22.11.19

Foneto c’est (aussi) moi

Nueve novelas (Mísera fue, señora, la osadía. El cerco oblicuo, Campo de amapolas blancas, Amad a la dama, Paradoja del interventor, El espíritu áspero, La sed de sal, Nemo y, ahora, La escapada), cuatro libros de relatos (La princesa y la muerte, El artista del billar, Conversación y Caracteres) y tres de ensayo (Camino de Jotán. La razón narrativa de Ferlosio, Equidistancias y El desierto de Takla Makán) son argumento suficiente para rebatir que GHB siga siendo el “gran desconocido” que algunos dicen. Es cierto que Bayal cultiva una literatura con estilo, lo que la aleja de la fama y del común. Un estilista, Fernando Aramburu, comentaba en un artículo: “Por lo general, se tiende a tildar de elitistas, de retóricos o pedantes a todo aquellos autores que practican un estilo alejado del habla común”. Y más adelante: “Quizá esta antigua animosidad frente al hombre que se adentra en zonas de lenguaje desvinculadas de los usos colectivos provenga de una falta de disposición general o de un exceso de pereza para admitir que un individuo se tome la prerrogativa de alterar el instrumento sin el cual los seres humanos no sabrían ir de aquí allá: el lenguaje”. Por fin señala: “Que un escritor componga textos con una modulación especial, además de rara (y es inevitable que lo que atenta contra las convenciones lingüísticas despierte al principio extrañeza), es un logro al alcance de contados escritores. (…) Dicho de otro modo, más allá de tres o cuatro renglones es imposible impostar un estilo inconfundible”. Este lo es. Y en él se basa la consistencia de su acreditada poética. Más allá, quiero decir, de lo que cuenten sus novelas y relatos. En La escapada, precisamente, hay mucho de metaliteratura, esto es, de literatura acerca de lo mismo. A pesar de que “el narrador, como personaje, ha de ser siempre secundario”, pocas veces se había explayado tanto Bayal desentrañando sus ideas acerca de la escritura y de su propia razón narrativa, la que justifica cuanto escribe. El nombre del protagonista ya da una pista fiable al respecto: “Si a estética esteta y a poética poeta, a fonética foneta”.
Llama también la atención del lector habitual de Bayal que en esta ocasión –filologías (léanse los capítulos 19 y el 22), latines y griegos mediante–, hay una mayor contención verbal, con menos juegos léxicos y semánticos entre líneas, condicionada tal vez por el tenor de la historia.
Dividida en 66 capítulos (¿tantos como años tenía su autor cuando la compuso?) y escrita en primera persona por un narrador que se parece mucho a GHB (no debo entrar en detalles personales que romperían el pacto narrativo, aunque algunos se delatan sin ambages, así cuando se refiere a su edición de La metamorfosis kafkiana), la trama de esta novela moral es sencilla. Dos viejos compañeros de estudios universitarios se encuentran de nuevo en Madrid (lejos de Murania, como en El cerco), ciudad donde se licenciaron en Filología (“que nos condena a ver las cosas desde fuera”) y donde ninguno de ellos reside, aunque el primero la visite con frecuencia desde su jubilación. Mientras éste recorre el pasadizo de San Ginés y está a punto de comprar un ejemplar de Los rateros (o La escapada), de su admirado Wiliam Faulkner, escucha a sus espaldas: “Al miserable nunca le abandona su miseria”. Porque, dirá luego, “imprime carácter”.
La acción transcurre en un día y ambos pasean por el centro de la capital, por el barrio de Las Letras y aledaños, entre calles, plazas y locales que frecuenta, por cierto,  el autor en su, digamos, vida corriente. En la página 46, GHB, en clara alusión flaubertiana a Madame Bovary confiesa que, como otros personajes solitarios, ajenos a todo y conformes consigo mismo, inventados por él (Sín, Nemo), Foneto c’est moi. Una suerte de alter ego. Y ya ahí, por aquello de la tramposa autoficción, conviene indicar la sutil diferencia entre persona real y personaje y hasta dónde aquél lo es. Lo uno o lo otro, digo. Porque “no se trata de verosimilitud, sino de verdad”.
Ya en la primera novela “ansiolítica” de Bayal aparece Foneto como personaje, elevado a la categoría de poeta. A él le atribuye el verso que la cierra: Lo triste que es ser nada y serlo solo. Representa lo que, por hache o por be, pudo ser y no fue, que es asunto clave en este relato que bucea, desde la vejez (otro quid), en el pasado: “Vivimos ciertamente del pasado y no hacemos otra cosa que reinventarlo”. Por eso, “nunca dejarán de sorprenderme los mecanismos de la memoria”. Alguien que “ni era sujeto ni tenía objeto”, especialmente dotado para las grandes empresas de la Filología que, sin embargo, da en retirado quiosquero y no, lo previsible, en profesor de instituto de provincias, como el narrador, su amigo, por más que la verdadera aspiración de ambos fueran la de llegar a ser escritores de fuste. Y todo porque “Uno piensa el bayo y otro el que lo ensilla”, más que un mero refrán usado por numerosos escritores (del Arcipreste a Galdós) y a cuyo sentido dedica el último capítulo.
Bayal aborda el tema de la “solitariedad” (solus amoenus) y el egoísmo que ésta lleva aparejada. Y a la soltería y el imposible amor, si bien Foneto alcanzó a tener “tres experiencias amorosas” que, como lo demás, terminaron en fracaso. A una de ellas se dedica el capítulo más extenso de la novela, el 54.
De esas “desventuras subjuntivas” (“El arte solo saca partido del dolor y la desgracia”, “La existencia carece de significado”) da buena cuenta Bayal en esta ficción real de dos seres solitarios y silenciosos, de buen conformar, sin el “don de la conversación”, amantes del cine y de los libros (su auténtica tabla de salvación), que han “vivido siempre refugiados en los márgenes”, “los que no hemos estado nunca en los sitios de la historia”, expertos “en vivir sin entusiasmo” y en “un tiempo sin porvenir” porque “el futuro siempre es imperfecto y, sobre todo, subjuntivo”. Más si se vive con “vergüenza retroactiva” y lo que nos espera a la vuelta de la esquina es la muerte.

Nota: Esta reseña se ha publicado en el número 131 de la revista Turia.