuentes" que, con ese motivo, ha editado con un gusto tan sobrio como exquisito (y en un papel estupendo) el comisario de la muestra, Juan Luis López Espada (cómo le habría gustado a Julián y qué bien le conocía su amigo y socio, lo mismo que su hermano Javier, Irene Antón, Paca Flores y Luis Sáez, que han colaborado con él), me mueven a escribir sobre mi relación literaria y de amistad con el escritor, editor, galerista y diseñador gráfico, como reza en la biografía que cierra el librito al que hago referencia. 
Como ha escrito en El País Estrella de Diego después de ver la citada muestra (parte sustancial de su legado), donde "sus libros no estaban colocados en vitrinas, sino expuestos en las paredes", "su vida fue muchas vidas, diferentes y semejantes; escritas en Bodoni o Stempel Garamond, que es tanto como decir cuidadas en la forma, porque las cosas que solo deben ser hechas con amor: deben hacer visible ese amor que las ha construido". Quiero creer que en algún rincón de una de esas vidas del "poeta de las mil vidas" pasó lo que cuento. 
Aunque ya conocía su revista de arte y estética Sub Rosa y, por tanto, tenía noticias suyas, creo que mi primer encuentro personal con Julián tuvo lugar en el Cementerio Alemán de Yuste. En el invierno de 1995. Allí organizó Salvador Retana una acción simbólica, instalación o happening, que consistía en cubrir las lápidas de los soldados muertos con telas blancas, a modo de sudarios. Convocó el artista a otros jóvenes pintores y escritores entre los que estaban los hermanos Rodríguez. Uno leyó su poema sobre el lugar, publicado poco antes en mi libro Una oculta razón. Después del acto, comimos en la hospedería del monasterio (que hace años que no existe). El día fue desapacible y lluvioso. Antes pasó lo inesperado. A pesar de que Retana había acudido mil veces a ese sitio y nunca se había encontrado con nadie que lo guardase, de pronto apareció un energúmeno (no sé si escopeta en mano), el supuesto encargado de aquello, dando voces. Pensaba que estábamos, ahí es nada, profanando tumbas. Es lo que tiene el arte conceptual. 
Ese mismo año volvimos a encontrarnos, cuando me invitó a presentar al poeta Francisco Brines en unas jornadas literarias que organizó en la Biblioteca del Estado de Cáceres. Allí estuvo, entre otros, el editor Manuel Borrás. 
Aunque seguía todas sus fugaces y volátiles aventuras literarias (Hotel Internacional, La ronda de noche) y manteníamos una cordial relación epistolar y telefónica, volvimos a contactar cuando expuso en Cáceres el pintor argentino Alejandro Corujeira (que años más tarde ganaría el Premio Obra Abierta, antes Salón de Otoño de Plasencia). Julián era por aquel entonces el responsable, precisamente, de la Sala El Brocense de la Diputación de Cáceres y el poema apareció en el catálogo de la muestra. 
He mencionado la "relación epistolar" y no he olvidado un detalle que tuvo conmigo y que demuestra su fervor tipográfico. Tuvo a bien mandarme un paquete con papel timbrado. Mi nombre y dirección postal estaban impresos en una elegante letra de color verde que destacaba sobre el tono crema. Es una pena que no haya conservado ni una sola de aquellas bonitas hojas. En algunas de mis cartas de entonces se verá. Lo recordaba López Espada en el HOY, que "era muy dado al regalo, a invitar. A poco que le conocieras te obsequiaba con un libro, o te pagaba una caña o lo que se terciara".
Un buen día Miguel Ángel Lama me pidió un texto para una nueva revista. Le envié una "Mínima poética" con la que muchos años después aún me identifico y que comenzaba: «Creo, con César Simón, que “la poesía es, antes que nada, un carácter”; que “existe como una forma de vida”». Baciyelmo era el nombre cervantino de aquella "revista iberoamericana de cultura" que surgió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Extremadura y que, como recordaba en su blog el profesor Lama, memoria viva de la literatura de esta tierra, "impulsó Laura Puerto Moro, hoy filóloga y editora de Rodrigo de Reynosa, y de la que solo salió el primer número de 1998, que publicó textos de Álvaro Valverde, de Javier Rodríguez Marcos y de Basilio Sánchez, entre otros". Además de la mencionada y el citado López Espada, entre sus promotores estaba Julián Rodríguez, estudiante entonces, que se ocupó de su diseño. Un diseño se señala en el cuadernillo que anticipa una de las colecciones más valorada y hermosa de Julián: la de Poesía de la Editora Regional de Extremadura, que, por cierto, se ha vuelto a rescatar después de que alguien sin gusto tomara la decisión de cambiarle su austero y clásico aspecto. 
Aunque estaba ilusionado, mi experiencia de publicar un libro en esa colección a instancias de mi admirado Fernando Pérez, a la sazón director de la Editora, no fue agradable. Estaba esperando dentro del coche en el aparcamiento del centro comercial Carrefour (que tal vez era todavía Continente) cuando recibí la llamada de Julián. Había salido de imprenta El reino oscuro (un puñado de poemas que tiene como centro la comarca de Las Hurdes, de donde procede parte de su familia) y lucía dos erratas significativas. Él estaba disgustado y, tras escuchar sus noticias, uno aún más. Desde entonces, tengo sentimientos encontrados con ese libro del que diré, con Catulo, que odio y amo. 
Fue en los años que pasé en la Editora, de 2005 a 2008, cuando coincidimos más. Él ya llevaba años colaborando con Fernando Pérez y, a la muerte de éste, quise que esa relación no sólo no cesase, sino que incluso se fortaleciera. Algo en lo que coincidíamos cuantos formábamos parte del pequeño equipo de aquella casa, en especial María José Hernández, que fue una gran amiga de Julián. Por cierto, espíritu libre, siempre se negó a formar parte de ese equipo mediante un nombramiento, digamos, oficial. No, no era el prototipo del funcionario. 
En esa época era normal que al menos una vez por semana le recogiera en Cáceres (en la esquina de la Cruz de los Caídos, al lado de donde tantas veces había recogido a Fernando) y viajáramos juntos a Mérida. Como terminaba antes que yo su jornada, volvía en tren. No tuvo nunca carnet de conducir. Las conversaciones del trayecto son inolvidables. A pesar de la timidez, un sentimiento mutuo, logramos un tono íntimo y confidencial que, al menos a mí, me ayudaba a enfrentar los no pocos problemas que la vida diaria y la gestión pública (con políticos de por medio) suscitaban. Lo mismo te resolvía una duda acerca del doble cerramiento de unas ventanas que te hablaba del noruego Kjell Askildsen. Me gustaba escuchar sus razonamientos, sus anécdotas, sus juicios literarios o musicales o cinematográficos, su interminable lista de lecturas y hasta sus maldades, que también las había. Una mañana, por ejemplo, me relató algo que no he escuchado contar nunca a nadie de su círculo de amistades o por él en ninguna entrevista, aunque doy por hecho que no lo inventó: su viaje a América con Miguel de la Cuadra Salcedo en la Ruta Quetzal (antes, Aventura 92). Como mencionó una escala en La Habana, deduzco que ese viaje se realizó en 1985 o en 1988, las dos ocasiones en que la ruta pasó por Cuba. 
De la intensa colaboración con la Editora en ese trienio surgieron dos nuevas colecciones: Plural y Viajeros y Estables.
De esa época, 2007, es también la hermosísima carpeta que diseñó para la Fundación Ortega Muñoz, compuesta por un grabado del pintor de San Vicente de Alcántara y tres plaquettes con poemas, respectivamente, de Santiago Castelo, de su hermano Javier y míos (Imaginario, que forma parte de Desde fuera). 
Era bien conocida su afición por la gastronomía y su condición de cocinero, aunque nunca entré en en su restaurante de Malpartida ni en ninguno de sus bares (soso y diurno que es uno). Eso sí, al poco de conocernos, llamó a casa por teléfono un domingo por la mañana. Había venido a pescar con un amigo (que no recuerdo ahora) en una charca cercana (imagino que tencas) y proponía que nos viéramos. Acepté de inmediato. Yolanda y yo le invitamos a comer. Como quiera que cerca de la casa de mi madre habían abierto un bufé, allí fuimos. Todavía me duele aquella comida. Por lo pésima que fue. Echemos la culpa al desconocimiento, sí, pero también a no aplicar el viejo refranero y, en consecuencia, acudir a un restaurante ya conocido. Una media sonrisa (tan suya) delató su decepción. La justicia poética quiso que unos años después tuviera el detalle de invitarme a las famosas jornadas de arroces que organizaba César Ráez en el Torre de Sande. Bien sabía de mi pasión por el arroz. Fue un ágape memorable y en la mejor compañía: la suya y la de Juan Luis. Mi gula arrocera quedó del todo aplacada. Ahora ese restaurante es de los dueños de Atrio, Jose Polo y Toño Pérez, y bien está recordar que Julián (bajo el sello Inmedia) editó Parte de todo esto, su imponente carta de vinos. 
Ya que hablo de comidas, una vez me llevó a un pequeño restaurante de menú, con aires de tasca, que había en Gómez Becerra. Le pedí ayuda para encontrar una buena ilustración que luciera en la cubierta de mi primera novela, Las murallas del mundo, y allí se presentó con fotografías de su primo Victorio Montes (de Ceclavín, como él), que murió pocos años después, a destiempo. Elegimos una de ellas. Descubrí luego que, oh casualidad, era de un edificio en ruinas situado en la calle de Los Quesos de Plasencia, donde hoy se encuentra una librería. 
El 15 de junio de 2000, en una tertulia titulada "Periféricos, últimos narradores desde el Oeste",  presentamos en la librería Fuentetaja de Madrid su libro de relatos Mujeres, manzanas (La Gaveta) y mi novela Las murallas del mundo, además de Las parcas, de Jorge Márquez, y El interior del bosque, de Eugenio Fuentes. El maestro de ceremonias fue su hermano Javier, que entonces trabajaba en el suplemento de libros del ABC. 
Pasamos un par de días juntos en Guadalupe, en 2006, en una reunión de escritores que se organizó con motivo del Año Jubilar. Al frente, Teresiano Rodríguez Núñez, director del diario HOY. En la intendencia, Castelo y Julián. Fruto de esas jornadas, el libro Encuentro en Guadalupe donde aparecen textos de Javier Alcaíns, Ángel Campos Pámpano, Daniel Casado, José María Cumbreño, Inma Chacón, José Manuel Díez, Santos Domínguez, Antonio María Flórez, Diego González, Gonzalo Hidalgo Bayal, Hilario Jiménez, Javier Pérez Walias, Serafín Portillo, Antonio Reseco, Javier Rodríguez Marcos, Antonio Sáez Delgado, Ada Salas, Basilio Sánchez, María Rosa Vicente, José Antonio Zambrano y Santiago Castelo. Ilustran el volumen fotografías de Modesto Galán, Toni Gudiel y Vicente Novillo. Por cierto, es difícil verlo en las que nos hicimos. Era un especialista en desaparecer o, si no, en emboscarse. Más si de retratos hablamos. 
Además de la mencionada edición de El reino oscuro, en lo literario, colaboramos en dos proyectos más. Fue él quien seleccionó los artículos que forman parte de mi libro El lector invisible, publicado por la Editora Regional en 2001, número dos de la colección Ensayos Literarios. 
También me ayudó con la versión definitiva de Desde fuera. De hecho la división en dos partes del mismo: "Desde dentro" y "Desde fuera", y la selección de los poemas de cada una fue cosa suya. Por eso, aunque aparece sin firma, escribió la nota que figura en la solapa del volumen. Como primicia, doy ahora el texto completo que me envió, un precioso regalo. Demuestra, entre otras cosas, su sagacidad lectora. 
«¿Cómo ha de ser un libro de madurez? ¿“Continuista” o totalmente nuevo? ¿Un libro de madurez es el que repite los mismos logros que el autor consiguió en textos anteriores o aquel que lo arrastra hasta lo que de modo consabido llamaríamos “borde del precipicio” para que mire lejos y, mientras, se mire a sí mismo? Sea cual fuere la respuesta, todo verdadero libro de madurez o primer libro de madurez, si es que hay más de uno– sería, o debería ser, un libro a medio camino entre el pasado y el futuro, entre los caminos transitados y los senderos aún por andar. Y éste, Desde fuera, lo es.
Un libro, además, de fusión también de poéticas, de visiones aparentemente discordantes de la poesía española reciente, una de cuyas voces más personales es, sin duda, la de Álvaro Valverde. Un libro que sabe ser a la vez, si el lector quiere llegar hasta al centro de lo verdaderamente importante y no a su retórica, “esencialista” y “existencialista”. Como esencialista afirma la prioridad de la esencia sobre la existencia, y como existencialista funda el conocimiento de toda realidad sobre la experiencia inmediata de la existencia propia.
Desde fuera es también, siguiendo este cauce descriptivo y falsamente dicotómico, desde dentro. Los poemas “de viaje”, de exterior, se vuelven sobre sí mismos, como antes, frente al vacío, junto al abismo, para indagar en los interiores de la vida, de las vidas; los poemas “de interior” iluminan, con sus silencios y también, por qué no, con sus miedos, esas mismas vidas lejanas y exteriores.
Resulta también ya tópico hablar de paisajes y de “paisajes del alma”. Las palabras se gastan. Sin embargo, estas páginas enaltecen esa antigua metáfora: no sólo dibujan un paisaje, son paisaje. Verde y feraz, o dorado y seco, pero paisaje convertido en verdad y en realidad dos palabras aquí juntas por necesarias–. Y, no, no hay “personajes” en estos poemas, ni siquiera en sus monólogos: la voz del poeta no ha elegido vidas que “contar”, sino que ha sido elegida, como ventrílocuo, por esas vidas y sus historias son la materia misma del poema: palabras de una corporeidad poco frecuente, nacida como un golem, ser que vive más allá de las palabras.
Una de las acepciones de esencialista nos dice que lo es también aquel que defiende a ultranza determinados valores y creencias. Y no podremos dejar de pensar en ello al conocer la alta poesía moral de los versos de “Imaginario” o de “Entonces la muerte”. Con ellos, a través de ellos, los mejores lectores muy pronto se darán cuenta, a medida que lean y relean, que éste el más intenso poemario de Álvaro Valverde desde Una oculta razón (Premio Loewe en 1991)– es uno de los grandes libros del presente “poético” en castellano, un verdadero libro de madurez».
Nuestro penúltimo encuentro tuvo lugar en Plasencia, en la librería La Puerta de Tannhäuser, a finales de 2017. Lo relaté en este blog. Fue un rato delicioso, compartido con Gonzalo Hidalgo Bayal, fiel lector de Julián. 
Todavía nos vimos una vez más cara a cara, cuando me invitó a participar en el Seminario "Lo sublime a ras de tierra", de la Fundación Helga de Alvear. Fue un frío sábado por la mañana de finales de octubre de 2018 (Julián no llegó a quitarse su elegante abrigo negro). Hablé del Cementerio Alemán, donde nos conocimos. Uno iba, como siempre, con prisa y no pude quedarme a comer, y eso que me habló con entusiasmo del Figón (que sigue siendo mi restaurante preferido en Cáceres) y de las agradables sorpresas que se llevaban con su espléndida carta los invitados al encuentro.
Me alegro de que Porque olvido, lo más personal que uno ha escrito, se cierre con una mención a Julián. Qué menos. 
Estoy deseando que la Editora publiqué, según tengo entendido, los diarios que Julián fue publicando en Facebook ("diario online 2007-2019", según António Cerveira Pinto) y que uno leía con un placer inmenso. La nieve, su perra Zama, las lecturas, los paseos, la sierra... Es de lo mejor que escribió y, ya digo, lo espero con fervor en forma de libro (creo que a su cuidado estará el poeta Martín López-Vega). Para quienes quieran acercarse a algunos fragmentos del diario, la Fundación Ortega Muñoz los incorporó hace tiempo a su blog Arte y Naturaleza
El pasado día 21 se celebró en la Biblioteca Pública de Cáceres una mesa redonda sobre la corta pero intensa vida de Julián en la que intervinieron Andrés Trapiello (que ha sacado a nuestro amigo más de una vez en sus diarios), Javier Rodríguez Marcos, Juan Luis López Espada y Luis Sáez. Por suerte, se puede ver pinchando aquí. Miguel Ángel Lama, siempre atento, ha publicado en su blog una crónica del acto digna de ser leída. 
No querría terminar esta semblanza, este puñado de recuerdos que uno escribe porque olvida, sin hacer mención al pésimo trato que la Junta de Extremadura, máxima institución pública de esta Comunidad Autónoma, ha tenido con Julián, por más que esta exposición haya sido organizada por la Editora y a su inauguración asistiera la consejera del ramo. Como su amigo y mentor Fernando Pérez, Ángel Campos Pámpano o Antonio Franco (con quien tanto colaboró), por poner algunos ejemplos sangrantes, se fue de esta vida sin la Medalla de Extremadura, que era lo menos que merecía (siquiera póstumamente) después de haber hecho tanto por su tierra. Aunque a él (a ellos) esa devaluada distinción le importara lo justo (y menos), hubiera sido un bonito gesto que, de paso, hubiera premiado a todos los extremeños que amamos la cultura. ¿Qué puede dar a Cáceres más prestigio del que de verdad importa– que la acreditada editorial Periférica, que fundaron Julián y Paca Flores, tenga su sede allí? Para muestra...
Me quedo, en fin, con una conversación. Pudo ser una tarde de primavera cacereña. Sí sé que terminó en la casa familiar de la Puerta de Mérida. Por lo demás, ya nos advirtió Quevedo que la muerte no es un obstáculo para seguir dialogando con quienes nos dejaron. Más si, como hace al caso, se trata de un afable escritor con criterio al que uno admiraba. Seguimos.