17.4.23

Rozas desde dentro


En la sobresaliente introducción de José Luis Rozas que figura al frente de Conversaciones y semblanzas de hispanistas, obra de su padre, Juan Manuel Rozas (Ciudad Real, 1936-Madrid, 1986), leemos: «Este estar atento a la nueva poesía fue una constante a lo largo de su vida, aspecto que se intensificó –gracias a la creatividad encontrada y a la necesidad de apoyar desde la Universidad el cambio de mentalidades que allí se estaba produciendo– en los años extremeños». En una nota al pie se recuerda su «Ponencia consultada de la joven poesía extremeña», leída por él en el II Congreso de Escritores Extremeños celebrado en Badajoz en abril de 1982 y luego recogida en las correspondientes actas. Lo traigo a colación porque fui uno de aquellos jóvenes a los que Rozas ayudó y, ante todo, estimuló y orientó. No todos alumnos suyos. Lo fueron, pongo por caso, Luciano Feria, Ada Salas o Diego Doncel, pero no Ángel Campos Pámpano (formado en Salamanca), Basilio Sánchez (que estudió Medicina en Badajoz) o uno mismo, aunque llegué a matricularme en su facultad. Rozas presidía el jurado que otorgó a mi primer libro el premio que llevaba el nombre de la ciudad donde tuvo lugar en citado encuentro. Eso ocurrió dos años antes de su prematura, inesperada muerte. Tenía cuarenta y nueve años. A punto de cumplir cincuenta. Asistimos sobrecogidos a su entierro. Era un hombre cariñoso. Yolanda estaba embarazada de nuestra hija Leticia, que nació tres meses después.
Cualquiera puede comprender que mi lectura no podía ser inocente. Quiero decir que abrí el libro predispuesto a disfrutarlo. Sí, mi admiración por Rozas sigue intacta. Después de leerlo, incluso ha crecido. La sorpresa, en suma, ha sido mayúscula. No esperaba algo así. Me gustan las semblanzas y todavía más las conversaciones, pero estás páginas son mucho más que eso. Intentaré explicarlo.
Antes, remito al interesado por su biografía al portal con su nombre de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. La presentación es de Jesús Cañas, alumno y compañero suyo. En ese mismo sitio se da información sobre su bibliografía y se pueden ver imágenes de su vida, el retrato que le hizo el gran Eduardo arroyo y algunas cubiertas de sus libros; no obstante, diremos muy resumidamente que estudió Filología en Zaragoza y Madrid, donde se doctoró; que trabajó en la capital: en el CSIC (donde tanto penó por culpa de sus jefes) y la recién creada Universidad Autónoma, así como en las universidades de Santiago de Compostela y Extremadura; y que enfermó muy joven, lo que condicionó no poco su existencia. También que se casó con Tina Bravo y tuvieron cuatro hijos; el pequeño, Agustín, paralítico cerebral. Otro golpe. El mencionado José Luis, filólogo como su padre, es el editor de este libro. Suya ha sido la tarea de mantener su legado y su memoria, ayudado en esta venturosa ocasión –como indica en los «Agradecimientos»– por antiguos alumnos como el citado Cañas, José Luis Bernal, Miguel Ángel Lama y José Manuel Fuentes.
La corta vida de Rozas dio mucho de sí. Este libro lo corrobora. Se escribió entre 1970 y 1976, pero sobre todo, se nos explica, en 1970 y en 1972. En un cuaderno con voluntad de «libro con unidad genérica». En «la tradición literaria […] de las semblanzas, o retratos o bosquejos biográficos». El editor rescata algunos antecedente, grosso modo, en las páginas 15 y 16. No se olvide que Rozas publica en 1974 La generación del 27 desde dentro, un hito de esa tradición. ¿Modelos? Españoles de tres mundos, de JRJ, o Los encuentros, de Aleixandre.
Al fondo, más «a largo plazo», era «portador […] de una interesante dialéctica historia/intrahistoria», un aspecto que atraía mucho al filólogo: el de las «Intrahistorias para la Historia». “Es un relevo”, afirma.
Debajo del título, entre paréntesis y en diferente tinta, escribió: «(Diario)». No es el único, por cierto, que se conserva, como indica el editor en la nota número 3, una de las doscientas treinta y tres que se incluyen el volumen, todas ellas iluminadoras y pertinentes. Al decir «diario» no podemos obviar lo que escribió en uno de los capítulos del libro, para mí el mejor de todos: «Un paréntesis: Los Pozos». Allí dice: «¿La pureza de los géneros? […] Todos se mezclan, todos se tiñen de otros: lo épico, lo lírico, lo dramático son, como todo lo creado por el hombre, abstracciones». Concluye que su empeño «acaba […] en diario personal». Más allá de lo que tiene de «teoría de la época filológica actual hecha cotidiana semblanza y plática» y de «mis relaciones con…» o «mi primera imagen de…». En otro lugar lo denomina «cuaderno de recuerdos».
«Lo que publicamos ahora, cincuenta años después, es el borrador de algo que pudo ser». Sin embargo, si bien somos consciente de que estamos ante un «proyecto, más que inacabado, aplazado, si no abandonado», la obra, en lo logrado, se sostiene como si el autor hubiera llegado a buen puerto. La transcripción del índice muestra, sí, lo que «pudo ser», pero no por eso, insisto, desmerece lo que es. Volveremos luego sobre lo inconcluso.
La idea de escribirlo, cuenta, «me vino en Salamanca», en el verano de 1969, tras unos días de convivencia con el hispanista inglés E. M. Wilson, al que dedica la primera semblanza del libro.
En su prólogo Rozas explica sus intenciones, que el editor resume así: «Conversar, por tanto; escuchar, sobre todo». En ese preámbulo expone, entre otras cosas, su convencimiento de que «en la obra viva, eterna, el crítico puede y debe poner mucho. Si no mata la obra, a causa de la propia muerte del crítico». Que éste debe «ampliar»: «Enfocar a su gusto, hacer metáfora, pero en la misma dirección del poeta. Si no, no hace crítica». Se considera a sí mismo un «testigo».
Fechado en enero de 1970, termina mencionando a Lorca que, aunque «muerto el año que yo nací», «viven gentes que lo conocieron. Y yo puedo vivir con él a través de esas gentes».
La enfermedad, ya se dijo, está en el centro de las preocupaciones del joven profesor Rozas y con ella convive durante la gestación de estas páginas. Reúma, hepatitis, Crohn… Ha visto la muerte de cerca, confiesa en la nota que antecede a la necrológica de Esquer Torres. La 12 es, en este sentido, elocuente. Puede apreciarse mejor esta situación si tenemos en cuenta la cronología que su hijo ha fijado. Paradójicamente, la convalecencia ayuda (tiene tiempo para escribir). A pesar de eso, estamos, se nota a la legua, ante un trabajo gustoso, por decirlo con Juan Ramón, propio de un «buen maestro», como pueden atestiguar quienes pasaron por las aulas donde dio clase. Con emoción, José Luis, al leer esos textos medio siglo después de que fueran escritos, «siempre a vuela pluma», escucha «una larga conversación en la que va dibujándose paulatinamente el retrato del hombre que las escribió, que teje fragmentos de su propia biografía».
Completa su introducción el capítulo «Sobre las semblanzas no escritas». Un trabajo elaborado, digamos, a cuatro manos que, según creo, es sustancial. Da pena que Rozas no culminara su tarea. A uno se le ponen los dientes largos al leer los títulos de los capítulos no resueltos. Pero, como decía, algo alivia esa desazón lo esbozado siquiera por su hijo. Así, para comprender cabalmente su bibliofilia (se rescata de uno de sus diarios –el que va de 1951 a 1958– un precioso texto que, nada más leerlo, me movió a escribir al sabio Melero), esa pasión por las primeras ediciones que pueblan los estante de su exquisita biblioteca tras fatigar los de las librerías de viejo. O para conocer rasgos personales de seres tan particulares como su amigo Paco Rico o los poetas Pepe Hierro y Guillermo Carnero (uno de los novísimos que en su reseña de El País elevó a la cátedra).
Los textos están todos fechados y su ordenación obedece a un orden no estrictamente temporal. Los primeros están destinados a hispanistas extranjeros como el antedicho Wilson, J. E. Varey y N. D. Shergold. Siguen, entre otros, Alarcos (padre), Cossío (que tanto trató a los del 27), Asensio, (humanista en Lisboa), Blecua (y su edición de la Obra poética de Quevedo, que reseña para Insula), el peculiar Dámaso Alonso, Guillermo de Torre, Lázaro Carreter (y el proceloso mundo de la Real Academia y de los académicos), el boliviano en el exilio Pedro Shimose (al que entrevista), Criado del Val (al que retrata con humor, un personaje que los de cierta edad recordamos en la televisión hegemónica de los setenta), Cela, Aleixandre (en Velintonia) etc. También «secundarios» como Ramón Nieto, Benito Sánchez, Esquer Torres, Montesinos o López del Toro.
Mención aparte merece lo que escribe sobre el bibliógrafo extremeño Antonio Rodríguez Moñino. Le dedica cuatro capítulos, además de otros dos en los que no deja de ser protagonista indirecto: el de la tertulia del Lion y el de María Brey, su esposa.
Fue para Rozas un maestro. En la bibliofilia, un fervor compartido, y en la docencia, por más que Moñino sentara cátedra en un café. Habla de sus encuentros con él, claro, de sus libros y sus enseñanzas, de sus peripecias vitales («El misterio de don Antonio», más de actualidad que nunca tras la publicación del controvertido libro de Pablo Ortiz Romero Antonio Rodríguez Moñino. Luces y sombras del mayor bibliógrafo español del siglo XX) y, ante todo, de su muerte y del ominoso silencio que la acompañó. Para uno, esas páginas contienen acaso lo mejor de la filosofía vital de Rozas y, ahí, su compromiso moral con la literatura y con la vida, tanto da.
Dije antes que «Un paréntesis: Los Pozos» era mi pasaje preferido. Es, sin duda, el más íntimo. Un autorretrato de Juan Manuel en el campo, entre Madrid y Toledo, en sus nativas tierras manchegas, donde pasó con su familia «cuatro largos y felices veranos». Con Tina, Pico, Chito, Gogó y «el pobre Agustín». «Escribo en el jardín, solo». Y «feliz». Subraya que «de siempre, he deseado vivir en pleno campo». En sus últimos años extremeños tuvo casa en un valle situado en la falda de una sierra entre Trujillo y Guadalupe, en La Viñona, que a algunos evocará Las Viñas de Trapiello, muy cercana. De su estancia en aquella finca alquilada cerca de Griñón nos ofrece un poema: «Si Stevens, si Quevedo», carmen jubilar dedicado a su amigo Asensio. En el predio extremeño escribió buena parte de los versos que ahora conforman su Poesía completa (como leemos en la nota 202, escribió «cinco poemarios en tres o cuatro años», los postreros). Rozas se quiso poeta, y pronto (cosa distinta es que conquistara su vocación tarde). Eso sí, cuando evoca su paso por la revista Trece de nieve se presenta como el “único no poeta del grupo”.  
Se pregunta si es feliz y de nuevo apela a su enfermedad y a la «doble neurosis» que le ocasiona: la torpeza física (se ve «viejo a los 36 años») y la mental («me canso y trabajo y pienso con menos vigor que antes»). «Sin embargo, trabajo», anota. «Y, de regalo, he hecho dos poemas», agrega. Con un gran sentido de la oportunidad, sigue a esa entrada otra titulada «La naturaleza y el Barroco». «Apuntes para un ensayo», reza el subtítulo. No deja de ser una auténtica lección magistral. Entre líneas, el conde de Villamediana, su poeta, a cuya vida y obra dedicó la tesis doctoral.
«Mi oposición, y ¡vítor!» titula la última. Narra lo acontecido en la que debería ser denominada «segunda oposición» a cátedra, ya que hubo un primera fallida por culpa de aviesas maniobras que le dolieron siempre. A esta se presentó solo y, para un lego, es curioso el relato detallado de los hechos.
He disfrutado mucho con este libro. Lo he leído lentamente, con el deliberado afán de prolongar ese deleite. Y todo gracias a los temas tratados, cierto, pero también a lo bien escrito que está, lo que favorece una lectura amena pese a que los temas manejados se presupongan áridos y hasta lejanos para quien no se ha movidos por los pasillos y las aulas universitarias ni por los intrigantes salones académicos ni, en fin, ha tratado con excéntricos hispanistas británicos. Una vez más sostengo que por sorpresas así merece la pena seguir leyendo.
 
Juan Manuel Rozas
Edición, introducción y notas de José Luis Rozas Bravo
Renacimiento, Sevilla, 2023. 312 páginas. 22 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO.