3.11.21

El libro póstumo de Brines

Francisco Brines
Tusquets, Barcelona, 2021. 64 páginas. 14 €
 
El pasado 21 de mayo moría Francisco Brines en su casa de Elca (“donde transcurrió lo mejor de mi infancia, desde el lugar donde me dispuse a contemplar con sosiego y temblor, la vida y que para mí ha llegado a simbolizar el espacio del mundo”, “el lugar donde se han cruzado todas mis edades”), unos días después de recibir de manos del rey Felipe VI el Premio Cervantes 2020.
Su poesía, reconocida con los máximos galardones, luce, única y distinguible, en medio de una constelación de excelentes empresas poéticas concebidas por los miembros del Grupo del 50, una generación sin duda extraordinaria.
Aunque su obra estuviera cumplida, se sabía que el poeta estaba trabajando (durante los últimos 25 años, desde que publicó La última costa) en un libro futuro, éste, “que la editorial ha decidido mantener de la forma más fiel posible el manuscrito como él lo dispuso”.
Con motivo de la concesión del Cervantes, Pre-Textos publicó una antología personal titulada Desde Elca con siete poemas inéditos: “Reencuentro”, “El último viaje”, “El testigo”, “El vaso quebrado”, “Las últimas preguntas”, “Mi resumen” y “Donde muere la muerte”, el que da título a este libro póstumo compuesto por veinticuatro poemas entre los cuales no figura “Las últimas preguntas”, ignoro el porqué.
Al comentar ese adelanto, señalamos que no iba a ser “un libro cualquiera”. Por el rigor autocrítico que siempre mantuvo, con independencia de la edad. En efecto, se ve que estamos ante un libro pensado y no sobrevenido, como a veces ocurre. En la línea de lo que ocurrió, pongo por caso, con Fragmentos de un libro futuro, de José Ángel Valente, compañero suyo de promoción.
Pero no nos engañemos con la muerte y las postrimerías. Brines tituló su poesía reunida (desde la primera edición,  de 1974) Ensayo de una despedida, y en realidad eso ha escrito a lo largo del tiempo: una extensa elegía.
En “Brevedad de la vida”, prosa poética (poco usual en él) que abre el volumen, leemos: “El vivir es un principio del morir, ya el acabando”. Y: “La rosa es símbolo de tanta brevedad, mas la rosa es consuelo, porque aroma”. ¿No era eso El otoño de las rosas? Y: “el hombre sólo se cumple en el amor”. “La vocación más honda, la amorosa”.
Recuerda en “Mi resumen” su epitafio: “Como si nada hubiera sucedido”, conciencia de la fugacidad de cualquier existencia. Y a Luzbel (como en Insistencias en Luzbel), “el ángel más bello, / dueño de sí, / pues supo renunciar a su Dios”. Y ya que lo menciono, la religiosa es una presencia significativa. En un poema subtitulado “Último rezo”, leemos: “Oh, Dios, si existes / o si fuiste”. Y en “El testigo”: “¿Quién pone en nuestra mente la incógnita de Dios?”. (El poeta, no se olvide, depositó en el Instituto Cervantes su libro inédito Dios hecho viento, escrito en plena adolescencia, “fruto de su primera crisis religiosa”.)
En el poema que nombra el libro, sobre la de su madre, advierte que la muerte “en la vida tiene tan sólo su existencia”. Madre que reaparece (“Me llegan oleadas de amor”) en “Un aire en la terraza”. Lo hímnico nunca falta en la poesía elegíaca de Brines, que fue un gran vitalista. Lo dice en “La suerte de la moneda”, una paradoja cierta, y se demuestra en un par de poemas delicadamente eróticos, de celebración juvenil, playera y carnal: “Al besarte, está naciendo el mundo / por primera vez”. Un mundo que es “luz de mar” y “mañana sola de la infancia”. “Me regreso a la infancia”, dice en “La manzana imaginada”: “Fue la manzana que resumió mi vida”.
La casa familiar, donde decidió retirarse, se rememora en “Reencuentro” (“He regresado a Elca”), donde, feliz, “besa” de nuevo a sus padres. Y la heredad de Oliva es protagonista de “Declaración de amor”: “Cuando estoy ausente de esta casa / se suceden aquí los días para nadie”. “Tan solitario yo”. Como en “Paréntesis cerrado”: “Soy huésped de la vida que no me pertenece, / […] / sólo es mío el naufragio, / […] / mi exacta desnudez”.
Se aprecia a lo largo del libro un gusto por la depuración juanramoniana, por la concisión y la palabra exacta, y todo se expresa con un ritmo impecable, música callada que Brines, gracias a su oído, domina. También un tono metafísico, acorde con el poeta meditativo que es, propio de alguien que sabe a ciencia cierta que está escribiendo sus últimas palabras. Y con qué serena emoción.
En “El testigo” leemos: “Nada he sido. / Mi testigo, lector, pongo en tus manos”. Y más adelante: “Así se va la vida, y vuelve luego, / y otra vez se disipa. / Yo sigo retrasando la partida final”. Contra el “frío demente”. A punto de “El último viaje”, que tanto tiene que ver con el poema final de La última costa, su libro homónimo. “Me iba para siempre / de la vida que amé / como el don de un dios bueno, / muy bueno e inexistente”. Termina: “Y que sea el Silencio”.
El poema final, “El vaso quebrado”, dedicado a sus discípulos Marzal y Gallego, escrito a modo de testamento,  alude a que “hay veces que el alma / se quiebra como un vaso”, pero antes de que “se rompa / y muera (porque las cosas mueren / también)”, quiere “que dejes / las palabras gastadas, bien lavadas, / en el fondo quebrado de tu alma, / y que, si pueden, canten”. ¿Para qué otro fin existen?
Tres fueron las “fauces” del poeta: “del animal que soy, / del Dios (que me abandona) / y estos restos de espíritu y de carne / que se muerden”.
“El asombro que en la adolescencia era para mí la poesía es ahora revelación”, dijo Brines. Algo “que no viene de fuera, sino de mi interior secreto y oscurecido”. “La poesía no es un espejo, es un desvelamiento. En ella nos hacemos a nosotros mismos. No buscamos reconocernos en ella, sino conocernos”, concluye.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL