29.4.23

García Fuentes lee "Sobre el azar del mapa"


Desafiando a Pascal 

Por Enrique García Fuentes

Avatares que no vienen al caso, pero que son muy similares a los que el poeta placentino Álvaro Valverde refiere en esta última entrega suya, me llevaron a mí también, hace un tiempo, a Sofia, la tan depauperada como subyugante capital de la distante Bulgaria. Digo esto al principio por que se entienda mi inmediata conexión sentimental con buena parte del contenido de este Sobre el azar del mapa, que, por simples casualidades de la vida, se superpone a (y en cierta medida completa) la reciente aparición de su autor en estas mismas páginas con motivo de su participación en ese encomiable Extremamour del que dimos cuenta hace escasas semanas. Y es que este último y emocionante poemario consta de dos partes a las que une el hecho de referir experiencias muy intimas, meditadas y primorosamente escandida –la norma, en fin, que ha hecho de Álvaro Valverde uno de los nombres imprescindibles de la actual poesía en castellano–, sugeridas a partir de dos viajes físicos realizados por el autor a los lugares que revive en los poemas contenidos en el libro. Así, por un lado, la primera y más extensa, titulada “Cuaderno de Sofía", recreará (según confiesa en el poema que lo cierra: He escrito de memoria / Ni un verso tan siquiera / se concibió en Sofia) su estancia en la capital búlgara y lugares de alrededor con motivo de un viaje familiar. La segunda parte, mas breve, se llama “Cuaderno suizo” y refiere de un modo ya exento del vínculo que condujo la primera, una estancia del poeta en dos ciudades helvéticas, Grandson y la más cosmopolita Ginebra. De nuevo opta Valverde por ubicar un poemario fuera del territorio al que habitualmente se vincula, ya lo hizo en su libro anterior, “Más allá, Tánger”, aunque de la misma forma que aquí, deglutiera la experiencia a posteriori, con lo que se pone de relieve –tal como nos aclara una de las cuidadosamente elegidas citas que le sirven de pórtico– que el verdadero resultado del periplo es la interiorización posterior del mismo y su reposada y meditada asimilación hasta convertirse en poema. Por eso, y como insistirá en decir a través del recorrido del libro, esto que el lector tiene entre las manos es la obra de un viajero, / que rehúye a conciencia / el papel de turista; solo así puede entonces transmitírsenos la hondura de esa vivencia tan remansada, tan particular claro, pero, a la vez, tan cercana, puesto que los sutiles y rápidos trazos con que es capaz de inculcarnos la realidad de lo que nos describe o siente (particularmente exentos de ornamentos excesivos) en seguida se integran en nuestra propia experiencia particular. Valverde nos considera receptores idóneos de sus reflexiones, pues cuenta con que compartimos un recipiente común donde albergarlas primero y alquitararlas después. 
Por eso los cincuenta poemas que componen la parte búlgara –un único poema, en realidad– tampoco precisan necesariamente del conocimiento fáctico del lector. Con sus breves delineaciones asimilamos la desolada tristeza que la ciudad transpira, a lo que ayuda el entorno invernal en que se sitúan las remembranzas. Se trata de un lugar tan, en principio, alejado de la rutas turísticas tradicionales que termina, sin embargo, y gracias a estos versos, latiendo en nuestro interior y mutando en belleza la sordidez de su anatomía en muchos: casos. Mi breve experiencia allí (que reviví inmediatamente con estos versos: ¿Qué decir de la luz? /A uno se le antoja casi gris. / Del color /-sucio e indefinido- /que proyecta la vida / a finales de invierno) me hizo asumir una ciudad donde aflora rápidamente el con- traste entre la pobreza evidente de la mayoría de sus habitantes y la ostentosa riqueza de otros pocos un territorio donde las huellas de su pasado más reciente (la magnitud proporcional/ a su insignificancia) sobresalen en la sobriedad digna de sus calles ajadas y silenciosas. Eso sí, no pierde el poeta ocasión –también marca de la casa– de dar cuenta, siquiera sobria, de lugares (Vitosha, Rilska, Perlovska, Knyazheska, la mezquita Banya Bashi, la catedral Alexander Nevski), personajes (poetas, claro, los Slavelkov o Zhivka Baltadzhieva) o tradiciones (Chestita Baba Marta) que quizás conoce por primera vez y sin pedanterías innecesarias comparte con nosotros. (Sin embargo, la conmovedora iglesia medieval de Boyana la ha preterido casi en aras del recreo de una anécdota –si intensa– centrada en un personaje enterrado cerca de allí). Por su parte, el “Cuaderno suizo” consta, a su vez de dos piezas un conjunto de nueve poemas (para el que firma, lo más granado del libro) sugeridos tras una breve estancia en Grandson y once más censados en Ginebra. De los primeros destaco la calma que respiran, la intimidad que recrean; apenas evocan un par de visiones desde el cuarto del hotel a breves paseos nocturnos en medio de un frío que se nos antoja casi confortable, lejos del aterimiento búlgaro. Impresiones nimias y muy cercanas: la luz del amanecer, el frio de la noche, unas tímidas ventanas encendidas (¿Qué puede estar pasando tiempo adentro / en las habitaciones de esta casa? / ¿Qué secretos esconden estos cuartos/ donde vive el misterio de la noche?). Muy distintos son los ubicados en Ginebra: donde la voz lírica pasa lista (y luce músculo de su pasión lectora) a escritores anteriores vinculados de alguna manera u otra con la ciudad. Tras cotejar el Ródano con su cercano Jerte, sus versos evocan a Costafreda, Valente, Aquilino Duque, Gimferrer, Ramos Sucre (vía Eugenio Montejo), María Zambrano o Borges, allí enterrado. 
Por todo ello me parece que Valverde contradice lo justo a Pascal, cuando el matemático decía aquello de que la infelicidad del hombre se basa solo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación El estiaje poético de sus itinerarios nos torna cómplices íntegros pues gracias a sus versos vivimos en y de sus experiencias, ahora tan cercanas: tan cariñosamente parecidas a las que cualquiera de nosotros podría abrigar.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en el suplemento TRAZOS del diario HOY.