12.11.17

Los espejos de Irazoki

Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954) publica en Hiperión Ciento noventa espejos. Recordemos que es el autor de Cielos segados, título que reúne su poesía hasta 1990: Árgoma, Desiertos para Hades y La miniatura infinita, y ya en el catálogo de la acreditada casa editorial madrileña, de los libros de poemas en prosa Los hombres intermitentes Orquesta de desaparecidos, del de semblanzas de músicos La nota rota y del de versos Retrato de un hilo. ¿Cómo calificar esta nueva entrega? Pues como las anteriores: de libro de poemas, sean éstos en prosa o en verso. En un momento dado, escribe: "Siguen activos los vigilantes del dogma literario. A su juicio, la poesía debe limitarse a unas líneas recortadas y un lenguaje selecto". Sobran los comentarios. Eso sí, se habla de limitaciones y a ellas se ha sometido voluntariamente este hombre polifacético, que sabe tanto o más de música que de lírica, español en París (sin presumir por ello de exiliado), pues, en homenaje al OuLiPo, constriñe los textos (mejor, poemas) a ciento noventa palabras, incluido el prólogo ("Erizo"), siendo "cada una de estas palabras", según dice, "un espejo al que me asomo". Y todo en función, no del confinamiento, sino de la libertad. "Mis piezas -explica- son una especie de soneto en prosa". Algo que ha dado pie a Fernando Aramburu a escribir "Los sonetos en prosa de Irazoki", que es una reseña sobre el libro y mucho más. 
Esas piezas a que aludimos, escritas "lejos de las teorías", "con sus penumbras y sus parcelas luminosas", en su casa parisina entre 2009 y 2016, van numeradas del 1 al 95. La primera empieza por "Vivo en París". Muchas otras por "Paseo por...". Bruselas, Estambul, Nueva York, Copenhague, Atenas, Tel Aviv, Praga, Moscú, Ciudad de México y Nueva Delhi. Y por los fiordos noruegos. Entre medias, no deja de hacerlo por la capital francesa, la de los fláneurs benjaminianos, y, al final, por "los goces de la vida diaria". Sí, si por algo se caracteriza este libro es por su celebración vital. No es alguien que coleccione adversidades, como dice de Genet. Por la serena aceptación de cuanto le sucede y pasa, tanto da que ahora o antes. Por eso su infancia (y sus padres, y su hermana, y algunos hombres y mujeres ejemplares con los que allí se topó) está tan presente en su obra. La vida y sus lecciones. La vida y, cabe precisar, los semejantes, los otros (en el sentido léviniano), esos que llenan las páginas de estos espejos. De Gracia Armendáriz a Maite Pagazaurtundúa, de Félix Francisco Casanova a Ramiro Pinilla, de Ángel Campos Pámpano ("Moderó nuestra altanería") a Jorge C. Aranguren, pasando por innumerables escritores, pintores, fotógrafos, cocineros, matemáticos o músicos, de los más conocidos a los más enigmáticos.
Uno de los espejos está dedicado a su suegra, de padre rusos transterrados, Hélène Châtelain, y la cubierta del volumen (dedicado a sus hijos) también queda, como otras veces, en familia: es de Yves Loyer.
En este libro lleno de iluminaciones, de chispazos poéticos ("La contemplación temprana de la muerte me había apartado del lujo de las lágrimas", "Para el poeta, los seres derrotados son su patria", "Parece que el tiempo tiene una lentitud extranjera", "la alegría consciente es lo más profundo"), todo está escrito, subrayo la contradicción, con un "lenguaje selecto", si por tal entendemos no lo que él quiso decir con ironía más arriba, sino por ser el que usa alguien preocupado, con la debida naturalidad, por la exactitud y la precisión de su lengua materna. Lo normal en un escritor, digamos, de los de verdad. Un escritor que, además, ejerce con solvencia la crítica de poesía. Que denuncia el leísmo o la "última moda": "exhibir ramplonería en las pasarelas de la fama". "El engaño huele", afirma, y añade: "este es un oficio humilde". En el esencial capítulo 33, leemos sus tres claves para escribir un libro de calidad. La primera, la "falta de atadura". La segunda, "suprimir lo innecesario". La tercera, "el cuidado artesanal". El "amor por cada minucia". Con Vargas Llosa, defiende la "critica a la oscuridad", la de quienes prefieren ser "complicados en vez de profundos". Elogia el Arte povera.
Muchos son los asuntos de los que se ocupa Irazoki en estas semblanzas, en estas reflexiones, en estas biografías, en estos poemas. De la poesía, sin ir más lejos, de la enfermedad, de la ética (un tema central para él que, desde joven, se exigió su "uso secreto" y practicó las enseñanzas de Camus), de las virtudes que deberían adornar las conductas del ciudadano de las sociedades democráticas, de los totalitarismos y las ideologías, de los cafés, de la pobreza, de los conciertos de jazz... La compasión está siempre en su mirada. Y la bondad. Se enorgullece de no ser un hombre envidioso o rencoroso o que odie. Y hace bien en hacerlo, más ahora. No ha podido uno sustraerse a esa sosegante lectura de la realidad que tanto favor nos hace en tiempos, como estos, tan desagradables y convulsos.
"Acaso más que los buenos libros, me ha guiado la manera de vivir de ciertas personas", dice en el capítulo 72. Luego habla de Manuel Igoa. Por suerte, en algunos libros literarios hay más que literatura. Y aquí más poesía que en los habituales de poesía. Una poesía, diría, lenta. Íntima. El lector no puede evitar leerlo con una sonrisa cómplice en la boca. Tan discreta y sutil como las palabras que Irazoki utiliza para contarnos su pequeña verdad. La misma, confiada, con la que suele aparecer en sus retratos.