31.5.22

La luz que nace del dolor

Dionisio López (Cáceres, 1978) publica a los cuarenta y cuatro años de edad su primer libro de poemas: Los nombres de la nieve. Un título, por cierto, que me lleva a aquel otro de Los nombres del mar, la antología de poesía portuguesa contemporánea que publicó a principio de los ochenta del siglo pasado mi añorado amigo Ángel Campos Pámpano en la recién creada Editora Regional de Extremadura y que tantos poetas nuevos nos descubrió. O a Memoria de la nieve, de Julio Llamazares (del que, por cierto, se incluye una cita en Los nombres de la nieve), por no hablar de libros que llevan también esa hermosa, sugerente palabra en su rótulo, como aquel inolvidable Principio y fin de la nieve, de
Yves Bonnefoy, que tradujo Jesús Munárriz para Hiperión hace treinta años.
Ya dijo Octavio Paz que la biografía de un poeta está en sus poemas. De López sabemos, además de lo dicho sobre su lugar y fecha de nacimiento, que se formó como filólogo, rama de Hispánicas, en su ciudad natal y en Salamanca; que su interés por la lectura le ha llevado a impulsar varios blogs, unos en su condición de profesor (ahora en el IES “Castillo de Luna” de Alburquerque, donde coordina el premio de relatos “Luis Landero”) y otros como crítico, en la actualidad, Aves de paso, adscrito a la revista Grada.
Aunque ha publicado relatos y poemas en revistas y obras colectivas y ha adaptado textos dramáticos de distintas épocas, esta es, en rigor, ya se dijo, su ópera prima.
No, lo normal no es publicar por primera vez un libro de poesía tan tarde. Es más, suele repetirse que la poesía es un arte joven o de los jóvenes (echan mano, para reforzar esa opinión, de Rimbaud o de Claudio Rodríguez, geniales talentos precoces) y López, con no ser mayor, tampoco es un artista adolescente. Creo que eso le favorece: no ha tenido que pasar el mal trago de arrepentirse por la prematura edición de un libro inmaduro, que es lo que le ocurre, siendo generoso, al 90% de los poetas. Las prisas, vuelvo a los lugares comunes, son malas consejeras, más en poesía. Para bien, no es su caso.
Si importante es el libro, su contenido, en lo que entraremos más adelante, no lo es menos el continente, su edición. Él ha tenido suerte. Los nombres de la nieve ve la luz en una colección consolidada y de impecable factura que dirige el extremeño Paco Najarro.
El paisanaje, sin ser determinante, se aprecia, en positivo, a la hora de mencionar a algunos poetas extremeños que han publicado sus obras en RIL, que así se llama la editorial, con sedes en Barcelona y Santiago de Chile. Puedo mencionar, de los más recientes, a Luciano Feria (que tiene en ese catálogo su poesía completa), Carmen Hernández Zurbano (Esa flor parece un pájaro), Víctor Peña Dacosta (Obsolescencia programada) y José María Cumbreño (No hace falta que entiendas lo que pone en tu camiseta).
Por seguir con la edición y por aquello de que, como suelo decir, el primer poema de un libro está en su cubierta, Los nombres de la nieve se abre con un precioso dibujo a color de Javier Fernández de Molina (hay dentro del libro otros dos en blanco y negro, al comienzo y al final), un pintor con el que tanto trabajó el mencionado Ángel Campos, quien eligió un motivo suyo para ilustrar la portada de su poesía completa: La vida de otro modo; un libro, por desgracia, casi póstumo.
Como suele ocurrir –al menos a mí–, después de ojear la cubierta con detenimiento, fui a  las solapas y después, por fin, a la contracubierta. Allí, esta breve nota del periodista y poeta Javier Rodríguez Marcos: La vida pone a veces a prueba a la poesía y le demanda un nombre para aquello que no lo  tiene. A sangre y fuego, terriblemente. Si no sirve entonces, no servirá nunca. O solo será retórica, ejercicio de estilo. Mejor callar entonces. Los nombres de la nieve nace de una de esas pruebas, de uno de esos momentos en que las palabras se confunden con un aullido y construyen un salmo negro no nacido para alabar a Dios sino para maldecirlo. Sabemos que la nieve quema. El libro que ha escrito Dionisio López, también.
Sus palabras me desconcertaron. Para bien. No suele prestarse JRM a ese juego literario del “hablar por hablar” que tanto se estila. No, no se prodiga. Es parco. Y certero. Un buen lector con criterio. ¿A qué se refería?
Ya dentro, tras un par de citas (de Llamazares, lo apunté antes, y del diccionario: la definición de la palabra “nieve”), los poemas. Gozo y extrañeza mediante, me dispuse, lápiz en mano, a leerlos. Debo aclarar que, si bien no es una novela y, en consecuencia, carece de trama novelesca, me cuesta desvelar su contenido. Preferiría que quien se acercara a él lo hiciese como uno lo hizo: con absoluta inocencia, sin saber lo que iba a encontrarse. Eso no le ocurrirá a quienes lo hagan después de leer esta reseña, por más que mi lectura sea, como casi todas, tan personal como intransferible. Nadie lee dos veces el mismo libro.
“Memoria” es un poema-prólogo donde dice: “Hoy llego aquí ajado de sombra y fuego”. Se hace alusión en él a una “luz fúnebre”. Se establece desde el principio una clara conciencia del lenguaje: “la palabra –antorcha del tiempo–” que va a alumbrar esta “historia  (lo que implica un carácter narrativo: de diario o de relato) de carne, luz y sueño. // De nieve y de silencio”. El lector se prepara para lo peor, en lo que al asunto general de la obra se refiere. Eso que en los enojosos comentario de texto escolares llamábamos “el tema”.
El “Libro primero” se titula “Blanco”. Consta de diez poemas (como cada una de las dos partes siguientes), sin título salvo uno, el último: “La ley de Dios”.
Se abre con una bien elegida cita de Cernuda: “Aunque solo dure unos días, la luz parece eterna”.
El tono es metafórico. Sustentado en palabras clave como “nieve” (término ambivalente: positivo y negativo: la frialdad y la belleza), extraña para un extremeño, que la disfruta o la sufre poco. Y en el primer poema, “Mi hijo”. Es el protagonista, digámoslo pronto, de este libro. Su muerte, conviene precisar. O su ausencia que, al mismo tiempo, es inevitable presencia. Ya antes tuvieron que enfrentarse a uno de los hechos más trágicos que puede depararte la vida escritores como Umbral, en Mortal y rosa, o poetas como Piedad Bonnett y Chantal Maillard, a quienes se les murieron dos hijos que se llamaban Daniel y que no tuvieron más remedio que escribir sobre esa terrible eventualidad.
A pesar de todo, la contención y la sobriedad dominan el conjunto, por complicado que sea bregar con tan delicada materia.
Los poemas adoptan una suerte de voz oracional, religiosa. De ritual incluso. Cristiana en su simbología. En un momento dado López habla de “este salmo”.
La métrica es irregular. No atenta a la medida sino al ritmo, esa música que impone el oído del poeta, quien escribe, o eso parece, en un estado de inspiración que, en contados momentos, adopta el aire de la escritura automática de los viejos surrealistas.
Basado en la imaginación tanto como en la realidad. Con un problema latente: el autor trata de nombrar lo innombrable. De decir lo inefable. Que, ya se ve, puede ser dicho, por doloroso o difícil que sea. Para eso, por lo demás, se escribe poesía.
El lenguaje, sin embargo, es claro, de vocabulario sencillo y palabras “gastadas”, por decirlo con Jaime Gil de Biedma. Que busca la naturalidad hasta donde ello es posible. En algunas ocasiones, sí, un discreto alarde retórico. Una aliteración, por ejemplo: “Arados aromas del aire”. O el uso puntual de la rima. Esta es una poesía culta, no vulgar parapoesía.
“Paso a paso voy a ti”. Al hijo. “Tu ausencia agranda el mundo”, leemos, una de las muchas paradojas que admite este discurso en los límites, entre la palabra y el silencio. El que marcan los espacios en blanco que hay entre los versos.
Dije “nieve”, pero hay otras palabras clave, así las he llamado, como “mar”, “luz”, “ojos” (“Recorrí el río de la muerte / a través de tus ojos”).
“Rozas como un ángel lo invisible”, reza otro de los versos que subrayo. Y: “Darás a luz a tu hijo muerto”, uno de los mandamientos del poema que cierra la primera serie.
La segunda, “Silencio” es acaso la más honda y emotiva. Donde encontramos tal vez los poemas más logrados. Varios con título. El XI termina: “Que ya solo vivo en la voz de los muertos”. Fundamentales son también para la conformación de este libro unitario, con un deliberado sentido de la composición, el XII (“el oquedal de mi vida”), el XIII (“Oración del silencio”, uno de los más largos, escrito en minúsculas y sin signos de puntuación, donde leemos: “nadie dice su nombre” –que tiene ocho letras, por cierto, ¿el mismo que el del padre?–), “carne violeta”, “eco roto”).
En el XIV, “Insomnio”, hace mención a “un dios callado y cobarde”. “Ciego”.
En el XV, formado por tres partes, un estribillo: “y polvo, y polvo”. “Una oración de vómito y odio”, señalo con el lápiz. “Un invierno perpetuo”. “Este luto secreto”. “Esta lejanía pegada a mí”.
“Yo no sé ya quién soy”, confiesa más adelante, lo que nos lleva a la poesía indagación de la propia identidad. Y como terapia. Y, ante todo, como consuelo. Sólo al escribir lo que pienso y siento soy capaz de entender lo que me pasa, parece explicarnos el poeta.
En “Carta al padre” (XX), una fecha: 28 de marzo de 2013. “Y no conoceremos la risa de tus nietos”.
“Azul”, el libro tercero, se abre con un epígrafe de Claudio Rodríguez: “Tú no sabías que la muerte es bella / y que se hizo en tu cuerpo”. Se atisba una esperanza: “Pasarán estas tardes de silencio y la pena…”.
Sobre todo el libro pende una atmósfera, un clima, un tiempo (tardes, estaciones). Es brumoso y melancólico, algo que a uno se le antoja muy portugués.
“La última costa”, como el memorable libro de Francisco Brines, se titula el poema XXIII. Y allí: “Hemos llegado al fondo del camino / –lo sé–“.
Hay, preciso, otros homenajes en el libro. Explícitos, como el poema “Albertiana”, o no tanto: a Lorca, Machado, Rubén Darío…
En el XXV, “Claro de luna”, ve a su hijo. Su cuerpo. Jugar. Recorrer el pasillo. Marchar.  “Igual que cae la nieve / crece tu recuerdo en mí”.
“Vienen de tu muerte estas palabras”, leemos en el XXVII, un verso que justifica la existencia del libro y que lo explica. El poema termina: “Y juego como un niño / a ser, en silencio, tu padre”. ¿No es emocionante?
En el poema siguiente leo estas palabras que podría haber escrito el recién mentado Brines, autor de Ensayo de una despedida: “Acaso todo cuanto escribimos / no es más que una lenta despedida, / un adiós que no podemos cerrar”. Y finaliza: “Desde el silencio de la noche / de una pantalla de hospital / brota de ti la luz”. Lúcido, exclama al fin: “Nunca va a parar esta tormenta”.
Se cierra la sección con “La mirada triste de los héroes”. De pronto salimos al exterior. Hasta ahora, estábamos encerrados en interiores, tanto físicos como mentales. Desde dentro mirábamos todo. A través, como en la pandemia, de ventanas. Ahora no, estamos fuera, en el campo, “jugando a ser el niño que nunca fuiste, / el que eternamente serás”. Otra paradoja. “Y huele a hogar y a sueño”. Y “a viaje a la universidad y a novias y derrumbes. / Huele a vernos como hombres, / tú y yo”. Más adelante: “Nieva sobre mis ojos”. El último verso compara lo visto con “la mirada de Dios”.
En “Pavesa”, el breve poema-epílogo, el círculo se cierra. Concluye: “No apagaré en mí / la luz que nace del dolor”. Un dolor, y termino, que ha sido capaz, por paradójico que resulte, de dar a luz este libro tan conmovedor como verdadero. Luminoso al cabo.
Vendrán más libros. A buen seguro, más felices.
 
Los nombres de la nieve
Dionisio López
Ril Editores. Ærea|carménère. Barcelona, 2022

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO.