A la misma hora que se celebraba en la red un oportuno homenaje a Antonio Franco, con Portugal de por medio, al que pensaba asistir como espectador, enterrábamos en el cementerio de Garganta la Olla, su pueblo natal, a tía Isabel. Isabel Gómez Álvarez, casi centenaria, la hermana pequeña de mi suegro Zacarías. La única de entre tantos hermanos que aún vivía. A pesar de las dificultades, que por suerte cada vez son menos, era necesario acompañar a sus hijos, nietos y sobrinos, a su familia, que es también la mía, en ese penoso trance. Porque fue una persona cariñosa y encantadora con la que uno pasó ratos estupendos. Casi siempre en "la huerta", el jardín de su casa (en la que pasamos una Semana Santa cuando Yolanda y yo éramos novios), bajo la sombra de una parra que luego dio una plantación de kiwis. Allí, en torno a una mesa que antes fue rueda de molino, merendamos muchas veces. Con cualquier excusa. Por el mero hecho de llegar. Era así de espléndida, como su vecina de al lado, su hermana Trini, la mayor, otro ser inolvidable. Entre las dos montaban en un momento un auténtico banquete. Una ponía la morcilla; la otra, el queso. De su casa, encima de la de su madre, bajaba Dioni el tomate ya aliñado (es un especialista). Y no faltaba el vino y el chorizo y los dulces... Qué atardeceres tan placenteros. La conversación viva. Las anécdotas, los recuerdos, el triste relato de las pérdidas... Con la sierra de Tormantos enfrente. La misma panorámica que ya no verá desde su tumba, orientada a esas mismas, frondosas montañas colmadas, en su base, de cerezos; una espesura que rompe el sinuoso trazado de la carretera de Yuste.
A veces estaban los hijos ausentes: Mari y César. Y los nietos de Isabel (Marisa, Luisfer, Camino, Alberto, María, Pablo e Isabel), que lloraban sin remedio al despedir a su querida abuela (que también era bisabuela). Y otros primos y más gente, porque la familia Gómez Álvarez era y es numerosa, además de cordial.
Qué contraste con la desapacible tarde de su partida definitiva. Para empezar, en la iglesia. Hermosa, sí, pero desangelada, fría. Como el señor cura, parco y metódico. Algo de calor llegaba del canto recurrente de las ancianas, que a uno le sonó muy verato. Frío también delante del nicho, mientras seguíamos en silencio la larga y meticulosa tarea del operario que lo cerraba, tan mortificante para los suyos. Quedó en compañía de su marido, Dionisio, que, a diferencia de ella, se fue pronto.
De golpe se levantó un viento impetuoso que parecía lanzar a los dolientes un mensaje cifrado.
No quisiera uno pecar de necrológico, pero la maldita racha es la que es, y no cesa. Necesito dejar por escrito unas pocas, afectuosas palabras de despedida a Isabelita, como la llamaba su sobrina Yolanda, que tanto la ha querido. Saben bien Mari, Dioni y César que uno también la quiso. Como a una tía más, lo que no quiere decir que fuera para mí una tía cualquiera. Todo lo contrario. Descanse en paz.
Nota: La imagen que ilustra esta nota es de Jesús Pérez Pacheco.