3.4.23

El Extremadura cumple cien años


Escribí esta suerte de relato para celebrar el Centenario de El Periódico EXTREMADURA a petición de Juan José Ventura. Se publica en el suplemento extraordinario que ha lanzado el diario cacereño para conmemorar esa feliz efeméride. Lo he titulado "Vida de provincia" y, como se ve, es ficción, siquiera a ratos. 

VIDA DE PROVINCIA
 
Como el Corriere della Sera, este periódico fue vespertino. Cáceres no es Milán, pero, para alguien encerrado desde que nació en este sitio, su llegada a última hora de la tarde a casa no dejaba de ser un feliz acontecimiento. Porque mi reducido espacio se abría un poco; al resto de la ciudad, que no era decir mucho, aunque para uno ya fuera algo. Me gustaba leer desde pequeño y esas páginas, que evoco desde la lejana adolescencia, me permitían ampliar mi particular visión del mundo. Circunscrita a la vida de una capital de provincias. Nunca me molestó. Que ese mundo, el mío, fuese en realidad un microcosmos. Siempre he preferido lo pequeño, lo humilde, lo modesto. Por lo mismo, siempre he detestado lo grande, lo ampuloso, lo excesivamente poblado. Si tengo que elegir, opto por el silencio frente al ruido. Por la soledad contra la multitud. A pesar de ser una persona nerviosa, por la lentitud y no por la prisa.
Supongo que entre las muchas categorías en que pueden dividirse a los seres humano está la que los clasifica en dos grupos: el de aquellos que se van y el de los que permanecen. Los que deciden romper vínculos con su lugar natal y los que, sin embargo, se aferrar al interior de sus murallas. Allí, una plaza central y calles con trazado laberíntico. Casas bajas, iglesias, conventos, palacios, tiendas, mercados, varios cines, el teatro… Fuerapuertas, avenidas con maneras de ensanche, edificios altos y barrios periféricos. Y naves y talleres. Alrededor, el campo. Accesible, próximo. Arte y parte de lo mismo.
Otros, decía, huyen en cuanto pueden de su infancia y de sus recuerdos y se van lejos, cuanto más mejor. Y nunca vuelven. Siempre me ha intrigado en qué quedó y dónde la común existencia de viejos amigos y compañeros de colegio, instituto o universidad que partieron sin que nada volviera a saber de ellos. De los que ni en Navidades ni en Semana Santa ni en verano regresan. La mejor excusa para abandonar, los estudios. De la gente de mi edad, conozco a varios que escogieron una facultad foránea para graduarse en vez de inclinarse por una local. Para eso, claro, había que tener una familia con medios económicos o una beca. Y, ante todo, ganas de perder de vista lo que uno siempre ha visto, si bien a algunos eso nunca nos canse y hasta nos parezca nuevo cada día. Rarezas, supongo. Las que adornan al que se mueve en la rutina. Al que navega por el sereno mar de la costumbre sin que, por ello, tenga que renunciar a su cuota de inquietud y de aventura. Levantarse cada día lo es.
Soy de los que resolvieron quedarse. Bueno, de los que pusieron a las circunstancias de su parte para poder hacerlo. La decisión no siempre es nuestra. O no del todo.
Como soy tímido y me cuesta relacionarme (de ahí que tenga pocos amigos y me haya mantenido soltero), al terminar la carrera, oposité. Creí que lo mejor era convertirme en  funcionario. Una oficina, un horario fijo y no excesivo, una tarea sencilla y repetida, un jefe, escasos compañeros, un sueldo aceptable, vacaciones una vez año… De casa al trabajo y del trabajo a casa.
Como no perdí afición por la lectura, las tardes y las noches se nutrieron de obras que extendieron mi vida hasta extremos inimaginables. Mi vida, digo, y me equivoco: en realidad han sido mil las vidas vividas a través de las páginas de otros. Eso, y el cine, que en los últimos años ya sólo veo en la televisión. Otra inmensa ventana al mundo. Las paredes del piso están cubiertas de estanterías, las que conforman la atestada biblioteca que tengo por refugio.
Mi otra gran pasión son los paseos. Caminar por las calles o por las inmediaciones de la ciudad, donde los polígonos industriales limitan con el paisaje natural. Paseos también rutinarios, sujetos a itinerarios fijos y a distancias y tiempos previamente calculados. Necesarios para despejar la cabeza de malos pensamientos y respirar del modo más sano posible. Para la salud y el esparcimiento. Sin compañía ni radio ni música.
Sólo una escapatoria me he permitido, aparte de estas que nombro y que a la mayoría le parecerán poca cosa. El pobre sucedáneo de la verdadera existencia de un hombre triste y fracasado. Esa evasiva han sido los viajes. Breves, esporádicos, cercanos. Nunca a ultramar (tengo claustrofobia), aunque me hubiera gustado conocer Nueva York o Buenos Aires. Mis destinos siempre han sido europeos. Vuelos domésticos, digamos. Viajes solitarios. A ciudades pequeñas más que populosas. Mejor Burdeos que París, Lucca que Roma, Amberes que Bruselas.
La de uno ha sido, ya se ve, una vida gris y de provincia. La que refleja, mejor que nadie, un centenario periódico como este.