Ayer, después de la reunión del Consejo Escolar, me acerqué a Correos a recoger un envío de Renacimiento (un auténtico botín: los diarios de Pepys, la conversación de García Simón con Santiago de los Mozos y lo nuevo de mi admirado Jacobo Cortines). Luego, me pasé por El Quijote. Quería ver por primera vez mi nuevo libro. A casa aún no ha llegado ejemplar alguno. Cosa inédita y extraña. Había varios ejemplares en el escaparate. Álvaro me pasó uno. Lo toqué, lo olí y lo hojeé con la ilusión propia del momento. Existe por fin, me dije, y lo metí en la cartera. En una similar, llevé -va a hacer treinta años- durante semanas uno de Territorio, que de vez en cuando, entre clase y clase, ojeaba. Pero éste es mucho más bonito.
Al llegar aquí, se lo enseñé a Y. No cabe duda de que es casi más suyo que mío. Ahí están nuestras vidas cruzadas, nuestro doble viaje con salida y llegada en Tánger.
Cuando abrí el ordenador, la primera carta sobre el libro, con tranquilizadoras impresiones positivas, venía firmada por el bibliófilo zaragozano José Luis Melero. Una alegría.
Miro el ejemplar de reojo. Existe. Sólo eso, sí, nada más que eso.