Ayer se publicó este artículo en Papel Literario, suplemento del diario El Nacional de Caracas. Forma parte del extenso homenaje al poeta venezolano Juan Sánchez Peláez (en el primer centenario de su nacimiento) que ha coordinado el escritor y crítico Antonio López Ortega y que recoge textos de Selena Millares ("Solo de sed"), Luis Pérez Oramas ("Donde canta un pájaro"), Armando Romero ("Juan Sánchez Peláez: la guerra con el ángel o contra el ángel"), Arturo Gutiérrez Plaza ("Con un mudo abrazo eterno"), María Antonieta Flores ("La arquitectura del paisaje en Juan Sánchez Peláez"), Miguel Gomes ("Mito y hermetismo en la obra de Juan Sánchez Peláez"), Carmen Verde Arocha (“'Tiemblo cada vez que me abrazan' (Para una confesión en voz baja"), Alejandro Oliveros ("Las filiaciones de Juan Sánchez Peláez"), Álvaro Valverde ("Las peripecias españolas de Juan Sánchez Peláez") y el propio López Ortega ("Juan Sánchez Peláez: sus cinco sentidos (texto confesional)".
Los caminos de la poesía son misteriosos, y no me refiero ahora a la materia de la que se nutre, enigmática por naturaleza, sino a su recepción; al porqué la obra de un poeta mediocre logra alcanzar el reconocimiento y la de uno excelente no llega a ser estimada por esa inmensa minoría que lee. Es el caso, según creo, de Juan Sánchez Peláez. A la hora de considerar, digamos, ese fenómeno, no tengo más remedio que situarme ante mis propia circunstancia: la de un veterano lector español. Un lector interesado por la poesía ultramarina, pesaroso siempre de que una lengua común, diría Shaw, nos separe. Que ha fatigado diversas antologías (la última, Rasgos comunes, de Antonio López Ortega, Miguel Gomes y Gina Saraceni, en Pre-Textos) y manuales que dan buena cuenta de esa tradición tan plural como imprescindible para comprender lo que Fuentes denominó el “territorio de La Mancha”. A pesar de eso, me pasó desapercibido Sánchez Peláez, siendo, para colmo, miembro de honor de otra tradición memorable dentro que la que acabo de señalar: la venezolana (de la que fue modernizador, tras los pasos de Ramos Sucre), tan admirada por cualquiera que sepa leer. Cabe añadir que, para colmo, llegó a residir en Madrid en la década de los cincuenta.
Es verdad, aunque eso no sirva de excusa, que Mutis ya lo designó como “el secreto mejor guardado de América Latina”. El mexicano Iris, por su parte, ha aludido a ese “secreto a voces” y, además, a sus “feligreses”, múltiples “devotos de su hechizo”. Julio Ortega, que editó una antología con poemas suyos para la UNAM (2013), matiza en su introducción que “no hay un lector serio de poesía escrita en español que ignore el trabajo de Sánchez Peláez”. “Como los grandes poetas, hacía su fogata en la intemperie”, añade, y: “Juan siempre tuvo el don de la amistad, virtud de los solitarios”.
Hay un punto de inflexión en esta historia: la salida a escena de Antología poética, publicada por Visor (que tanto bien ha hecho a la comunicación poética transatlántica) y la Fundación para la Cultura Urbana en 2018. La edición es de Marina Gasparini Lagrange, embajadora de la lírica venezolana en España, y el prólogo de Alberto Márquez. Antes de entrar en ese florilegio, me gustaría puntualizar que no es su primera aparición pública en España ni, en consecuencia, el primer intento de darlo a conocer entre nosotros. Por lo que he sabido, a principios de siglo, Ana Nuño, residente en Barcelona, propuso al poeta la publicación de su poesía completa en la prestigiosa editorial Lumen. Sería la primera vez que se publicase en el exterior. Si bien ella estaba dispuesta a escribir el prólogo, JSP le propuso para esa delicada tarea el nombre del mencionado Ortega, profesor y crítico internacionalmente reconocido. Así se hizo. Algo de ese texto, sin embargo, incomodó al autor de Elena y los elementos. Un comentario que podría poner en duda su compromiso político en una Venezuela ya chavista. Se daba a entender que vivía en “una jaula de cristal, desentendido del mundo” y él no se sentía un ciudadano al margen. Sin discutirlo con Ortega −siguen contándome mis fuentes−, la edición del libro se fue ralentizando. En 2004, pocos meses después de su muerte, salió por fin a las librerías Obra poética. Sin promoción, pasó desapercibido. Doy fe: uno se ha enterado ahora de su existencia, cuando sólo se encuentra en librerías de viejo a precios prohibitivos. Años después, la editorial informó a JSP de que se disponían a destruir los ejemplares en depósito. Su mujer, Malena Coelho, (que falleció desgraciadamente el pasado septiembre), no llegó a un acuerdo para salvar siquiera parte de la tirada y adquirió setenta, que son los que llegaron a Venezuela y se repartieron entre amigos y lectores. Un testigo confirma que “estaba muy feliz de que apareciera” y que “los últimos días tuvo la alegría de que llegaran las pruebas de página y las pudo revisar. En efecto, estuvieron acompañándolo en la cama en ese trayecto”.
Decíamos antes que la llegada de la Antología poética podría haber marcado un hito en lo que respecta a la compleja recepción de sus versos en España (y no sólo). Esta incluye poemas de todos sus libros: Elena y los elementos, Animal de costumbre, Filiación oscura, Rasgos comunes, Por cuál causa o nostalgia y Aire sobre el aire. Los dos últimos se dan íntegros.
El prólogo, que Márquez titula “José Sánchez Peláez: revelación y transparencia”, aporta enjundia a la muestra. Pretende dar un giro a lo que habitualmente se venía diciendo a propósito de su poética que, por cierto, no ha sido poco. Monte Ávila ya publicó en 1994 Juan Sánchez Peláez ante la crítica y desde entonces la bibliografía no ha dejado de aumentar. Así, las ejemplares contribuciones críticas de, entre otros, Crespo, Gerbasi, González León, Gutiérrez Plaza, López Ortega, Montejo (que lo trató en Carabobo), Sucre o, más recientemente, Selena Millares.
Piensa Márquez que JSP “ejerce sus poderes desde la orilla del oído más que de la vista, es decir, desde la música y el tiempo; las seductoras arenas de la melancolía y la muerte”. Que, aunque sus poemas “parecen más bien crípticos, esa dificultad proviene de la complejidad misma de la vida, de lo real. La aspiración de su poesía es la de la claridad”. Y cita su verso: “Yo te buscaré, claridad simple”. Vuelve, eso sí, sobre la influencia inicial del surrealismo, su esplendor verbal y su posterior camino hacia el “despojamiento”. Recuerda una anécdota personal donde desvela que el poeta había subrayado el epígrafe de un libro de Hesse al que pertenecen estas palabras: “Una virtud hay que quiero mucho, una sola. Se llama obstinación”.
De lo seleccionado por Gasparini podemos afirmar que cumple con la misión de ofrecer lo sustancial, de modo que cualquier lector pueda acceder a su secreto. Y sí, me temo que Juan Sánchez Peláez está destinado a seguir siendo un exquisito “autor de culto”. Mal que nos pese.