17.8.12

Turista













La complicada colocación de los bultos en el maletero; la parada obligatoria en Almendralejo (Norte); los atascos en el puente del V Centenario de Sevilla, en el peaje de la AP-4 y en el cruce de Chiclana; la inocente alegría de ver otra vez Conil; las agobiantes colas del Mercadona el 1º de agosto; el reencuentro con los amigos de allí; la tortura de la crema y la bendición de la playa; las cansadas escaleras que bajas y que subes cada día; la sombrilla, el bolso, la silla y otros bártulos; la gente que pulula por la orilla o que se tiende al sol sobre la arena; los baños en el agua fría del mar y en la caliente de la piscina; el pinar: su olor y el canto de las tórtolas; la comida en el Pericón, el tapeo en Los hermanos y la cena en el Oasis; las conversaciones interminables con Juan; los abrazos afectuosos de Paco y el relato de su viaje a Nueva York; la inevitable barbacoa en casa de Ana; los paseos matutinos alrededor del pueblo y los vespertinos por la playa hasta el final de la Fuente del Gallo o, por los Bateles, hasta el Río Salado; los medios chicos y el medio grande; el persistente poniente y el fugaz levante; los atardeceres desde la Atalaya; la lectura, que parece otra cosa; la contemplación de las azoteas desde la azotea; la felicidad de ver felices a los tuyos; los sonoros silencios del sobrino; las noches de verano que uno pasa arropado; la ligereza de la camiseta, las chanclas y el bañador; los cumpleaños agosteños (¡ya 53!); esa fiesta anual de perderse por Cádiz; la temprana tristeza de la gasolinera el día del regreso; la parada obligatoria en Monesterio; la llegada y, por fin, la evidencia de que un año más todo ha pasado y de que fue una vez más sin (casi) darme cuenta.