Barrado. Los Regajones desde el camino de Los Ancharejos. Foto ELRISCO |
El sábado, aprovechando el buen día, volví a los alrededores del molino, esos senderos por los que tanto ha caminado uno durante años; caminos que considero, si se me permite el exceso, parte sustancial de mi territorio.
Paseo solitario, sólo alterado por las constantes idas y venidas de dos helicópteros ocupados en las tareas de extinción de un pequeño incendio en la sierra, por cima de Gargüera. En más de hora y media, no vi a nadie.
Hacía mucho. Demasiado. No obstante, mira uno esos contornos con la naturalidad de quien los ha frecuentado. Y los conoce. Y hasta los quiere. Por eso cae en la cuenta de que las plantaciones de cerezos se extienden con una avidez preocupante. Van desapareciendo los olivos, las higueras, los castaños... Paisaje monotemático y, en consecuencia, más pobre. A la vista, que no al bolsillo de los propietarios de esas parcelas.
Me acordé de Brutus, la mastina con nombre de mastín que desapareció hace unos meses. Alberto y yo estuvimos cavando a finales del pasado verano, con todo el dolor del mundo, una tumba para ella. Tan mal estaba. Pero fue verla y... resucitar. Animalito. Luego, un buen día... Nadie ha dado con ella.
¡Cómo bajaba la Garganta del Obispo! Y qué pena contemplarla solo. La visión merecía compartirse.
Al llegar a casa, después de la ducha, comprobé en la cara que el sol ya es de un marzo que mayea. Fue el primer paseo del año en mangas de camisa. Para el próximo, además, crema y gorra.
Al llegar a casa, después de la ducha, comprobé en la cara que el sol ya es de un marzo que mayea. Fue el primer paseo del año en mangas de camisa. Para el próximo, además, crema y gorra.