23.7.14

El único libro

Manuel Neila (Hervás, 1950) fue uno de tantos extremeños que, como ahora, tienen que marcharse de su tierra para abrirse camino en la vida, por eso su infancia y juventud transcurrió en Asturias, donde estudió Filología Románica (en la Universidad de Oviedo).
Como poeta, su primer libro se tituló Clamor de lo incesante (1978). Poco después fue incluido por el crítico José Luis García Martín (extremeño en Asturias también, editor de esa ópera prima) en la singular antología Las voces y los ecos (1980).
Más tarde vinieron: Pasos perdidos (1980), Estancias (1986), El transeúnte (1990), Una mirada (1996) y Cantos de frontera (2000), que, como nos informa Neila, “permanecían inéditos, total o parcialmente, hasta que vieron la luz en Huésped de la vida (Gijón, Llibros del Pexe), su poesía reunida entre 1980 y 2005”.
Otros libros suyos son: El silencio roto (1998), Las palabras y los días (2000), la edición bilingüe de Cantos de frontera (2003), cuya versión francesa corre a cargo de Michelle Serre, Puntos de vista (ensayos, artículos y notas publicados en 2003 en la colección Ensayo Literario de la Editora Regional) y  el volumen de aforismos Pensamientos de intemperie, publicado también por la editorial Renacimiento en 2012.
Ha traducido a Montaigne (Páginas escogidas), Baudelaire (Las flores del mal y El spleen de París), Nerval y Haroldo de Campos, entre otros. También ha editado a Nietzsche (aforismos), Machado (del que recopiló sentencias y donaires), José García Vela (Hogares humildes, su obra poética) y Lezama Lima (una antología del poeta cubano precedida de un prólogo esclarecedor).
No debemos omitir su condición de estudioso y crítico literario, labor que desarrolla, en los últimos tiempos, para las revistas Clarín, Turia, Quimera y Cuadernos Hispanoamericanos.
Ahora aparece con el número 67 de la acreditada colección a rayas (en feliz idea de Marie-Christine del Castillo) de la sevillana Renacimiento, El camino original [Antología poética, 1980-2012] con prólogo de Luis Alberto de Cuenca.
Los poemas que lo integran pertenecen a los libros que se mencionaron antes; total o parcialmente incorporados. Además, se muestran en la antología varias composiciones del libro de poemas en prosa El sol que sigue (2005), incluido también en Huésped de la vida; las “menos prescindibles o, en todo caso, más representativas”, precisa Neila.
Se adelantan poemas de Al norte del futuro, “una suerte de obra poética abierta, compuesta de proverbios y cantares; además de otra serie de poemas inéditos, recogida en la sección postrera de El camino original, que formaran parte de un libro venidero”, explica el autor en la “Nota bibliográfica” que aparece al final del volumen.
El florilegio sigue en la lista a El viaje de la luz, del alicantino Antonio Moreno, y precede a Montaña al sudoeste, de Antonio Cabrera, lo que da una idea, al menos para el lector avisado, de la importancia de que la poesía de Neila pase a formar parte de esa suerte de canon de la poesía contemporánea en español (tanto española como hispanoamericana) que la colección Antologías -gobernada por el poeta y editor Abelardo Linares- representa.
Equidistante de la «antología personal» y la «poesía reunida», por voluntad del poeta, El camino original agrupa, sí, un puñado de poemas escritos en poco más de tres décadas. Los que el autor ha decidido que merecen ser salvados.
Aunque, como se ha dicho, García Martín  incluyera a Neila en su antología Las voces y los ecos (que vino a demostrar que no era novísimo todo lo que lucía ni venecianismo cuanto campeaba), el de Hervás ha sido un poeta, digamos, sin grupo o generación, uno de tantos que caminan en solitario sin atender otra ley que la de su propia poética y la de su necesidad de decir. Mejor.
Porque Neila tiene voz propia, no ha requerido de pamemas para abrirse paso, poco a poco, en el panorama patrio. Por eso, a los lectores atentos de este país, a la inmensa minoría, no le ha pasado desapercibida su obra, que con esta antología, todo hay que decirlo, se abre un hueco mayor y le da una visibilidad que hasta ahora no había tenido, más que nada porque las meritorias y aun benéficas editoriales en las que ha publicado (Júcar, Llibros del Pexe…) carecían de ese plus de publicidad que tienen tres o cuatro en nuestro patio de vecinos lírico.
“Poeta cauteloso”, leemos en la solapa del libro (exigente, diría uno), sin prisas, yendo a lo que importa, también lo es “casi secreto”, como leemos allí, por más que esto sea común a la inmensa mayoría de vates que por aquí pululamos. Nada nuevo. Para nuevos, sus versos, virtud de la poesía cuando de verdad lo es.
Digamos cuanto antes que los poemas de Neila pertenecen a la estirpe de los que buscan en la palabra esencialidad y, por paradójico que parezca, silencio, la música callada de la que tanto se ha hablado por estos lares. Y eso no puede compaginarse con la fabricación de libros al buen tuntún y la sobreexposición pública a la que aspiran numerosos poetas.
Luis Alberto de Cuenca, con la sutileza que le caracteriza, indica en su breve pero enjundioso prólogo que “Manuel Neila recuerda a Juan Ramón Jiménez en lo que se refiere a la obsesión, compartida por ambos, de ofrecer a la posteridad un libro único que los reúna a todos y que de fe de su visión poética del mundo. En el caso de Neila, El camino original es ese libro”.
Esa voluntad de “libro único” se manifiesta, según creo, en detalles tan significativos como el de poner delante de los respectivos títulos de las obras que lo componen un número romano que señala que son partes de un todo.
Si bien encontramos en los primeros libros un gusto por la palabra que a veces induce a cierto preciosismo, la poesía de Neila se caracteriza, ya se dijo, por su fundamento, donde la palabra justa y el vocabulario esencial lo es todo. No hay rebuscamiento o barroco en estos versos que aspiran a nombrar, ante todo, las “pequeñas cosas” (un tema reiterado). “Ese hombre celebra las pequeñas cosas”, escribe en un verso. La luz (siempre presente), un paisaje, un recuerdo, tal o cual escena, eso que nos asalta a cada paso en medio de la vida cotidiana suele ser la materia de la que está hecha esta lírica que participa acaso más de lo celebratorio que de lo elegiaco, por más que la melancolía, otra forma de la poesía, según Stevens, sea indeleble marca de la casa. Junto a la soledad, otro tema insoslayable.
Poesía del pensamiento, de preguntas, en la mejor tradición española de lo meditativo que tan bien definió Valente. Con su vertiente fenomenológica, eso sí, porque la mirada, la visión, aquí lo es todo.
Su tono tiende al clasicismo, poco importa que este sea occidental (Grecia, Roma), castellano (los poetas del Siglo de Oro) o de Oriente. Lo experimental, esa cohetería vanguardista que tanto gusta a algunos lectores, brilla aquí por su inexistencia. Y uno lo agradece.
¿Sus autores de cabecera? Los deja caer por las citas del libro. Antonio Machado, por ejemplo, JRJ, Rilke, Eugénio de Andrade, Novalis y, por añadidura, los románticos alemanes e ingleses, y los poetas orientales y, cómo no, Borges (no mencionado, pero también ahí, en “Epitafio”: “He sido muchas cosas, / como todos los hombres, / y la noche, y la muerte, y las estrellas.”)
Por el tono discursivo que a veces adopta su poesía, propio de esa poesía de la meditación a que me he referido antes, por su cercanía a la naturaleza y al paseo, poemas como los que componen “Una mirada” me recuerdan a Claudio Rodríguez.
Y ya que lo menciono, la voluntad de claridad es otra constante. En la línea, pongamos por caso, de un Eloy Sánchez Rosillo, compañero de antología y de promoción (en Las voces y los ecos); una claridad que poco (o nada) tiene que ver con la simpleza, con lo anecdótico, eso que tanto se llevó en temporadas pasadas. Y que conste que aquí experiencia no falta. Al revés.
También abunda la concisión, marca de la poesía, es cierto, pero que en algunos autores se agudiza. La economía verbal le conduce al uso del poema breve o muy breve (haikus y tankas) y es fácil intuir que comulga con otra de sus pasiones: el aforismo, esa afilada manera de decir más con menos.
Poesía del “yo” que, sin embargo, usa con frecuencia el “tú” cernudiano, el del que habla consigo mismo a debida distancia.
Poesía del viaje, de alguien que se considera un “transeúnte”: “He sido el transeúnte…” Por eso, “Cantos de frontera”.
Viajes a distintas partes del mundo (Grecia, Inglaterra, India, Alemania...) y de regreso a un lugar muy especial: su tierra de nacimiento: Hervás, Ambroz, Valdeamor, Pinajarro… La infancia, otra de los asuntos reiterados en el libro, donde esos lugares de la memoria aparecen nombrados y evocados largamente.
“No eres el pasado que regresa; / eres, sí, lo real que permanece.”
Poesía de la delicadeza, como esos poemas breves dedicados al pintor Ramón Gaya. Se podría decir que los versos de Neila son a la poesía lo que la acuarela a la pintura, por parafrasear a María Antonia Ortega.
Pura transparencia: fragilidad. Tal la vida. Esa “ausente” que él retrata a la perfección en uno de los mejores poemas del conjunto.
Al leer la parte final, la de los inéditos, comprobamos que el camino de Neila, el “original” (mencionado en un poema de igual título y aun en otro anterior de idéntico rótulo: “Sabemos de donde  viene / el camino original. / Y enseguida adivinamos / a donde irá a parar”), sigue “a la intemperie”, cada vez más esencial y delgado, sustentado en versos cortos y poemas breves, aforismos casi. Con excepciones, los dos “Autorretratos”, por ejemplo. Cercano a la emoción, que no puede separarse en poesía del pensamiento tal y como Unamuno dejó dicho; así, en el poema que dedica a su hermano Félix, muerto a traición y prematuramente.
A estas alturas de mi vida, como lector, sólo exijo en un libro verdad. Que sea de verdad y que se note su pequeña verdad, no queremos otra. La de alguien que nos da “la medida de un hombre” (o de una mujer, si fuera el caso), por decirlo con Vinyoli. Y eso es lo que uno ha encontrado en los versos de Manuel Neila. Basta y sobra; más, si como sucede, esa humilde verdad se transmite de una manera tan poética, en el mejor y más pleno sentido.

Esta reseña apareció en el número 768 de la revista Cuadernos Hispanoamericanos bajo el título "El único libro (La poesía de Manuel Neila)"